Adolfo Sánchez Vázquez[1]
Volvamos ahora a la pregunta inicial: ¿por qué o para qué enseñar filosofía? La respuesta deriva de la necesidad misma de la filosofía.
La filosofía ha cumplido siempre una función social: desde el momento que contribuye a una aceptación o rechazo del mundo; o también –cómo decíamos antes— a dejarlo como está o transformarlo. La filosofía contribuye a ello al señalar el puesto del hombre en su relación con el doble ámbito en que discurre la vida humana: la naturaleza y la sociedad (relación del hombre con la naturaleza y la sociedad y relaciones sociales, a través de ella, entre los hombres).
Y esto explica que las clases sociales nunca se hayan considerado indiferentes o neutrales ante la actividad filosófica. Y ello es así porque al señalar el modo de instalarse el hombre en esos ámbitos, y su actividad ante ellos, la filosofía toca directa o indirectamente problemas que afectan a la vida social e incluso la práctica política.
No nos proponemos entrar ahora en el contenido temático que se haya de enseñar. Esto lo harán los profesores de las materias respectivas, tratando de conjugar la necesidad de tocar los aspectos esenciales para las más diversas posiciones filosóficas y el principio de la libertad de cátedra que rige nuestra Universidad, tanto para los profesores como para los alumnos. Pero sí quisiera decir algunas palabras acerca del estilo o modo de presentar ese contenido.
En primer lugar, hay que esforzarse por exponer las ideas con la mayor claridad posible. Se ha dicho que “la claridad es la cortesía del filósofo” (Ortega y Gasset); pero yo diría que más que una cortesía, en la clase es un deber.
Desconfiad de quienes pretenden hacer pasar por densidad y profundidad de un pensamiento la oscuridad con que lo presentan. Siempre me ha parecido que quien expone oscuramente es porque comprende oscuramente. Si la exposición no es clara, es porque las ideas no están claras para quien las expone.
Naturalmente, está claridad no se alcanza sin más: es una conquista. Requiere dominio de la materia, preparación, pero también dominio y preparación del modo como las ideas tienen que ser expuestas, sopesando bien las posibilidades que ofrecen a quienes han de recibirlas. En cuanto al enfoque filosófico, creo que por honestidad intelectual no hay que ocultar el punto de vista propio. Ahora bien, no debe ser presentado de manera demasiado ostensible, proclamando a cada momento.
Pero en filosofía hay que tomar posición, y un maestro que carece de ella o trata de ocultarla no hará más que llevar la confusión al alumno. Por otro lado, no hay que perder de vista que la “neutralidad” o “asepsia” filosóficas, aunque se crea sinceramente en ellas, resulta imposible dada la imposibilidad de arrojar por la borda el peso ideológico con que carga toda filosofía.
Y si se trata de escapar a una posición, nada más estéril que el intento de lograrlo tratando de picotear aquí y allá o de hacer una especie de mezcla o coktail filosófico. Éste es el intento frustrado del eclecticismo. No es casual que las épocas más pobres o menos creadoras en la historia de la filosofía sean aquellas en que ha dominado el eclecticismo. Pero la posición que se asuma debe ser argumentada, fundada y puesta en confrontación con posiciones diversas e incluso opuestas.
Lo que dice Engels de la obra de arte puede aplicarse plenamente a la filosofía y su enseñanza. Todo arte es tendecioso, pero la tendencia debe brotar de la misma obra y no como algo exterior o impuesto por ella.
El profesor, a su vez, no sólo no debe tratar de imponer su tendencia al alumno sino que debe proporcionarle con la presentación de otros puntos de vista y con la recomendación de las lecturas correspondientes, la posibilidad de contrastar diferentes posiciones y de llegar a una posición propia.
Evitar el dogmatismo.
Así se evita caer en el dogmatismo: dar status de dogma a lo que debe ser fundado, argumentado y discutido. El dogmatismo es incompatible con la ciencia, ya que cierra el camino al conocimiento.
La clase no debe convertirse en el escenario de una batalla ganada, aunque el profesor la considere ganada para sí, sino una batalla de las ideas en la cual han de participar los alumnos. El sectarismo consiste precisamente en creer que lo que ya está ganado para uno lo está también, por eso mismo, para los demás.
Sólo eliminándolo se puede dar autoridad a la filosofía que se profesa, autoridad que proviene de demostrar, con nuestras demostraciones, que es la filosofía más adecuada. Aunque estemos convencidos del error de otras posiciones y de la verdad de la nuestra, no perdamos de vista que no hay verdad absoluta, que la verdad es un proceso en el cual nos acecha también a nosotros el error. Y he ahí la importancia —tanto en la investigación como en la enseñanza filosófica— de someter a crítica no sólo las posiciones ajenas sino también las afines a las nuestras y de someter también las nuestras a una constante autocrítica: Marx es, a este respecto, un caso ejemplar.
La crítica y la autocrítica constituyen la garantía más firme para que, al sostener nuestra posición filosófica, no se incurra en los defectos antes señalados y, por consiguiente, para contribuir a que la filosofía que asumimos como nuestra sea, tanto para nosotros como para nuestros alumnos, un pensamiento vivo.
De ahí también la importancia de no conformarse con esos comentarios de ideas que son los comentarios al uso, ni con las versiones simplistas o de trasmano de un autor. Hay que ir por ello a los textos, al menos a los más significativos, para poder entrar —poniéndolos en su contexto histórico— en el pensamiento vivo del autor.
En conclusión: tratemos de poner la enseñanza de la filosofía a la altura de la necesidad de la filosofía misma, de la importante función no sólo teórica y académica sino ideológica y social que ha cumplido históricamente y que hoy puede y debe cumplir.
[1] Texto publicado en 1976, recopilado en el libro Ensayos marxistas sobre filosofía e ideología, en ed. Oceano.
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