Filosofía política en el bachillerato: entre la nostalgia, la utopía y la esperanza*
- Revista Acontecimientos
- hace 1 hora
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Dra. Norma Ivonne Ortega Z.
FFyL/UNAM

Introducción
Quisiera comenzar esta conferencia con una anécdota que viví en la vocacional donde trabajo. Hace un tiempo, mientras conversaba con un colega, surgió el tema de por qué poníamos tanto empeño en hablar en nuestras clases sobre la violencia, sus diferentes formas, la perspectiva de género y temas relacionados, sobre todo, lo relacionado con algunas discusiones filosóficas al respecto, su identificación y denuncia. Con cierto desencanto, y hasta en un tono de reclamo, el profesor me dijo: “De nada sirve enseñar tanto sobre eso… Allá afuera, el mundo no los va a tratar tan bien como lo hacemos aquí.”
Me quedé pensando un momento y luego le respondí: “Precisamente por eso hay que hablarlo. Porque ese mundo de allá afuera, como tú lo llamas, no es estático y, si nos preciamos de formar técnicos de excelencia, entonces puede ser transformado por nuestros estudiantes. Si de verdad estamos sembrando en ellos pensamiento crítico, conciencia social y una perspectiva someramente humanista en ellos, no solo van a identificar esas violencias e injusticias, sino que serán capaces de modificarlas. Podrán transformar sus entornos laborales y comunitarios. Y quizá, con un trabajo constante y mucha esperanza, logren vivir mejor que nosotros.”
Cuento esta anécdota porque creo que ilustra una tensión muy real que atraviesa nuestra práctica docente: la que se da entre el escepticismo y la esperanza, entre la resignación frente aceptar al mundo tal como es y la convicción de que puede cambiar. La escuela, me decía alguna vez un colega muy querido, es un espacio complejo, incluso dialéctico, porque ciertamente reproduce ideologías y discursos oficialistas, pero, al mismo tiempo nos da herramientas para identificarlos y luchar contra ellos.
Educar, en este sentido, y especialmente en temas como la filosofía, no es simplemente transmitir información o pedir que memoricen nombres, conceptos y teorías. Es formarnos conciencia, cultivar en los y las adolescentes la capacidad de pensar el mundo y las relaciones de poder que hay en él, atreverse a cuestionarlas, a imaginar alternativas y a actuar con responsabilidad frente a los desafíos de nuestro tiempo.
En medio de esta tensión, la labor docente se convierte en un ejercicio de equilibrio: no negar las condiciones estructurales que atraviesan la escuela, pero tampoco renunciar a su potencia transformadora. Es aquí donde la enseñanza adquiere una dimensión ética y política, especialmente cuando buscamos formar no solo estudiantes informados, sino sujetos críticos. En este marco, la filosofía se revela como una herramienta privilegiada, capaz de abrir preguntas donde otros discursos imponen certezas, y de fomentar una mirada reflexiva sobre el presente.
A partir de aquí, me gustaría reflexionar sobre por qué es fundamental que los adolescentes cuenten con bases de filosofía política en el bachillerato. Aunque la materia de Ética suele formar parte del currículo en este nivel educativo, no siempre se aborda desde esta perspectiva, como si esta fuera un campo demasiado teórico o ajeno a la realidad de los jóvenes. Sin embargo, incorporar esta mirada es urgente, porque brinda herramientas para formar ciudadanos críticos y comprometidos. No se trata solo de estudiar a Rousseau o Hobbes, sino de devolver a los estudiantes una imaginación crítica capaz de desafiar lo establecido y construir horizontes de justicia. En este sentido, la filosofía política no es solo un conjunto de teorías abstractas, sino una brújula ética para navegar —y transformar— ese ‘mundo de allá afuera’ que tanto nos inquieta.
La filosofía política como antídoto contra la resignación
La anécdota que compartí revela una pregunta central: ¿para qué sirve enseñar filosofía en un mundo que parece empeñado en reproducir injusticias? La respuesta, creo, está en entender que la filosofía no es un lujo académico, sino un acto de resistencia. Cuando estudiamos conceptos como poder, libertad o justicia, no lo hacemos para que los estudiantes memoricen definiciones, sino para que cuestionen las estructuras que normalizan la violencia, la desigualdad o la exclusión.
Enseñar filosofía, entonces, implica asumir un compromiso con la realidad concreta de nuestros estudiantes y del mundo que habitan. No basta con señalar las injusticias; es necesario ofrecer herramientas para comprenderlas y enfrentarlas. La filosofía política, en este sentido, puede y debe acercarse a las experiencias vividas, a los conflictos actuales, a las preguntas que surgen en el aula cuando los y las jóvenes se enfrentan a un entorno que muchas veces les resulta hostil o indiferente. Al conectar las nociones filosóficas con las problemáticas cotidianas, es posible mostrar que pensar también es una forma de actuar, aunque no la única.
Esta tensión entre escepticismo y resistencia nos lleva a preguntarnos: ¿cómo convertir la filosofía política en un instrumento concreto para desafiar las injusticias? La respuesta no está únicamente en el dominio de las teorías, sino en hacerlas dialogar tanto con las experiencias cotidianas de quienes las estudian como con los ejemplos históricos que demuestran cómo, incluso en contextos hostiles, las ideas han germinado como actos de rebeldía. Mostrar que conceptos como soberanía, contrato social o desobediencia civil no son ideas muertas, sino herramientas vivas, implica vincular la reflexión filosófica con las luchas sociales, los reclamos por derechos y las formas de organización colectiva. Solo así, la filosofía política adquiere una potencia transformadora que permite a los y las estudiantes no solo comprender el mundo que habitan, sino intervenir en él con conciencia crítica y compromiso ético.
Ejemplos concretos y cercanos son fundamentales para que esta vinculación sea significativa. No se trata únicamente de traer al aula los nombres consagrados del canon filosófico occidental, sino de recuperar tradiciones de pensamiento que nacieron desde la resistencia en contextos latinoamericanos, indígenas o populares (a los que muchas veces pertenecen nuestros estudiantes, al menos en el Estado de México y en escuelas en la periferia). Estas voces, muchas veces silenciadas por la historiografía oficial, revelan que la filosofía no siempre surge en la comodidad de las bibliotecas, sino también en los márgenes, en medio de la precariedad, el conflicto y la urgencia de transformación. Enseñar desde ahí implica mostrar que pensar críticamente no es un privilegio académico, sino una necesidad colectiva.
Por ejemplo, Maricarmen Rovira rescata las utopías mexicanas del siglo XIX, pero no solo recupera sus textos olvidados, sino que revela un principio fundamental: la filosofía es un acto de coraje intelectual situado. Pensadores como Severo Maldonado no se conformaron con teorizar desde la distancia; escribieron en contextos donde el colonialismo, la explotación laboral y el autoritarismo eran la norma. Sus propuestas —como la redistribución equitativa de la riqueza o la defensa de derechos para grupos marginados— chocaban frontalmente con el orden establecido. Sin embargo, su valor no radica en su viabilidad inmediata, sino en su capacidad para desnudar las contradicciones del poder y abrir grietas en lo aparentemente inmutable.
Este diálogo entre el pasado y el presente nos obliga a preguntarnos: ¿cómo trasladar esa audacia histórica a las aulas del siglo XXI? La respuesta no está en idealizar a Maldonado o a ningún filosofo como figuras estáticas, sino en entender que su trabajo es un llamado a la acción. Si aquellos pensadores usaron la filosofía para desafiar su realidad, hoy corresponde a los estudiantes apropiarse de ese mismo espíritu crítico, pero aplicado a los problemas que definen nuestro tiempo: la crisis climática, la desigualdad de género o el resurgimiento de discursos autoritarios. La filosofía política, así entendida, no es un museo de ideas viejas, sino un taller donde se forjan herramientas para intervenir en el mundo.
Utopías críticas frente a la nostalgia paralizante
Vivimos un tiempo atravesado por el desencanto. A lo largo del siglo XX, el pensamiento político se sostuvo en gran medida por la fuerza movilizadora de las utopías. Estas no solo eran proyecciones literarias de mundos mejores, sino expresiones del deseo de transformación, de la confianza en que el porvenir podía ser distinto. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XXI, ese impulso utópico parece haberse diluido, desplazado por emociones de signo contrario como el temor, la ansiedad y, sobre todo, la nostalgia.
En su agudo análisis sobre El futuro de la nostalgia escrito por Svetlana Boym, Fernando Broncano plantea una paradoja inquietante: “Los supervivientes del siglo XX sentimos nostalgia de una época en la que no éramos nostálgicos. Pero parece ser que no hay vuelta atrás”. Con esta frase, Boym cierra su libro, y Broncano la rescata como punto de partida para examinar un fenómeno cultural profundo: la sustitución de la esperanza por la nostalgia como emoción política dominante. Este desplazamiento implica más que una transformación afectiva; conlleva una alteración en la forma en que concebimos el tiempo, la historia y nuestra propia capacidad de intervenir en ella.
Para Broncano, la nostalgia se ha extendido como una “estructura de sentimiento”, una atmósfera afectiva que modela no solo nuestras expectativas individuales sino también los horizontes colectivos. Si las utopías fueron, en palabras suyas, “expresión literaria de este afecto por la posibilidad de un futuro”, las distopías actuales mantienen cierto vínculo con la esperanza: exhiben peligros para activar la conciencia. En cambio, la nostalgia no apunta al futuro, sino a un pasado idealizado, y se configura como un estado afectivo duradero, no como una emoción pasajera. A diferencia de la indignación, que estalla y decae, la nostalgia se instala en la subjetividad de forma persistente, naturalizando la impotencia ante el porvenir.
Insertar reflexiones como estas en nuestras aulas nos permite ampliar el horizonte de discusión. La nostalgia, en tanto emoción dominante, puede inmovilizar políticamente: idealiza el pasado, clausura el futuro y transforma las injusticias actuales en males inevitables o, incluso, preferibles frente a lo desconocido. Enseñar filosofía en este contexto implica reabrir el espacio de la esperanza, pero no como consuelo ingenuo, sino como una práctica política crítica. La memoria histórica —como la de las utopías decimonónicas rescatadas por Rovira— puede ser una herramienta para combatir la nostalgia paralizante, no mediante la repetición literal de viejas fórmulas, sino como inspiración para imaginar lo que aún no existe, para imaginar lo posible. Ante la tentación de la resignación, la filosofía política puede ofrecer una narrativa distinta: una que reconozca el dolor del pasado sin convertirlo en refugio, y que reanime el deseo colectivo de construir futuros más justos.
Frente a estos problemas, la dimensión utópica constituye un componente esencial del pensamiento político. En El principio esperanza, Ernst Bloch sostiene que toda experiencia humana está atravesada por la aspiración de trascendencia, por un impulso utópico que permite entrever posibilidades en el presente. La esperanza, en este marco, no es ingenuidad, sino una forma de discernimiento que orienta la acción y la utopía es tanto una forma de conocimiento como una fuerza de intervención, pues selecciona las alternativas emancipadoras que se abren en cada época.
La educación en filosofía política nos abre la puerta a este legado. En lugar de nuestros estudiantes asuman el desencanto como destino inevitable, podemos ofrecer herramientas críticas para comprender las causas del malestar contemporáneo y, al mismo tiempo, cultivar su imaginación política. Pensar utopías no significa escapar de la realidad, sino aprender a nombrar lo que falta, a imaginar lo que aún no es. En este presente saturado por la nostalgia y por discursos apocalípticos, reintroducir la esperanza como categoría política es un acto radical.
Conclusión
Frente a estos desafíos, la filosofía se erige no solo como una disciplina académica, sino como una manifestación tangible de la libertad en una sociedad democrática. Al cultivarla, los estudiantes no solo aprenden a identificar inconsistencias e injusticias, sino que también asumen una postura activa y responsable frente al mundo que habitan. En este marco, la enseñanza de la filosofía política —o incluso de la ética, cuando se aborda desde esta perspectiva— en el bachillerato ofrece a los y las jóvenes un conjunto de herramientas fundamentales para comprender, interpretar y transformar su realidad. Estas herramientas, lejos de ser neutras, están orientadas por ideales éticos como la justicia, la dignidad humana, la equidad y la libertad. La filosofía, en este sentido, tiende un puente entre esos ideales y las prácticas ciudadanas, transformando la reflexión en compromiso, y la formación intelectual en una forma concreta de participación democrática.
En este marco, nuestra labor adquiere un papel central en las aulas. No como una actividad distante de la vida cotidiana, sino como un espacio en el que se problematizan los fundamentos del poder, las normas de convivencia y los marcos de sentido que estructuran nuestras sociedades. Es precisamente en este ejercicio de problematización donde se cultiva la ciudadanía, entendida no como una categoría meramente legal o formal, sino como una práctica activa, reflexiva y ética. Una ciudadanía que va más allá del voto o de la obediencia normativa, y que implica el cuestionamiento de las autoridades injustas, la denuncia de las estructuras de exclusión y la participación en los asuntos comunes desde principios de justicia.
En tiempos de desencanto y repliegue individual, podemos reactivar la imaginación moral y política, restituir a las personas el derecho a soñar con un orden distinto y a participar activamente en su construcción. Esto es especialmente crucial en la formación de jóvenes, quienes a menudo se encuentran entre el cinismo de los discursos adultos y la precariedad de sus horizontes de posibilidad. Ante este panorama, la filosofía no debe presentarles un mundo acabado, sino abierto, colmado de tensiones, contradicciones y posibilidades por construir.
Así entendida, la enseñanza de la filosofía política no se limita a un contenido curricular, sino que se convierte en una práctica pedagógica transformadora. Una práctica que reconoce la dignidad del estudiante como sujeto capaz de pensar por sí mismo, invitándolo a vincular esa capacidad con su vida concreta, su entorno comunitario y los desafíos colectivos de su tiempo. Desde esta perspectiva, la escuela deja de ser solo un espacio de transmisión de saberes para convertirse en un lugar de formación de conciencia y acción pública.
Por ello, pensar críticamente, desde y con la filosofía política, es un acto profundamente democrático y esperanzador. Es afirmar que la ciudadanía no surge espontáneamente, sino que se cultiva con cuidado y dedicación; que la ética no es un ideal abstracto, sino una guía para actuar frente a lo que duele, oprime y excluye. Y que educar, lejos de ser una preparación para adaptarse al mundo tal como es, puede —y debe— ser una invitación a imaginar, desde la razón y la sensibilidad, un mundo mejor. Así, la filosofía política se convierte no solo en puente entre ética y ciudadanía, sino en el cimiento pedagógico de una vida democrática plena, crítica y comprometida.
*Conferencia pronunciada en el marco del Congreso Nacional, "La necesidad de la Filosofía en el Bachillerato del Siglo XXI" organizado por la Subsecretaría de Educación Media Superior de la SEP y el Comité Nacional en Defensa de la Filosofía (CONADEFI).
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