Norma Ivonne Zarazúa
FFyL/UNAM
Susan Sontag, filósofa estadounidense de origen judío, escribió dos obras fundamentales sobre el pensamiento metafórico que subyace a la concepción de la enfermedad en la conciencia colectiva de la sociedad occidental: La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas. De acuerdo con Sandra Strikovsky, estas obras, escritas en 1978 y 1988 respectivamente, han sido severamente criticadas debido a la tesis que sostienen: las asociaciones metafóricas pueden y deben eliminarse de nuestra experiencia de la enfermedad.
La metáfora analizada desde la perspectiva de Sontag no es vista únicamente como una figura retórica o como un recurso que pretende mostrar nuestros padecimientos de forma figurada, antes bien resulta una herramienta epistemológica y ontológica significativa mediante la cual podemos conocer y estructurar nuestro mundo, este es el importante argumento que nuestra filósofa esgrime sobre la relación que existe entre el significado de la enfermedad y el uso de las metáforas asociadas a ella.
En efecto, en La enfermedad y sus metáforas se sostiene que solemos enfrentar y vivir nuestras enfermedades de distintas maneras, entre ellas, mediante la metáfora; sin embargo, nos advierte también que el modo más auténtico de encarar la enfermedad (y el modo más sano de estar enfermo) es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico, aunque esto resulte casi imposible debido al halo de misterio que envuelve a ciertas enfermedades como el cáncer o la tuberculosis. Las metáforas construidas en torno a estas enfermedades contribuyen a la construcción de fantasías punitivas o sentimentales que conllevan al establecimiento de mitos y, por ello, es preciso librarnos de ellas, al menos, en la medida de lo posible.
En el caso particular de la tuberculosis, hasta el siglo XIX, se le consideró como una enfermedad asociada al pneuma y, por ello, al alma. La tuberculosis se convirtió en una suerte de moda aristocrática que permitía justificar la vida bohemia y de refinamiento que, además, dotaba a su portador de poderes afrodisíacos: en el caso del hombre, lo convertía en un ser misterioso y hacía al poeta virtuoso; en el caso de la mujer la convertía en hermosa al grado que el canon de belleza femenina era la imagen de la tuberculosa: una mujer delgada, lívida, de mejillas rosadas y labios rojos.
La metaforización de esta enfermedad, sin embargo, soslayaba los verdaderos problemas de salud, las condiciones de pobreza y paulatino aislamiento a las que se enfrentaban aquellos que ponían en peligro su vida por encajar en los cánones de belleza establecidos por una sociedad que poetizaba la tuberculosis e hizo de ella la forma sublime y dulce de morir.
Veamos de cerca el camino que nuestra filósofa sigue para llegar a esta conclusión.
La metáfora: Entre epistemología y ontología
En Análisis semiótico de la metáfora Mauricio Beuchot sostiene que la metáfora traslada el sentido recto de las voces a otro figurado en virtud de una comparación tácita, es decir, las metáforas suponen semejanzas que deben ser comprendida en tres dimensiones: una sintáctica, una semántica y una pragmática.
En cuanto a la dimensión sintáctica Beuchot advierte que la metáfora no introduce irregularidades sintácticas que afecten el uso habitual del significado, es decir, respetan la sintaxis ordinaria, la norma de su categoría sintáctica correspondiente. Respecto a la dimensión semántica, el filósofo sostiene que la metáfora cobra un valor propio, pero no definitivo, es por ello que tiene un carácter vicario y transitorio; no obstante el sentido que nos ofrece no constituye una explicación alternativa de determinados hechos o fenómenos, al contrario, se nos muestra como una transformación de la realidad al representarla simbólicamente. Finalmente, la dimensión pragmática apunta a la recepción de la metáfora en determinada comunidad lingüística que la usa de manera habitual y familiar al grado que es posible expresar ciertos aspectos de la realidad mediante su uso
Expresiones tales como “Se me durmió la pierna” ilustran el sentido que cobra la metáfora al interior de una comunidad lingüística y la capacidad que tienen sus miembros para comprenderla sin necesidad de explicitar claramente que con tal expresión nos referimos a que “tenemos una incapacidad momentánea de movimiento”.
El uso de la metáfora, sin embargo, no se reduce a discursos populares, se emplea frecuentemente en discursos científicos y médicos. Una de las metáforas en torno a la enfermedad sobre la que Sontag llama nuestra atención es la de la guerra y todo lo asociado con ella. De acuerdo con nuestra filósofa “no hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar, o que por lo menos no la conozca. Las células cancerosas no se multiplican y basta: ‘invaden’. Como dice cierto manual, ‘los tumores malignos, aun cuando crecen lentamente, invaden’”. El enfermo de cáncer, a la luz de esta representación simbólica, concibe su cuerpo no solo como un campo de batalla, también se ve a sí mismo como un guerrero, como aquel que debe “luchar contra el cáncer”, de tal forma que, si logra sanar “habrá ganado la batalla” y si no lo hace, la enfermedad lo habrá vencido como en un campo de batalla en el cual pareciera que el enfermo se enfrenta de manera individual a su padecimiento y no depende más que de él, salir avante.
Este tipo de concepciones simbólicas nos deja ver, como sostiene Bachelard, que las metáforas proporcionan una estructura coherente, destacan unos aspectos y ocultan otros, son capaces de crear una nueva realidad, pues contra lo que comúnmente se cree no son simplemente una cuestión de lenguaje, sino un medio de estructurar nuestro sistema conceptual, y por tanto, nuestras actitudes y nuestras acciones.
La metáfora no es solo una cuestión del lenguaje, con ellas moldeamos el mundo y nuestro conocimiento sobre él, evidencian, además la comunidad lingüística a la que pertenecemos, pues cobran sentido en contextos muy específicos que concentran actividades, prácticas y formas de acción que constituyen las más diversas formas de vida. En el caso concreto de las metáforas asociadas no solo al cáncer sino a otras enfermedades exhiben aspectos negativos que Sontag desea resaltar pues contribuyen a la construcción de fantasías punitivas y sentimentales. Estas fantasías, no son inocuas, conllevan al establecimiento de mitos en torno a la enfermedad. Por lo tanto, la metáfora está relacionada con la mitificación de la enfermedad y, por ello, es preciso librarnos de ellas (en la medida de lo posible). En efecto:
La metáfora trabaja para ‘naturalizar’ lo social, volviendo obvio lo que es problemático. Por ejemplo, las metáforas de la enfermedad por lo común se usan para describir el desorden, caos o corrupción, como cuando se describe al comunismo como ‘un cáncer de la sociedad’, o cuando se describe a un asesino psicópata como un ‘enfermo’.
Para Sontag, enfrentarnos a la enfermedad vía la metáfora nos coloca ante una paradoja: la metáfora nos acerca simbólicamente a ella, al mismo tiempo que nos distancia de su verdadera naturaleza, pues: “aunque la mitificación de una enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda. Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa”.
El problema de las metáforas asociadas a la enfermedad estriba en que el pensamiento metafórico contribuye a la construcción de relatos que no necesariamente corresponden con la realidad y que, mediante su representación simbólica, ocultan o modifican aspectos de ella que es preciso exhibir en toda su crudeza.
Las metáforas en torno a la tuberculosis
Desde sus primeros estudios, la tuberculosis ha estado asociada a términos simbólicos. Rafael Álvarez Cordero nos dice que se la conoció como: consunción, tisis, escrófula, (infección y ulceración de ganglios linfáticos), mal de Pott (por las lesiones vertebrales), tabes mesentérica (por la parálisis secundaria a colapso vertebral), mal del rey o plaga blanca, y el tratamiento era puramente contemplativo, sin esperanza. En el Athawa-Veda aparece con otro nombre: balasa, y el tratamiento sugerido era reposo, leche de mujer y vegetales. Por muchos siglos los médicos no supieron cómo enfrentar la enfermedad, pero hacia el siglo XIII y XIV se suponía que los reyes ungidos tenían propiedades mágico-curativas; se hizo entonces popular el Toque del Rey para aliviar las escrófulas de los tuberculosos, y así, Felipe el Hermoso, Roberto II el Piadoso, San Luis de Francia y Enrique IV de Francia tocaban las úlceras de los enfermos pronunciando las palabras rituales “El rey te toca, Dios te cura” (Le roy te touche, et Dieu te guérit); la popularidad de este rito fue tal que se menciona que Felipe de Valois (1328-1350) llegó a tocar a 1500 personas en un día.
En las Epidemias, Hipócrates se refiere a la tuberculosis de la siguiente manera:
A partir del principio de verano, a lo largo del verano y durante el invierno, muchos de los que se estaban debilitando gradualmente ya desde hacía mucho tiempo se postraron en su lecho ya tísicos en tanto que en los que se hallaban en estado dudoso, en muchos se confirmó en ese momento.
El phthinodees (el tísico) y la phthísis (la consunción), ambos, adjetivo y sustantivo derivan del verbo phthíno que significa “consumirse”. El tísico, en este sentido, era aquel que se consumía, se destruía, se extinguía. El médico griego advirtió, además, que los fenómenos asociados a los tísicos eran violentísimos y los que la padecían estaban cercanos a la muerte, por lo cual recomendaba a los médicos no visitarlos.
Ya entrados en el siglo XIX el carácter violento de la tisis desapareció para dar paso a una representación más bien romántica que inspiró a numerosos poetas y escritores cuyas obras exaltaban a protagonistas que se “apagaban” de forma inexorable con una belleza casi etérea. Ejemplo de ello son los siguientes fragmentos:
A este respecto, Sontag sostiene que la tuberculosis en esta época puede entenderse en dos direcciones: hacia el interior y hacia el exterior. Hacia el exterior, la tuberculosis fue asociada al pulmón y, por ello al pneuma, al alma, es decir, era concebida como una enfermedad espiritual que proveía a su portador de una muerte dulce y sublime, sobra decir que el enfermo de tuberculosis no tiene una muerte ni dulce ni sublime, pero de ello hablaremos más adelante.
Más aún, la tuberculosis hacía al poeta virtuoso y se consideraba como una extensión de la vida bohemia, pues se pensaba que le proveía de un carácter interesante y encantador. En Lo que la tuberculosis ha hecho por la literatura se sostiene que la Europa romántica mitificó la enfermedad, relacionándola con la sensibilidad y la creatividad.
Thoreau, que tenía tuberculosis, escribió en 1852: “La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consumación”. La enfermedad gozó de un prestigio tal que se la conoció como “el mal de los poetas” y se concibió como una variante de la enfermedad del amor (de ahí que se asociara con la prostitución). Así, se cuenta que Keats consolaba a Shelley (ambos enfermos de tuberculosis) diciéndole: “esta consumación es una enfermedad particularmente amiga de gente que escribe versos tan buenos como los tuyos” y Lord Byron se miraba al espejo exclamando: “Estoy pálido, me gustaría morir consumido porque todas las damas dirían “miren al pobre Byron qué interesante parece al morir””.
Edgar Allan Poe, Balzac, Maupassant, Emerson, Sir Walter Scott, la padecieron. Novalis, Schiller, John Keats, Bécquer, Chéjov, Walt Whitman, Alfred Jarry murieron por su causa. Tal fue su impacto que se convirtió no solo en una moda entre los poetas, sino también entre los aristócratas, pues exaltaba su refinamiento.
El ambiente romántico vio en la mujer tuberculosa una suerte de heroína dotada no solo de sensibilidad sino de una belleza envidiable y deseable: palidez del rostro, mejillas rosadas, labios rojos y delgadez extrema. Aunado a ello encontramos un carácter débil, enfermizo, deseoso de cuidados. En fin, la mujer tuberculosa constituyó el canon de belleza femenina que prevalece hasta la actualidad.
Contrario a tan sublimes atributos, Sontag señala que, hacia el interior, el tuberculoso padecía de grandes dolores y de soledad (de ahí que consideró la individualización como la auténtica personalidad romántica), pues el hedor de su aliento y el característico olor de la recámara del tísico alejaba a los más cercanos y hacía que, una vez llegada la muerte, se iniciará la desinfección de los lugares en los que este hubiera habitado. Así, contrario a lo que se pretendía colectivamente, en la intimidad se temía el contagio por su inminente cercanía con la muerte y porque se creía que podía poseer un carácter hereditario.
Aunado a ello, los tísicos que no eran aristócratas, como las prostitutas, se enfrentaban a condiciones insalubres propiciadas por la pobreza; la enfermedad en ellas, no era vista propiamente como un afrodisíaco, sino como Deborah Lupton sostiene se volvió emblemática de sus deficiencias morales, pues las personas cuyos sistemas inmunes son ‘inferiores’ se vuelven miembros de una nueva subclase estigmatizada y victimizada. La metáfora, por lo tanto, cobra un nuevo sentido: no solo es un recurso epistémico y ontológico, también exhibe su carácter ético y político.
En efecto, contraer determinadas enfermedades evidencia, presumiblemente, conductas reprochables, por ejemplo, no es difícil escuchar, pese a toda la información con que contamos actualmente, que quien contrae VIH ha llevado una vida suficientemente licenciosa. Otro caso paradigmático es el del leproso, considerado históricamente como un sujeto que debe ocultarse, como un paria que debía excluirse sistemáticamente de la sociedad o que debía someterse a cuarentenas forzadas en las así llamadas leproserías.
Volviendo al caso que nos ocupa, la metaforización de la peste blanca, como se le conoció, soslayaba los verdaderos problemas de salud, las condiciones de pobreza y paulatino aislamiento a las que se enfrentaban quienes ponían en peligro su vida por encajar en los cánones de belleza establecidos por una sociedad que la poetizaba e hizo de ella la forma sublime y dulce de morir. Nada más lejano de la realidad: el tuberculoso, de acuerdo con los datos proporcionados por la OMS, sufre de tos, fiebre, sudores nocturnos y pérdida de peso que pueden ser leves durante muchos meses. Eso puede hacer que la persona afectada tarde en buscar atención médica, con el consiguiente riesgo de que la bacteria se transmita a otros sujetos.
Terrible paradoja a la que nos enfrentamos y con la que cerramos este escrito: la enfermedad y el sufrimiento pueden cobran rasgos de una estética, una ética y una política que persiste más allá de su tiempo. De ahí la importancia del argumento de Sontag: el modo más sano de estar enfermo consiste en desmetaforizar y desmitificar no solo a la enfermedad sino también los cuerpos enfermos.
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