Francisco Prieto, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2019.
Víctor García Salas
La señal que te pido es ésta, Señor...
Sé que no es lógico pedirte una señal,
pero una verdadera existencia, nunca es lógica.
Antonio De Petro, Dies irae
Pero la novela ahí está y es la misma,
una existencia, en cambio,
ya no vuelve a ser la misma.
Francisco Prieto, Una réplica
En la nota añadida a la edición definitiva de Nuestra Señora de París (1832), escribe Víctor Hugo: “Una novela nace, según él, de una forma, en cierto modo necesaria, y ya con todos sus capítulos, y un drama nace ya con todas sus escenas. No se crea que queda nada al arbitrio en las numerosas partes de ese todo, de ese misterioso microcosmos que se llama drama o novela”. Una vez terminada la obra, está terminada, una vez que la criatura ha lanzado su primer grito, ya no hay nada qué hacer, ha nacido, pertenece, dice Hugo, al aire y al sol, y su padre, o madre, ha de dejarla vivir o morir tal cual es, “injerto o soldadura prenden mal en obras de este carácter que deben surgir de un impulso único y mantenerse sin modificaciones”.
Esto acaece con las novelas, con los dramas, y acaso con todo lo que ha habido y hay en el universo, salvo el hombre. “Pero tú: necesitarás”, dice Giovanni Riva, “de quien te recoja y perdone, no eres / como la hierba que crece. Que muere / fiel a su lugar y no perturba / Su inmenso diseño”. Y es que el hombre, según Max Scheler, no sólo tiene un lugar en el universo, tiene además puesto, y éste lo tiene por el espíritu. Sin entrar en demasiadas consideraciones sobre todo lo que esto implica en Scheler, hay que decir que el hombre es consciente de sí, que esté donde esté, el mundo se le aparece centrado en él, y que es libre, o como dice el protagonista de nuestra novela, Damián, “Finalmente, uno cultiva aquello que se le ha metido, vaya a saber por qué, en el alma consciente al cabo de los años de que elegir, como proponía Gide, es renunciar” (p. 12). Podemos elegir, ésta es la esencia de la ética, de la moral, del conocimiento del bien y el mal, la esencia de la cultura y de la civilización (otra patria): podemos decir “no”.
En el fondo, esto es lo que subyace como punto de partida de Una réplica: “He conocido, a lo largo de esta existencia mía que ha llegado al cenit, lo mejor que un ser humano puede asumir: da lo mismo ser de un lado que de otro; que uno debe, sin embargo, refrendar lealtades con sus próximos naturales, con los amigos que ha elegido y que lo han elegido; que uno debe, por tanto, construir una carta de principios y concienciar una ética”. Y ésta será una otra patria más grande aún: “A partir de este momento, la ética asumida estaría por encima de supuestos deberes con la nacionalidad que se sustenta, respecto de la iglesia, si fuere el caso, que se sirve, con la cultura y las culturas constituyentes e, incluso, aquellos con quienes uno se ha comprometido existencialmente” (p. 12).
Damián, nuestro protagonista y narrador, es un hombre, pues, que ha encontrado su lugar y su puesto en el universo, la libertad, y, por ende, ha construido su vida desde sí mismo, un hombre auténtico, aunque también por eso, lleno de contradicciones: “uno si es auténtico no le queda de otra sino contradecirse” (p. 95). Es, además, un hombre que ha descubierto el nosotros (una otra patria más): “La compañera de toda una vida, más de cincuenta años de vivir juntos. Hace una decena de años se me reveló que yo ya no hablaba solo, hablaba desde un nosotros, yo ya no era sólo yo” (p. 25).
Es éste el hombre, pues, que, “en busca de una historia, de esa novela que [se] debía a sí mismo y que no había tenido el valor de inventar” (p. 25), cincuenta años después de haberla abandonado, emprende el viaje de regreso a su ciudad natal, a Ciudad Malangar, en la isla de Nueva Canaria.
En la cuarta de forros se puede leer: “Con un tono entre nostálgico y crítico”, yo diría que más crítico que nostálgico, esa distancia crítica que, como escribe el propio novelista en el prólogo de Dies irae, va labrando el paso de los años, “Francisco Prieto nos presenta a este personaje que reconstruye su vida a través de la escritura”. Vale la pena hacer aquí un paréntesis. En Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre el fascismo y el humanismo, Rob Riemen nos recuerda que el espíritu humano no puede ser expresado y capturado en teorías y definiciones; que el conocimiento de éste, el espíritu, corresponde a una verdad distinta, una verdad que la ciencia no puede conocer porque es una verdad meta-física; que la ciencia nos ofrece conocimiento, pero ni un atisbo de autoconocimiento; que la literatura, la historia, la filosofía, la teología no saben de definiciones o pruebas, ya que “Estas disciplinas cuentan historias, historias sobre lo que implica ser humanos, sobre las limitaciones humanas, mismas que nos definen como personas. Su verdad no es científica, pues la verdad que ofrecen es metafísica”. No es, pues, de extrañar que sea la escritura (Damián es un novelista) la forma de reconstruir la vida, de conocerse, de ir haciéndose persona, de ir encontrando una orientación radical. No hemos de olvidar que el hombre mismo, como nos recuerda Ortega y Gasset, es metafísica: es radical desorientación y, por ende, radical búsqueda de orientación. Más temprano que tarde, el hombre ha de habérselas con su pasado, su presente [tiempo desde el cual se cuenta Una réplica: “Pero volvamos al presente de la novela que se vuelve el presente de la escritura” (p.77)] y su futuro, para lo que es menester la radical orientación, o búsqueda de ella. Por lo demás, es también desde esta realidad que cobra sentido la pregunta que el protagonista se hace una y otra vez: “¿A qué vine?”.
Ahora bien, si regresamos a la cuarta de forros, ésta sigue diciendo “es una historia que interpela al lector, mezclando la memoria con las acciones actuales. Una réplica es un juego de espejos, donde el narrador se desdobla y fue, es y será a un mismo tiempo”. Nos interesa aquí subrayar la interpelación al lector, pues es algo que Francisco Prieto hace desde tiempo atrás en sus novelas y que ha permitido una complicidad única entre personajes, escritor y lector. En Una réplica, casi desde el inicio, y entre otras muchas interpelaciones, se encuentra ésta: “Escribo para los que necesiten, y sé que existen, ahondar la experiencia del despojo, de las pérdidas que nos han sido impuestas. Un escritor que no escriba movido por un grito del corazón, una necesidad fervorosa de comunicar, no vale nada. Descúbrelo tú, lector, ya que, de otra manera, no serías de mi tribu” (p. 56).
Se trata, en este caso, de la experiencia del despojo y de las pérdidas impuestas por la revolución y la consecuente implementación del comunismo en la isla de Nueva Canaria. El análisis sobre los regímenes totalitarios que hace aquí y allá nuestro protagonista y narrador, Damián, es de lo más profundo e interesante, pero él no está ahí para esto. “¿A qué vine?”, es la pregunta. El pasado, de timidez enfermiza y asfixiante encierro en sí mismo, por diferentes motivos, ha sido gloriosamente superado. ¿Por qué, pues, está ahí? No son pocas las respuestas a esa pregunta y, entre ellas, ésta: “Vine para constatar una distancia, para cerciorarme de que esta tierra, en efecto, no era la mía, para ser habitado por el odio, la vitalidad del odio que prolongara mis ganas de vivir en una nueva novela que me hiciera, paradójicamente, afirmar lo a gusto que estoy con mi vida cotidiana” (p. 239).
Empero, esta intención, este deseo, se verá truncado por el encuentro con una antigua novia, Graciela, su primera novia, con la que, dice Damián, seguramente se hubiera casado de no haber pasado todas esas cosas que pasaron: “Para ti, regresar es un acto de amor. Para mí la búsqueda de las razones del odio. Creo que a eso vine pero sucedió lo último que hubiera podido imaginar: encontrarte a ti” (p. 239). Es el imprevisto, ¿el Imprevisto?, que salva, que permite encontrar el verdadero sentido de nuestra historia, de nuestro pasado: “De pronto, ¡una carta de Graciela! Venzo escrúpulos; el novelista no es un político ni un hombre de conveniencias al uso. Mi novela toma un cauce que le da su sentido verdadero” (p. 195).
Damián tiene ahora, pues, la oportunidad de leer, de manera completa, su historia, su pasado y, en su caso, crear amistad con él para así, finalmente, darle la vuelta a la página: “Gracias por acordarte de mí, hay que dar vuelta a la página cuando se ha leído completa” (p. 244).
Francisco Prieto es comunicador, dramaturgo, ensayista, pero, por encima de esto, un novelista. Al final de la cuarta parte de la novela, “El narrador y su pasado”, nuestro protagonista, Damián, escribe: “Y puesto que ella llevaba ya un buen tiempo me conduciría a mis paseos como Virgilio condujera a Dante. Lástima que Nueva Canaria no daba para un escenario dantesco, que ella no fuera siquiera un poeta menor y yo ni siquiera la sombra del florentino”. La quinta parte iniciará, precisamente, con “En busca de Virgilio”. Pero lo que nos interesa acentuar, con todas sus diferencias, es que, si bien es cierto que Francisco Prieto no es un poeta, no es menos cierto que se ha convertido en un gran discípulo del poeta florentino en una cosa: su capacidad de esencializar. Francisco Prieto es un maestro describiendo, esencializando; sabe, como hiciera Dante en su Comedia, transportarnos (en este caso a Ciudad Malangar) y hacernos conocer lugares y personas, personajes, así, en unas cuantas líneas, en unos cuantos rasgos esenciales o actos definitorios.
Todo esto hace que, como ya lo dijera Alberto Ruy Sánchez, unas de las narrativas más interesantes que se escriben actualmente en México sea sin duda la de Francisco Prieto. Dice Ruy Sánchez: “Obra para sensibilidades nuevas, para inteligencias abiertas: obra, tal vez, para las generaciones que vienen o, simplemente, para quienes sean capaces de encontrar lo que es sutilmente distinto entre lo que parece conocido”. Y es que Francisco Prieto nunca se queda en la superficie, en la acción que avanza escava y, escavando, toca siempre elementos nodales de la condición humana. Por esta razón, sus novelas, continúa Ruy Sánchez, “son ‘novelas de la condición humana’ a la manera de Albert Camus o de Cesare Pavese, de George Bernanos o de François Mauriac, como no se había hecho nunca en nuestra literatura”. Yo sumaría a esta lista a Graham Green, y añadiría que a la manera de Camus y de Pavese por lo que hay en éstos de profunda honestidad y autenticidad, y a la manera de Bernanos, Mauriac y Green, por lo que hay en éstos de cristianismo, pues las novelas de Prieto, como las de aquellos, nos enfrentan muchas veces con abismos que sólo el cristianismo nos permite sondear.
De hecho, si aplicamos el mismo criterio que aplica Charles Moeller, en Sabiduría griega y paradoja cristiana, para comparar y juzgar las obras de los clásicos griegos con las de Shakespeare, Racine y Dostoiewski, hay que subrayar que la influencia del cristianismo es realmente fundamental. Dice Moeller: “un drama de Shakespeare, una tragedia de Racine, una novela de Dostoiewski, son incomparablemente más humanos, más ricos, más bellos que todo lo que produjo Grecia, no porque sus autores fueran más geniales, sino porque se dejaron influir por el cristianismo”. Aplica esto, creo yo, a la obra toda de Paco Prieto: gran parte de la humanidad, riqueza y belleza de la obra de Prieto está en esta influencia. Continúa Moeller: “En la base del humanismo hay que poner el rescate, el perdón divino y, por ende, la confesión de nuestra miseria, de nuestra malicia, pero, una vez hecha esta opción, lo demás se nos da centuplicado”.
No nos queda sino, de verdad, congratularnos con Una réplica, la decimotercera novela de Francisco Prieto.
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