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Para leer La peste en días de peste

Fernando Broncano








Es difícil no encontrar citas en La peste que iluminen estos días. Parecería escrito para leer como un diario de la plaga del coronavirus. Pero no, fue escrito, como Albert Camus repitió, como una metáfora muy explícita de la sociedad en los días del fascismo. Si hoy leemos La peste literalmente es porque la equivalencia de guerra y peste se ha instalado ya en nuestra experiencia. Los medios de comunicación repiten “esto es una guerra”, los generales nos califican a todos los ciudadanos como “soldados”, el presidente del Gobierno advierte por la televisión que “no conocemos al enemigo” y la economía adopta formas de economía de guerra. Camus eligió la naturalización y el uso de una metáfora que viene del Génesis para rememorar, reconstruir y dar forma a la experiencia del fascismo que acababa de vivir el mundo, necesitado en esos momentos con urgencia de un relato terapéutico, un psicoanálisis literario porque solo la palabra alcanza a los negros caozos de lo no consciente y logra el exorcismo y el alivio. Muchas décadas después, Sebald elegirá la misma metáfora en La historia natural de la destrucción siguiendo a Walter Benjamin y a Kafka.


La peste tiene mucho en común con El proceso, El castillo y La metamorfosis, en las que Kafka acude a lo material de laberintos, espacios perdidos y mutaciones biológicas para hablar de un mundo absurdo. Camus se inspira en Kafka como Sebald en Benjamin. El estilo lo recuerda en la distancia emocional con la que son narrados los hechos así como la desubicación espaciotemporal, aunque se nombre la ciudad de Orán. Son esta distancia y la atmósfera de lo absurdo lo que hace de La peste una novela tan prolífica filosóficamente como los relatos de Kafka. La naturalización tiene un objetivo distinto al habitual. Mientras el darwinismo social, las metáforas del mercado, las biologizaciones del género y la raza buscan la justificación de lo que pasa, en Kafka, Benjamin y Camus se declara una lucha cósmica contra la creación, contra las fuerzas que por su carácter histórico adquieren la dimensión telúrica de transformaciones de la historia. Piotr Kropotkin, el príncipe anarquista y revolucionario, adoptará la misma estrategia de naturalizar las fuerzas de la luz en El apoyo mutuo, enfrentándose la Darwin y poniendo la cooperación como la energía conductora de la evolución.


La peste es, claro está, un relato de muerte. La mortandad es narrada, sin embargo, con la fría objetividad de los médicos, o más precisamente, con la mirada impávida de los coroneles de estado mayor que dan cuenta de la lista de bajas. Tarrou, el personaje central de la novela junto al médico Rieux, que se desvelará al final como el narrador de la historia, dice en algún momento que lo único que queda es la contabilidad. Camus solamente pierde la objetividad cuando el relato lo necesite, cuando tiene que enfrentarse al discurso del Padre Paneloux que desde su púlpito catedralicio ha declarado la plaga como un castigo de Dios. Camus hace asistir a los personajes centrales, incluido el jesuita, a la terrible agonía y muerte del pequeño hijo de Otho, el juez. Sentimos los temblores del niño, sus gritos, el llanto colectivo de la sala del hospital que, por un tiempo, olvida sus propios dolores para convertirse en un coro de lamentos. Camus necesitaba este desbordamiento emocional como venganza contra el discurso teológico del mal. Una venganza que cumple a continuación condenando a Paneloux a una muerte en soledad y abandono. Los existencialistas sostienen, sostenemos, que el espectáculo de la crueldad y el daño es el argumento definitivo contra las hipótesis teológicas de la Providencia.



Dejando a un lado el espectáculo cósmico de la muerte, el relato ser organiza alrededor de dos polos de opresión y resistencia: el confinamiento y la soledad frente al compromiso y la colaboración sin esperanza ni desmayo en la lucha contra la plaga. El confinamiento, la soledad y la ruptura de los lazos afectivos es el hilo que recorre la novela. Camus, como luchador de la Resistencia, de hecho héroe (dirigió Combat, un periódico clandestino que agrupaba a varias corrientes de la resistencia, una de las funciones más peligrosas en el París ocupado), nos cuenta cómo es la experiencia de la soledad el fétido aire que despide el fascismo cuando ocupa el poder:


Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.


Esta atmósfera de exilio y confinamiento es relatada con un artificio estructural: La peste es ante todo un relato de hombres, varones, en soledad. Las mujeres están ausentes, alejadas por el confinamiento, como a Rieux y Rampert, han abandonado a los protagonistas como al viejo Grand, o no están en su vida, como Tarrou. No es un desliz inconsciente sexista de Camus. Al igual que en Kafka, las mujeres tienen un papel esencial. En Kafka son una existencia alternativa al absurdo, son las depositarias del humor y del amor. También en Camus, aunque por ausencia. En 1946, en el tiempo de redacción de la novela, publicada en 1947, anota en su viaje por Estados Unidos: “Peste: un mundo sin mujeres y por ello irrespirable”. Mucho más tarde, Klaus Theweleit recogió documentación en la forma de cartas, postales y diarios de los Freikorps, que serían la base del partido Nazi, y reconstruyó su mundo imaginario donde lo femenino es la metáfora de lo decadente. Jonathan Littell en Lo seco y lo húmedo, un libro basado en Male Fantasies de Theweleit, insiste en este elemento estructural del fascismo: lo femenino es lo húmedo, lo que destruye la sociedad, lo que representa el socialismo y el comunismo, los judíos y los homosexuales. Para Camus, como para Kafka, lo femenino es lo que desaparece del mundo cuando llega la destrucción y la barbarie. Es por ello un relato que recuerda a veces al género de las películas del Oeste, en las que, por encima o debajo de la aventura y la violencia, lo que queda al final es una historia de amistad entre varones solitarios. No por ello deja de ser un libro que las mujeres puedan dejar a un lado, como los hombres no deberían dejar de leer Mujercitas. Son relatos de aprendizaje que adquieren una transversalidad transgénero y representan formas existencia y experiencia. Como Bildungsroman, es una historia de hombres que se encuentran en una lucha desesperada y abocada a la derrota y que se comunican a través de sus silencios y sólo momentáneas confesiones.



El otro polo es la decisión de luchar, el compromiso y la implicación como opción en tiempos de desolación. No son héroes. Camus odia esta épica que solo puede esconder autoengaños o mala propaganda. La gente se compromete en los momentos duros porque la situación lo exige. Hay una hermosa expresión inglesa que explica bien esta filosofía antiheroica del compromiso: "When the going gets tough, the tough get going” que se puede traducir algo así como “cuando las cosas vienen duras, la gente dura se pone en pie”. Es una elección natural de gente normal nada diferente del resto.


La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible. Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos. Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.


Cada uno de los protagonistas tiene una razón para hacerlo. El médico Rieux sabe que el combate contra la peste es el hilo de una historia interminable:


—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo. Rieux pareció ponerse sombrío. —Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar. —No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted. —Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota. Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo: —¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor? La respuesta vino inmediatamente. —La miseria."


Tarrou, a su vez, un militante que ha recorrido todas las revoluciones de Europa, desde la España republicana a Hungría, está harto de la muerte y de matar y tiene una razón para su compromiso: “la comprensión”, afirma. Rompert, el periodista que llegó a hacer un reportaje y ha estado intentando escapar para reunirse con su amante, de pronto se descubre lleno de vergüenza por su egoísmo y sabe que no podrá amarla si ha abandonado a una ciudad que ya es suya. Grand, el funcionario, simplemente se une porque es lo natural cuando la circunstancia viene mal. Sabe que su novela, que escribe por las noches para paliar su soledad y el abandono de su esposa, nunca se terminará. Sus fuerzas son limitadas pero su aportación, nos dicen los otros protagonistas, aunque parezca poco importante, ordenar los papeles y las notas del grupo, es imprescindible.


Si Camus naturaliza la lucha contra el fascismo dándole una dimensión cósmica, nos ocurre estos días una experiencia similar: un destino funesto, un accidente biológico se convierte en movilización total de los recursos sociales: afectivos, institucionales, científicos. Socializamos lo telúrico. La estructura semiviva de un ADN perjudicial se convierte en enemigo que nos confina, nos aísla y también nos obliga a reaccionar con la respuesta natural que tantas veces ha repetido la humanidad, que se expresa en la decisión de cooperar contra toda esperanza, contra todo pronóstico de los darwinianos liberales, contra el espectáculo tenebroso de los buitres que sacan provecho económico e ideológico de la peste.

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