Fernando Broncano
Universidad Carlos III, Madrid
La historia de la filosofía está llena de quejas contra la dicotomía sujeto-objeto. Hegelianos, heideggerianos y posmodernos han clamado contra esta división. Heidegger explicó con claridad que, en el mundo a mano, el equipamiento que nos permite continuar en la existencia, forma un continuo con otras características de nuestro ser. La herramienta se hace a la mano como la mano se hace a la herramienta y sólo la notamos como una cosa, como un objeto escindido, cuando algo falla y no va bien. Para la carnicera y el cocinero los cuchillos no existen como tales hasta que no pierden filo y hacen necesario pensar en ellos, para mí, las gafas sólo aparecen como objetos cuando no las encuentro o cuando la mascarilla las empaña.
Por otra parte, como ya he tenido la ocasión de comentar en este espacio, que los objetos tienen vida social: a veces son mercancías, a veces regalos invaluables. La mercancía, aclaraba Simmel, es una cosa deseada que se resiste a ser poseída y que por ello exige un sacrificio: el de otra cosa que se intercambia por el objeto de deseo. Marx, por su parte, había teorizado en cómo la mercancía al circular bajo la forma dinero y reproducirse bajo la forma salario entrañaba una doble alienación: la del objeto de su productor y la del productor mismo convertido en mercancía por su salario. Producía, a su vez, el ocultamiento las relaciones sociales implicadas en la producción y circulación y por ello la cosificación de estas relaciones, como si fuesen los objetos mismos los que entrasen en acciones y reacciones.
Nunca como ahora son tan verdad estas apreciaciones, pero también se muestran cada vez más insuficientes para entender la complejidad de las formas sociales que caracterizan a los objetos en el capitalismo cognitivo. Arjun Appadurai había notado que la existencia de los objetos como dones o como mercancías es una vida social histórica y contingente: objetos que son muy apreciados pueden ser puestos a la venta y ciertas mercancías pueden devenir en objetos de culto. A pesar de estas relativizaciones que ha hecho la teoría de la cultura material, queda mucho por investigar y descubrir en el modo en que las redes de objetos se entrelazan con las redes de relaciones sociales en un entorno técnico en el que el conocimiento existe en una posición intermedia entre artefactos cada vez más activos y agentes cada vez más expertos.
La teoría del actor red de Bruno Latour, los análisis de la socióloga de la ciencia Karina Knorr-Cetina y del promotor de la idea de la cognición distribuida, Edwin Hutchins, explicaron hace dos décadas que los procesos de conocimiento en la sociedad de conocimiento se producen por un entrelazamiento de acciones que se dan entre personas y objetos de forma indistinguible. Knorr-Cetina hablaba de objetos epistémicos para nombrar a los objetos cuyas relaciones entre sí no pueden separarse de sus relaciones con personas. Todo esto que se aplicaba muy bien a la vida del laboratorio o a los grandes superorganismos científicos como las máquinas del CERN se aplica ya a la vida cotidiana como parte de nuestro mundo a mano.
La persona mayor que aprende a usar el Whatsapp del móvil para hablar con sus familiares, el profesor reacio a las tecnologías digitales que se ve obligado por la pandemia a dar sus clases a través de una plataforma, la política astuta de la vieja escuela que se fía de su gestora en redes más que de sus asesores de ciencia política, todos ellos, se comunican y relacionan a través de un entramado cognitivo, emocional y técnico de objetos: algoritmos sensibles a las relaciones personales, redes de satélites y centrales de datos que se coordinan para no producir atascos de mensajes, compañías que explotan comercialmente los datos que obtienen de los usuarios.
Todos estos procesos se desarrollan de forma tan implícita o subcognitiva como los procesos cognitivos subconscientes en el cerebro. Pero aquí están implicados intercambios de información e inteligencia tanto humanos como no humanos. Este carácter no consciente, incorporado en los procesos físicos al tiempo que informacionales, hace que los aspectos normativos de tales intercambios y de la relacionalidad de los artefactos quede oculta. Necesitamos un poco de conocimiento experto para que se hagan realidad nuestras relaciones sociales en un entorno como el digital, que exige a su vez grandes incorporaciones de inteligencia y conocimiento en los artefactos que median las relaciones. Cierto. Sin embargo, se podría creer que basta con ser un usuario experto para moverse en estos entornos y dejar las cuestiones de orden epistemológico, ético y político al margen. Y no es así. Al contrario. Nos concierne el conocimiento oculto y ocultado en la relacionalidad de los artefactos. Nos concierne epistemológica, ética y políticamente.
Se pueden aducir miles de ejemplos, y la crítica de las redes y las plataformas de las macroempresas oligopolistas ha ofrecido numerosas observaciones y razones. Pero la mayoría de los procesos en los que estamos implicados deja abiertas tantas preguntas que nos encontramos sumidos en nieblas que son tan peligrosas como las nieblas físicas para la conducción. Pensemos en objetos epistémicos como las pruebas PCR o de antígenos para detectar la carga viral en la pandemia de Covid19. Estos artefactos entran en relaciones emocionales, cognitivas, políticas, con los expertos, con las autoridades, con la gente en general, provienen de una historia singular de diseño y de puesta a prueba. Son objetos abiertos cuyo funcionamiento en la vorágine de prácticas es difícil de determinar incluso para los expertos, y cuya gestión social, económica y política es aún más enrevesada. Son, por su carácter relacional, objetos que tienen dimensiones epistemológicas éticas y políticas intrínsecas a su diseño y operación.
Los objetos que nos rodean están sometidos a dinámicas abiertas. Se transforman, nos transforman, los transformamos, siguen sendas extrañas llenas de bifurcaciones todas ellas cargadas de consecuencias y muchas veces de valor. Introducimos un objeto en nuestra intimidad y su naturaleza relacional llama a otros objetos y procesos que, a su vez nos interpelan y hacen reaccionar. Objetos comunicativos como los televisores que se introdujeron en los salones y comedores de las casas de los años cincuenta, para hacer que las radios transformasen radicalmente sus formas y contenidos, y ahora se encuentran acorralados por las plataformas de contenidos, por las series o las producciones de youtubers exitosos, televisiones que cada vez quieren parecerse más a una inmensa tablet o quizás a un smartphone gigante que observa más que es observado, que toma más de lo que ofrece. Pensamos en mentes avispadas detrás de todos estos entornos y solo hay al final comerciales agobiados por los de recursos humanos que, a su vez, están agobiados por los departamentos de planificación, quienes, por su parte, son empujados por gráficos que nacen de algoritmos y programas que han tenido que aprender a usar pero no conocen bien.
La ignorancia de estas dimensiones es una de las formas de ceguera que nos aqueja. Similar a la ceguera que tantas generaciones han tenido con respecto al daño causado innecesariamente a los animales, por ejemplo, en la experimentación o en las corridas de toros. Muchas de las intuiciones éticas, que fueron pensadas para entornos artificiales con características muy distintas, donde los objetos se dividían en pocas clases: objetos sagrados, objetos consumibles, herramientas.., no planteaban las capas de opacidad epistémica, ética y política que generan los nuevos sistemas sociotécnicos. Cuando leemos textos de ética aplicada a estos entornos, a las bioingenierías, a las inteligencias artificiales, etc., encontramos pocas alternativas más que consecuencialismos frente a éticas kantianas. No es sean incorrectas pero la sensación es que iluminan poco más que las viejas linternas de petaca, de luz mortecina y breve duración. Todos los detalles (donde habitan los diablos) quedan en la oscuridad.
Necesitamos con urgencia pensar en estos aspectos epistémicos, éticos y políticos de los objetos, pero necesitamos también para ello nuevas antropologías de los entornos artefactuales en que vivimos. Los objetos relacionales en los que consisten nuestros ámbitos de existencia son objetos abiertos, que se despliegan en dinámicas contingentes, imprevisibles, irreversibles muchas veces, que exigen formas de conocimiento que aún están por desarrollar. Los grandes sistemas de ética nacieron de dicotomías sujeto-objeto que ya eran equivocadas cuando se originaron, pero que ahora necesitan nuevas ontologías y, sobre todo etnografías particularizadas de las extrañas sendas que recorren los complejos de comunidades humanas y no humanas.
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