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Sade, de las catacumbas a la academia: Por Octavio Paz



Octavio Paz






En 1786 Donatien Alphonse Francois, marqués de Sade, cumplía su octavo año de prisión; en 1986, Jean-Jeacques Pauvert anuncia una nueva edición de sus obras, en doce volúmenes. Estas dos cifras comprendían su extraña carrera: veintisiete años en distintas cárceles y en un asilo de locos, manuscritos destruidos, libros secuestrados y, no obstante, un lento ascenso del subsuelo de la literatura a los gabinetes secretos y de éstos a las revistas de vanguardia, hasta llegar a las academias y las aulas universitarias.



La ascensión póstuma de Sade habría sido imposible sin los trabajos de un gran poeta, Guillaume Apollinaire, y de un crítico erudito e inteligente, Maurice Heine. Sin ellos y sin los surrealistas, que hicieron de la figura de Sade un emblema de rebeldía. La reivindicación ha sido completa: la célebre colección La Pléiade publicará sus obras en varios tomos, Pauvert prepara una nueva biografía y se nos informa que las nuevas ediciones de sus libros serán enriquecidas con textos inéditos en poder de un descendiente del escritor, el actual conde de Sade. Conocí a este último, hace muchos años, por mediación del poeta Jacques Charpier y de Gilbert Lely, autor de una biografía de Sade, editor de varios de sus manuscritos y de un notable volumen de su correspondencia, L'Aigle, Mademoiselle… (1949). Xavier Sade era un joven provenzal de ojos vivos y gestos vehementes que acababa de descubrir, con una mezcla de júbilo y de incredulidad, que el nombre de su antepasado, causa de vergüenza para su familia desde hace más de cien años, era visto con admiración e incluso con reverencia por las nuevas generaciones de letrados franceses.



La boga de Sade me deja perplejo. Cierto, es un triunfo de la inteligencia sobre los prejuicios y los miedos ancestrales: Sade es un autor que merece ser leído. ¿Es un autor peligroso? No creo que haya escritores peligrosos; mejor dicho, el peligro de ciertos libros no está en ellos mismos sino en las pasiones de sus lectores. Además, Sade es un autor austero y sus obras buscan más la aprobación de nuestros juicios que la complicidad de nuestros sentidos. Sade no quiso conmover, exaltar o convertir: quiso convencer. En una nota destinada a la redacción final de Les 120 Journées de Sodome, se da a sí mismo esta regla: mezcla siempre la moral a la descripción de las orgías. El título de unos de sus libros lo define: La Philosophie dans le boudoir. Al mismo tiempo, gran parte del atractivo que ha ejercido esta obra desmesurada sobre muchos y altos espíritus depende precisamente de su inmenso poder subversivo. Si desaparecen las prohibiciones y los anatemas, ¿no desaparece también la subversión?



Una noche, durante un largo paseo, Georges Bataille, inquieto ante la popularidad creciente de la llamada “liberación sexual”, me dijo: “El erotismo es inseparable de la violencia y la transgresión; mejor dicho, el erotismo es una infracción y si desapareciesen las prohibiciones, él también desaparecería. Y con él los hombres, al menos tal como los hemos conocido desde el paleolítico…” No lo creo. El erotismo es algo más que violencias y laceraciones. Más exactamente: algo distinto. El erotismo pertenece al dominio de lo imaginario, como la fiesta, la representación, el rito. Precisamente por ser un ritual —una y otra vez inventado y representado por los hombres y las mujeres— colinda en alguna de sus dimensiones con la violencia y la transgresión. En casi todos los rituales aparece, real o simbólico, el sacrificio.



Sin embargo, Bataille no se equivocaba: ciertas obras pierden gran parte de su poder sobre nosotros si se les retira el poderoso y ambiguo incentivo de la prohibición. La obra de Sade nos asombra todavía tanto por la inmensidad de sus negaciones como por el radicalismo monomaníaco de su afirmación central: el placer es el agente de guía y mueve los actos y los pensamientos de los hombres y de las mujeres; el placer es intrínsecamente destructor. Esta idea no era nueva cuando Sade la formuló y, sobre todo, es una idea discutible. La interdicción que pensaba sobre sus obras impedía que fuese comprendida cabalmente y discutida. Al levantarse la prohibición, ya no es sino una opinión más entre las otras. Lo mismo ocurre con las innumerables variaciones y ejemplos atroces con que ilustra su doctrina: han acabado por transformarse en catálogos de perversiones sexuales y en una combinatoria de posturas. Al dejar de sorprendernos, cesan de escandalizarnos. De la catacumba a las aulas: ¿Sade se volverá un autor inocuo? No lo sé. Tampoco sé lo que quedará de esa obra inmensa y monótona. Tal vez una ruina, melancólica como todas las ruinas, hecha no de un montón de piedras rotas sino de miles y miles de páginas en las que se despliega, incansable, a través de laboriosas invenciones e incontables repeticiones, un delirio frío y razonante.





* Texto publicado originalmente en Sade: Un más allá erótico

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