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¿Por qué estudiar el poder?, I. La cuestión del sujeto*



Michel Foucault.






Las ideas que me gustaría exponer ahora no pretenden pasar por una teoría o metodología. Primero quisiera señalar cuál ha sido el objetivo de mi trabajo durante estos últimos veinte años. No ha sido analizar los fenómenos del poder, ni poner las bases de tal análisis. He intentado hacer una historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano que se han dado en nuestra cultura; desde esta perspectiva he abordado tres modos de objetivación que transforman a los seres humanos.



Primero están los diferentes modos de investigación que tratan de acceder al estatus de ciencia; pienso, por ejemplo, en la objetivación parlante en gramática general, en filología y en lingüística. O bien, siempre en este primer modo, en la objetivación del sujeto productivo, del sujeto que trabaja, en economía y en el análisis de las riquezas. O también, para dar un tercer ejemplo, en la objetivación por el sólo hecho de estar vivos en historia natural o en biología.



En la segunda parte de mi trabajo, he estudiado la objetivación del sujeto en lo que llamaría las “prácticas dividentes”. El sujeto se encuentra ya sea escindido en su interior, ya escindido en los otros. Este proceso lo convierte en objeto. La división entre el loco y el hombre cuerdo, el enfermo y el individuo de buena salud, el criminal y el “muchacho amable”, ilustra esta tendencia.



Por último, he intentado estudiar —éste es mi trabajo en curso— la manera en que un ser humano se transforma en sujeto; he orientado mis investigaciones hacia la sexualidad, por ejemplo —la manera en que el hombre aprendió a reconocerse como sujeto de una “sexualidad”.



No es por tanto el poder sino el sujeto, lo que constituye el tema general de mis investigaciones.



Es cierto que he tenido que interesarme de cerca en la cuestión del poder. Rápidamente me pareció que si el sujeto humano está atrapado en relaciones de producción y relaciones de sentido, igualmente se encuentra atrapado en relaciones de poder de una gran complejidad. Ahora bien, nosotros contamos, gracias a la historia y a la teoría económica, con instrumentos adecuados para estudiar las relaciones de producción; asimismo, la lingüística y la semiótica ofrecen instrumentos para el estudio de las relaciones de sentido. Pero en lo que respecta a las relaciones de poder, no existe ningún instrumento definido, recurrimos a maneras de pensar que se basan ya sea en modelos jurídicos (¿qué es lo que legitima el poder?), ya en modelos institucionales (¿qué es el Estado?).



Por lo tanto, era necesario ampliar las dimensiones de una definición del poder si se quería utilizar esta definición para estudiar la objetivación del sujeto.



¿Necesitamos una teoría del poder? Puesto que toda teoría supone una objetivación previa, ninguna puede servir de base al trabajo de análisis. Pero no puede realizarse el trabajo de análisis sin una conceptualización de los problemas tratados. Y esta conceptualización implica un pensamiento crítico, una verificación constante.



Ante todo, es preciso asegurarse de los que llamaré las “necesidades conceptuales”. Con esta expresión quiero señalar que la conceptualización no debe fundarse en una teoría del objeto: el objeto conceptualizado no es el único criterio de validez de una conceptualización. Debemos conocer las condiciones históricas que motivan tal o cual tipo de conceptualización. Debemos tener conciencia histórica de la situación en la que vivimos.



En segundo lugar, debemos asegurarnos del tipo de realidad que debemos confrontar. Un periodista de un importante diario francés manifestaba un día su sorpresa. “¿Por qué tanta gente se plantea la cuestión del poder en la actualidad” ¿Es éste un tema tan importante? ¿Y tan independiente que se pueda hablar de él sin tener en cuenta otros problemas?”






Tal sorpresa me dejó estupefacto. Me resulta difícil creer que hayamos tenido que esperar hasta el siglo XX para plantear esta cuestión. De todos modos, para nosotros el poder no es sólo cuestión histórica, sino algo que forma parte de nuestra experiencia. Sólo utilizaré como prueba esas “dos patologías”, esas dos “enfermedades del poder”, que son el fascismo y el stalinismo. Una de las numerosas razones por las que son tan desconcertantes para nosotros, es que a pesar de su singularidad histórica no son del todo originales. El fascismo y stalinismo utilizaron y difundieron mecanismos ya presentes en la mayoría de las sociedades. No sólo eso, sino que, a pesar de la locura interna, en gran medida utilizaron ideas y los procedimientos de nuestra racionalidad política.



No hace falta una nueva economía de las relaciones de poder —y utilizo el término “economía”— en su sentido teórico y práctico. Para expresar las cosas de otra manera: desde Kant, la función de la filosofía es impedir a la razón que exceda los límites de lo que se da en la experiencia; pero también desde aquella época —es decir, desde el desarrollo del Estado moderno y de la gestión política de la sociedad— la filosofía tiene también la función de vigilar los poderes excesivos de la racionalidad política. Y esto es pedirle mucho.



Estos son hechos extremadamente banales que todo el mundo conoce. Pero no debemos desconocer su existencia por el hecho de que sean banales. Lo que hay que hacer con los hechos es descubrir —o por lo menos intentar descubrir— qué problema específico, y quizá original, está ligado a ellos.



La relación entre la racionalización y los excesos del poder político es evidente. Y no fue necesario esperar el advenimiento de la burocracia o de los campos de concentración para reconocer la existencia de estas relaciones. Pero el problema consiste entonces en saber qué hacer con un hecho tan evidente.



¿Vamos a hacer el “juicio” a la razón? En mi opinión, no hay nada más estéril. En primer lugar, porque en este terreno no existe ni culpa ni inocencia. En segundo lugar, porque es absurdo invocar la “razón” como la entidad contraria de la no-razón. Y, finalmente, porque un proceso semejante sería una trampa que nos obligaría a adoptar el papel arbitrario y tedioso del racionalista o del irracionalista.



¿Vamos a analizar este tipo de racionalismo que al parecer es específico de nuestra cultura moderna y que encuentra su punto de anclaje en la Aufklärung? Éste fue el acercamiento de algunos miembros de la escuela de Francfort. Mi propósito no es emprender una discusión sobre sus obras —que son muy importantes y de gran valor—, sino proponer otra manera de analizar las relaciones entre la racionalización y el poder.



Sin lugar a dudas es más prudente no abordar globalmente la racionalización de la sociedad o de la cultura, sino más bien analizar ese proceso en diversos terrenos —cada uno de ellos tiene sus raíces en una experiencia fundamental: locura, enfermedad, muerte, crimen, sexualidad, etcétera.



Pienso que el término “racionalización” es peligroso. Lo que hay que hacer es analizar racionalidades especificas más que invocar incesantemente los progresos de la racionalización en general.



A pesar de que la Aufklärung fue una fase muy importante de nuestra historia y del desarrollo de la tecnología política, creo que es preciso remontarnos a procesos más alejados si se quiere comprender a través de qué mecanismos nos convertimos en prisioneros de nuestra propia historia.



Quisiera sugerir aquí otra manera de avanzar hacia una nueva economía de las relaciones de poder, que sea a la vez más empírica, que renga una relación más directa con nuestra situación presente, y que implique más relaciones entre la teoría y la práctica. Este nuevo modo de investigación consiste en tomar como punto de partida las formas de resistencia contra los diferentes tipos de poder. O, para utilizar otra metáfora, consiste en utilizar esa resistencia como un catalizador químico que permita poner en evidencia las relaciones de poder, ver en dónde se inscriben éstas, descubrir sus puntos de aplicación y los métodos que utilizan. Más que analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna, se trata de analizar las relaciones de poder a través de la confrontación de las estrategias.



Por ejemplo, quizás sería necesario analizar lo que pasa en el terreno de la alineación para comprender lo que la sociedad entiende por “ser sensato”. Y, asimismo, investigar lo que ocurre en el terreno de la ilegalidad para comprender lo que queremos decir cuando hablamos de legalidad. Por otro lado, para comprender en qué consisten las relaciones de poder, quizá fuera preciso analizar las formas de resistencia y los esfuerzos desplegados para tratar de disociar estas relaciones.



Como punto de partida propondré una serie de oposiciones que se han desarrollado en estos últimos años: la oposición al poder de los hombres sobre las mujeres; de los padres sobre sus hijos; de la psiquiatría sobre los enfermos mentales; de la medicina sobre la población; de la administración sobre la manera en que vive la gente.



No basta con decir que estas oposiciones son luchas contra la autoridad; hay que tratar de definir con mayor precisión sobre la manera en que vive la gente.



1. Son luchas “transversales”; con ello quiero decir que no se circunscriben a un país particular. Es cierto que algunos países favorecen su desarrollo, facilitan su difusión, pero no están restringidas a un tipo particular de gobierno político o económico.



2. El objetivo de estas luchas son los efectos, como tales, del poder. Por ejemplo, no se le reprocha a la profesión médica ser una empresa con objetivo lucrativo, sino que sin control se ejerza un poder sobre los cuerpos, la salud de los individuos, su vida y su muerte.



3. Son luchas “inmediatas”, y esto por dos razones. Primero porque la gente critica la instancia del poder que les es más próxima, las que ejercen su acción sobre los individuos. No busca al “enemigo número uno” sino al enemigo inmediato. En segundo lugar, no creen que la solución a su problema pueda residir en un futuro incierto (es decir, en una promesa de liberación, de revolución, en el fin del conflicto de clases). En relación con una escala teórica de explicación o con el orden revolucionario que polariza el historiador, se trata de luchas anárquicas. Pero éstas no son sus características más originales. Su especificidad se define de la siguiente manera:



4. Son luchas que ponen en tela de juicio el estatus del individuo: por un lado, afirman el derecho a la diferencia y subrayan todo aquello que puede hacer a los individuos verdaderamente individuales. Por otra parte, atacan todo lo que puede aislar al individuo, separarlo de los otros, escindir la vida comunitaria, obligar al individuo a replegarse sobre sí y ligarlo a su propia identidad. Estas luchas no están exactamente en favor o en contra del individuo, pero se oponen a lo que se podría llamar el “gobierno por individualización”.



5. Estas luchas oponen una resistencia a los efectos del poder que están ligados al saber, a la competencia y a la calificación. Luchan contra los privilegios del saber. Pero también se oponen al misterio, a la deformación y a todo lo que puede ser mistificador en las representaciones que se imponen la gente.



No hay nada “cientista” en todo ello (es decir, ninguna creencia dogmática en el valor del saber científico), pero tampoco hay rechazo escéptico y relativista de cualquier verdad comprobada. Lo que se pone en tela de juicio es la manera en la que el saber circula y funciona, sus relaciones con el poder. En una palabra, el régimen del saber.



6. Por último, todas las luchas actuales giran en torno de la misma cuestión: ¿Quiénes somos? Son un rechazo a estas abstracciones, un rechazo a la violencia ejercida por el Estado económico e ideológico que ignora quienes somos individualmente, y también un rechazo a la inquisición científica o administrativa que determina nuestra identidad.



En resumen, el principal objetivo de estas luchas no es tanto atacar tal o cual institución de poder o grupo de clase o élite, sino atacar una técnica particular, una forma de poder.



Esta forma de poder se ejerce sobre la vida cotidiana inmediata que clasifica a los individuos en categorías, los designa por su individualidad propia, los liga a su identidad, les impone una ley de verdad que se ven obligados a reconocer y que los otros tienen que reconocer en ellos. Es una forma de poder que transforma a los individuos en sujetos. El término “sujeto” tiene dos acepciones: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia: sujeto ligado a su propia identidad por la conciencia o el conocimiento de sí. En los dos casos, este término sugiere una forma de poder que subyuga y somete.



Se puede decir, de manera general, que existen tres tipos de luchas: las que se oponen a las formas de dominación (étnicas, sociales, religiosas): las que denuncian las formas de explotación que separan al individuo de lo que produce; y las que combaten todo lo que liga al individuo consigo mismo y asegura de esta forma su sumisión con los demás (luchas contra el sometimiento, contra las diversas formas de subjetividad y de sumisión).



La historia prodiga ejemplos de estos tres tipos de luchas sociales, ya se produzcan de manera aislada o conjunta. Pero incluso cuando estas luchas se entremezclan, casi siempre predomina alguna. En las sociedades feudales, por ejemplo, prevalecen las luchas contra las formas de dominación ética, aun cuando la explotación económica hubiera podido constituir un factor de rebelión muy importante.



Fue en el siglo XIX cuando la lucha contra la explotación pasó a primer plano. Actualmente prevalece la lucha contras las formas de sujeción —contra la sumisión de la subjetividad—, incluso si las luchas contra la dominación y la explotación no han desparecido, por el contrario.





Tengo la impresión de que no es la primera vez que nuestra sociedad se ve confrontada a este tipo de lucha. Todos esos movimientos que tuvieron lugar en el siglo XV y XVI, que encontraron su expresión y su justificación en la Reforma, deben ser comprendidos como los índices de una crisis mayor que afectó la experiencia occidental de la subjetividad y de una rebelión contra el tipo de poder religioso y moral que había dado forma, durante la Edad Media, a esa subjetividad. La necesidad que se experimentaba de participar directamente en la vida espiritual, en la labor de la salvación, en la verdad del Gran Libro, pone de manifiesto una lucha por una nueva subjetividad.



Sé qué objeciones pueden hacerse. Se puede decir que todos los tipos de sujeción no son más que fenómenos derivados, consecuencias de otros procesos económicos y sociales: las fuerzas de producción, los conflictos de clases y las estructuras ideológicas determinan el tipo de subjetividad al que se recurre.



Es evidente que no se puede estudiar los mecanismos de sujeción sin tener en cuenta sus relaciones con los mecanismos de explotación y dominación. Pero estos mecanismos de sumisión no constituyen simplemente la “terminal” de otros mecanismos más fundamentales. Mantienen relaciones complejas y circulares con otras formas.



Este tipo de lucha tiende a prevalecer en nuestra sociedad debido a una nueva forma de poder político que se desarrolló desde el siglo XVI. Esta nueva estructura política es, como todo mundo sabe, el Estado. Pero, por lo general, el Estado es percibido como un tipo de poder político que ignora a los individuos, y que sólo se ocupa de los intereses de la comunidad o, debería decir, de una clase o grupo de ciudadanos escogidos.



Es totalmente cierto. Sin embargo, me gustaría subrayar el hecho de que el poder del Estado —y ésta es una de las causas de su fuerza— es una forma de poder a las vez globalizante y totalizadora. En la historia de las sociedades humanas, creo que nunca se ha encontrado, dentro de las mismas estructuras políticas, una combinación tan compleja de técnicas de individualización y de procesamientos totalizadores, ni siquiera en la antigua sociedad china.



Esto se debe al hecho de que el Estado occidental moderno integró, con una nueva forma política, una antigua técnica de poder que había surgido en las instituciones cristianas. Llamaremos a esta técnica de poder, el poder pastoral.



Y para comenzar, algunas palabras sobre este poder pastoral.



Con frecuencia se ha afirmado que el cristianismo creó un código de ética fundamentalmente diferente del código que prevalecía en el mundo antiguo. Pero en general se insiste en el hecho de que el cristianismo propuso y difundió en todo el mundo antiguo nuevas relaciones de poder.



El cristianismo es la única religión que se organizó como Iglesia. Y en tanto que Iglesia, el cristianismo postula como teoría que ciertos individuos son aptos, debido a su calidad religiosa, para que sirvan a otros, no como príncipes, magistrados, profetas, adivinos, benefactores o educadores, sino como pastores. Esta palabra designa una forma de poder muy particular.



1. Es una forma de poder cuyo objetivo final es lograr la salvación de los individuos en el otro mundo.



2. El poder pastoral no es simplemente una forma de poder que ordena: también debe estar listo para sacrificarse por la vida y la salvación del rebaño. En esto se distingue del poder soberano que exige un sacrificio por parte de sus vasallos para salvar el trono.



3. Es una forma de poder que no sólo se preocupa del conjunto de la comunidad, sino de cada individuo en particular, durante toda su vida.



4. Por último, no puede ejercerse esta forma de poder sin conocer lo que pasa por la cabeza de la gente, sin forzarla a revelar sus más íntimos secretos. Implica un conocimiento de la conciencia y una aptitud para dirigirla.



Esta forma de poder está orientada hacia la salvación (por oposición con el poder político). Es oblativa (por oposición al principio de soberanía) e individualizante (por oposición con el poder jurídico). Es coextensiva a la vida y a su prolongación; está ligada a una producción de la verdad —la verdad del mismo individuo.



Pero me dirán ustedes, todo eso pertenece a la historia; la forma pastoral, si no desapareció, por lo menos perdió esencial de lo que la hacía eficaz.



Es verdad, pero pienso que hay que distinguir dos aspectos del poder pastoral: la institucionalización eclesiástica que desapareció, o por lo menos perdió su fuerza desde el siglo XVIII, y la función de esta institucionalización que se propagó y desarrolló fuera de la instrucción eclesiástica.



Hacia el siglo XVIII se produjo un fenómeno importante: una nueva distribución, una nueva organización de este tipo de poder individualizante.



No creo que se pueda considerar al “Estado moderno” como una entidad que se desarrolló haciendo caso omiso de los individuos, ignorando quiénes son e incluso su existencia, en la cual los individuos pueden ser integrados con una condición: que se asigne a esta individualidad una forma nueva y que se le someta a un conjunto de mecanismos específicos.



En un sentido, se puede ver en el Estado una matriz de la individualización o una nueva forma de poder pastoral.



Quisiera agregar algunas palabras a propósito de este nuevo poder pastoral.



En el curso de su evolución se observa un cambio de objetivo. Se pasa de la preocupación de guiar a la gente a la salvación en el otro mundo a la idea de que es preciso asegurarla aquí. Y en este contexto el término salvación adquiere muchas acepciones: quiere decir salud, bienestar (es decir, nivel de vida aceptable, recursos suficientes), seguridad, protección contra los accidentes. Algunos objetivos “terrestres” reemplazan los objetivos religiosos de la pastoral tradicional, y esto con mayor facilidad, en la medida que esta última, por diversas razones, siempre se ha adjudicado algunos de estos objetivos de manera accesoria. Basta pensar en el papel de la medicina y en su función social que desde hace mucho tiempo tienen la iglesia católica y la protestante.



Conjuntamente se ha producido un reforzamiento de la administración del poder pastoral. En ocasiones, el aparato del Estado ejerció esta forma de poder o, por lo menos, una institución publica como la policía. No olvidemos que la policía fue inventada en el siglo XVIII no sólo para vigilar y mantener el oren y la ley y para ayudar a los gobiernos a luchar contra sus enemigos, sino para asegurar el suministro de las ciudades, proteger la higiene y la salud, así como todos los criterios considerados como necesarios para el desarrollo del artesano y del comercio. En ocasiones el poder fue ejercido por empresas privadas, sociedades de asistencia, benefactores y, de maneta general, por filántropos. Por otra parte, las instituciones antiguas, como por ejemplo, la familia, fueron también movilizadas para llenar funciones pastorales. Por último, el poder fue ejercido por estructuras complejas como la medicina, que incluía a la vez a instituciones privadas (la venta de servicios sobre la base de la economía de mercado) y algunas instituciones públicas como los hospitales.






Por último, la multiplicación de los objetivos y de los agentes del poder pastoral permitió que el desarrollo del saber sobre el hombre se concentrara en torno a dos polos: uno globalizante y cuantitativo, concernía a la población; el otro, analítico, concernía al individuo.



Una de las consecuencias es que el poder pastoral, que durante siglos —de hecho durante más de un milenio— había estado relacionado a una institución religiosa muy particular, se difundió repentinamente a todo el cuerpo social; encontró apoyo en un multitud de instituciones. Y, en lugar de tener un poder pastoral y un poder político más o menos ligado a otro, más o menos rivales, se observó cómo se desarrolló una “táctica” individualizante característica de toda una serie de poderes múltiples: el de la familia, de la medicina, de la psiquiatría, de la educación, de los empleados, etcétera.



A finales del siglo XVIII, Kant publica en un diario alemán —el Berliner Monatschrif— un texto muy corto, que lleva el título de: Was heisst Aufklärung? Durante mucho tiempo este texto se ha considerado —y aún se le considera— como relativamente menor.



Pero no puedo dejar de encontrar este texto sorprendente e interesante a la vez, porque por vez primera, un filósofo propone como tarea de la filosofía el analizar no solamente el sistema de los fundamentos metafísicos del saber científico, sino un acontecimiento histórico —un acontecimiento reciente, de actualidad.



Cuando Kant se pregunta en 1784, “Was heisst Aufklärung?”, quiere decir: ¿Qué sucede en este momento? ¿Qué nos pasa? ¿Qué es este mundo, este periodo, este momento preciso en el que vivimos?



O, para decir las cosas de otra manera: ¿Quiénes somos? ¿Quiénes somos, en tanto que Aufklärer, en tanto que testigos de este Siglo de las Luces? Comparemos con la pregunta cartesiana: ¿Quién soy? ¿Yo, en tanto que sujeto único, pero universal y no histórico? ¿Quién soy yo?, “yo”, pues Descartes es todo el mundo, en donde sea y en cualquier momento.



Pero la cuestión que plantea Kant es diferente: ¿Quiénes somos en este momento preciso de la historia? Esta cuestión analiza al mismo tiempo a nosotros y a nuestra situación presente. Este aspecto de la filosofía adquirió paulatinamente importancia. Piénsese en Hegel, en Nietzsche…



El otro aspecto, el de la “filosofía universal”, no ha desaparecido. Pero el análisis crítico del mundo en el que vivimos constituye cada vez más la gran tarea filosófica. Sin duda el problema filosófico más imprescindible es el de la época presente, lo que somos en este momento preciso.



Sin duda, el objetivo principal actualmente no es descubrir sino rechazar lo que somos. Debemos imaginar y construir lo que podríamos ser para desembarazarnos de esta “doble presión” política que son la individualización y la totalización simultaneas de las estructuras del poder moderno.



Se podría decir, como conclusión, que el problema, a la vez político, ético, social y filosófico, que se nos plantea actualmente es tratar de liberar al individuo del Estado y de sus instituciones, sino liberarnos a nosotros del Estado y del tipo de individualización que se relaciona con él. Debemos promover nuevas formas de subjetividad, rechazando el tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante muchos siglos.




*Conferencia publicada originalmente en el libro El poder: cuatro conferencias, editado por la UAM en 1989.

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