Daniela Martínez Cruz
UNAM/FES Acatlán
¿Qué es lo que nos distingue de otros seres vivos? Si buscásemos una característica propia del ser humano, podríamos decir que el hombre es, con certeza, el único ser capaz de torturar. Dostoyevski, en los Hermanos Karamasovi, da cuenta de este hecho de manera magistral:
Verdaderamente, suele hablarse de la bestial crueldad del hombre, pero esto es horriblemente injusto y ofensivo para las bestias: la fiera nunca puede ser tan cruel como el hombre, tan artísticamente cruel. El tigre no hace más que echar la zarpa y destrozar, y sólo eso sabe. Jamás se le ocurriría clavar a alguien por las orejas y tenerlo así toda la noche, aun suponiendo que pudiera hacerlo[1].
Por otra parte, siendo la tortura una práctica abominable, hay quienes la consideran justificable en nombre del bienestar del estado, de la seguridad pública, etc. Los apologistas, por lo general, reducen dicha práctica a un dolor físico pasajero que no deja tras de sí ninguna huella. Sin embargo, la tortura va más allá del dolor físico, deshumaniza al individuo, aun sin ser, quizás, su objetivo principal. Esta deshumanización no sólo tiene que ver con lo físico, sino que también afecta al hombre moral y espiritualmente, perdiendo muchas veces su sentido de identidad y de pertenencia.
En este sentido, la tortura no sólo se debe juzgar por las causas que la originan, sino que también se deben analizar las consecuencias que trae consigo a las víctimas. Edward Peters, en su obra ya clásica La tortura, señala los efectos de ésta dividiéndolos en tres partes: las secuelas somáticas, secuelas psicológicas y secuelas sociales. La clasificación es importante, pero lo más importante es que éstas demuestran que bajo ningún aspecto se puede considerar la tortura como un dolor pasajero que no deja tras de sí ninguna huella. La tortura afecta –y lo demuestran las secuelas– de manera radical y directa el desarrollo del individuo impidiéndole continuar con su vida de manera normal.
El presente trabajo tiene como objetivo analizar una de las secuelas de la tortura, a saber, la vergüenza. Para tal efecto, tomamos como punto de partida la obra de Primo Levi, Los hundidos y los salvados. Dividimos el trabajo en cuatro ejes: el término “vergüenza”, la vergüenza durante la tortura, la vergüenza después de la tortura y la vergüenza de ser humano. Dichos ejes serán analizados a partir de dos momentos fundamentales en la historia: los campos de concentración y las así llamadas “fotos de la vergüenza” de Abu Ghraib.
La vergüenza
Un sentimiento que emerge de las víctimas de tortura es la vergüenza, “es un afecto común entre quienes han padecido violencia cuya pretensión no es simplemente dominar al otro, sino que ambiciona arrebatarle la dignidad al sujeto.”[2] Para entender mejor de qué hablamos cuando hablamos de vergüenza es preciso remitirnos a su concepto, a su definición. La Real Academia Española la define como la “perturbación del ánimo ocasionada por la consciencia de alguna falla cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”. La vergüenza, pues, no se constituye sólo en el sujeto, sino que existe una correlación entre el sujeto y la relación con su entorno. No obstante, este “sentimiento” no es una elección, no es algo que el individuo desea sentir, sino que se da de manera circunstancial.
Es importante señalar que existe una diferencia entre la vergüenza como sentimiento propio y la vergüenza ajena. La primera se distingue por darse en el propio individuo que se siente expuesto por alguna acción humillante y donde la mirada del espectador jugará un papel importante. Por su parte, la vergüenza ajena parte del sentir vergüenza por lo que otros hacen o dicen. Dicho sentimiento emerge de un acto donde el sujeto que observa se avergüenza de las acciones cometidas por otro/otros que no sienten vergüenza por actuar de tal manera.[3]
En algún momento de nuestras vidas todos hemos tenido vergüenza, en mayor o menor medida. Tal sentimiento parte del temor a hacer el ridículo, del miedo a ser expuestos ante la gente; aquí la correlación entre sujeto y el entorno. Sin embargo, la vergüenza a la que alude Primo Levi, de la que deseo partir, es una vergüenza distinta. Se trata de una vergüenza que es producto de la violencia y que arrebata la seguridad de la víctima. Dicho sentimiento, en este caso, se produce durante y después de ser torturados.
La vergüenza durante la tortura
Durante la tortura, la vergüenza se hace presente en las víctimas cuando se les ha violentado por completo su privacidad, cuando el cuerpo queda reducido a un mero objeto y la desnudez en las víctimas es objeto de diversión de los verdugos: “la vergüenza por exceso que transporta los límites de la desnudez del cuerpo y reduce al sujeto al objeto más abyecto.”[4] Esta vergüenza cae sobre la víctima invadiendo su cuerpo, sentimientos y pensamientos de manera abrupta, quitándoles por completo la seguridad que antes tenían, aquella seguridad que desaparece cuando la libertad ha sido arrebatada.
El sentimiento de vergüenza se da de manera circunstancial y repentina cuando se ha cometido una acción qué es considerada por el individuo como humillante. Los individuos, de una u otra manera, sabemos perfectamente que somos libres. Por tanto, existe una seguridad y confianza en mí, ya que, entre muchas otras cosas, yo puedo decidir sobre mi cuerpo: “las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, solo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir”[5].
Sin embargo, cuando se habla de vergüenza durante la tortura, este sentimiento, que normalmente es pasajero, se prolonga de forma indefinida, hasta volverse quizás permanente. En este sentido, también la violencia se prolonga arrebatando una y otra vez la seguridad y la confianza de las víctimas en sí mismas y en el mundo. Tal es el caso de Abu Ghraib: “a diferencia del holocausto judío, en la guerra de imágenes qué implica los soldados estadounidenses en las cárceles iraquíes, nunca veremos los ojos de ningún prisionero por qué un velo de culpa y de vergüenza los ha cubierto para siempre.”[6] Estas imágenes, que salieron a la luz, muestran, entre otras cosas, cómo los torturados son objetos de diversión de los verdugos que ríen y ridiculizan a las víctimas.
Está vergüenza se manifiesta en las víctimas a partir del recuerdo. Cada individuo recordará cómo su cuerpo ha sido objeto de burlas y humillaciones: “El velo de vergüenza en este caso no solo se concretó con el uso de capuchones, sino que de manera significativa se utilizaron calzones de mujer para cubrir el rostro de los prisioneros.”[7]
En aquellas fotografías algo que destacó fue la presencia de dos mujeres: como se observa en las imágenes, aquellas mujeres tenían como objetivo degradar la dignidad y “hacer ver a los prisioneros el infierno”[8]. Para aquellos hombres árabes era indignante y vergonzoso que fueran mujeres las encargadas de torturarlos, era una ofensa hacia su virilidad. Otro objetivo era enfatizar “la caricatura de la perversión femenina y, más aún, justo aquella perversión que el fanatismo islámico tiene a adscribir a la mujer occidental.”[9]
La vergüenza que se manifestó en los prisioneros de Abu Ghraib parte de los abusos sexuales, masturbación forzada, la desnudez expuesta, la sodomía y la simulación de relaciones homosexuales a la que estuvieron sometidos. Como hemos visto, la figura femenina ha sido fundamental, ya que “personificaban a la mujer sádicas que humillan sexualmente al macho”.[10] Lo que más predominó en las fotografías fue la desnudez. Dicha desnudez es señal de vergüenza entre las víctimas, porque su intimidad queda al descubierto y la mirada de los verdugos cumple una función crucial:
No solo se trata simplemente de una reacción ante la desnudez para mostrar a la luz sus posibles defectos…, sus “vergüenzas”, entendidas estás en el sentido de los órganos que mancilla en la imagen del cuerpo. Vacía lo que excluye la imagen y el orden significante, lo abyecto, el sujeto dramáticamente reducido a la condición del objeto presentificado, cuerpo abandonado a sufrimiento del dolor y la humillación, objeto del goce del otro, desecho.[11]
Cómo vemos, existe una relación entre el sujeto que siente vergüenza al estar sometido a su desnudez y los verdugos como espectadores, que se muestran desvergonzados por tal situación:
No se puede en cambio, decir lo mismo para las víctimas que compadecen en la misma escena. Además de reducidas a la humillación primaria de la desnudez ellas son cuerpos anónimos, frecuentemente fotografiados por la espalda o encapuchados para borrar la singularidad del rostro de los que se destacan sobre todo el órgano genital o el trasero; partes obscenas, despersonalizados y generales cuerpos desnudos apilados en una pirámide que se convierten en miembros, pedazos.[12]
La tortura perpetrada en Abu Ghraib muestra la deshumanización y la violencia que se ejerció en las víctimas. Además, nos presenta la vulnerabilidad de las víctimas ante sus verdugos. Aquellos verdugos “sádicos” y crueles muestran otra de las caras de la cruda realidad de la tortura.
Por lo demás, Abu Ghraib corrobora lo que Estados Unidos negó insistentemente, o sea, que la tortura se dio, se aplicó de manera sistemática en los interrogatorios a supuestos sospechosos de terrorismo en su mal llamada guerra contra el terror.
La vergüenza después de la tortura
Todo parecería indicar que la víctima, al ser liberada, encontraría la paz qué tanto deseó durante la tortura. Inclusive en numerosas películas se hace referencia a la felicidad que emerge de la liberación. Sin embargo, según infinidad de testimonios, esto no es así. Primo Levi da cuenta de este hecho de la siguiente manera:
El sentimiento de vergüenza y la culpa que coincidía con la libertad reconquistada era muy complejo: estaba formado por elementos diversos y en distintas proporciones, en cada uno de los casos. Debemos de recordar qué cada uno de nosotros de modo creativo y subjetivo, vivimos el lager a nuestro modo.[13]
La tortura deja tras de sí secuelas que son imposibles de borrar: “Quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar. La ignominia de la destrucción no se puede cancelar. La confianza en el mundo que ya en parte se tambalea con el primer golpe, pero que con la tortura finalmente se desmorona en su totalidad, ya no volverá a restablecerse.”[14] El individuo torturado, al parecer, pierde toda conexión con el mundo porque éste ya le es ajeno. Primo Levi, en la susodicha obra Los hundidos y los salvados, da cuenta de este hecho desde una perspectiva que tiene que ver con la vergüenza. Encontramos aquí una vergüenza que tiene que ver, especialmente, con el hecho haber sobrevivido, esto porque el sobreviviente, dice Levi, siente que vive en el lugar del otro:
¿Es que no te avergüenzas de estar vivo en el lugar del otro? Y sobre todo ¿de un hombre más generoso, más sensible, más sabio, más útil, más digno de vivir que tú? […] Se trata solo de una suposición, de la sombra de una sospecha: de que todos seamos el Caín de nuestros hermanos, de que todos nosotros (y esta vez digo nosotros En el sentido muy amplio, inclusive universal) hayamos suplantado a nuestro prójimo y estemos viviendo su vida.[15]
El individuo siente una culpa que no le permite enorgullecerse de vivir, porque para Levi, sólo sobrevivieron aquellos que consiguieron privilegios, es decir, no los mejores. La vergüenza se presenta acompañada de la culpa. La vergüenza y la culpa parte de la idea de que aquellos que fueron supervivientes en algún momento perjudicaron a sus semejantes, aprovechándose de los más débiles, negándose a ayudarlos, a escucharlos, a brindarles compañía.
Acaso podamos concluir hasta el momento que la vergüenza se da en la víctima de la tortura no sólo por la humillación a la que es sometido por sus verdugos, sino también porque, de muchas formas, se vuelve partícipe se su propia humillación, de su propia degradación. Este fue el caso de los campos de concentración –baste recordar a tal efecto que los responsables de los crematorios no eran alemanes, sino judíos–, pero al parecer, es así en la tortura en general en la que la víctima se tiene que traicionar a sí mismo y a los demás, es decir, participar en su degradación, su deshumanización.
La vergüenza universal
Otro tipo de vergüenza que presenta el autor de Los hundidos y los salvados es la vergüenza universal, la vergüenza del mundo. Se trata de aquella que se refiere a los individuos que prefieren ignorar el problema, que callan para no señalar los horrores de la tortura. Es preciso para entender dicha vergüenza remitirnos a los casos aquí expuestos: la vergüenza en la prisión de Abu Ghraib y los campos de concentración.
Partiendo de los campos de concentración, es fundamental retomar los testimonios de los supervivientes, ya que son ellos los que vivieron en carne propia tales atrocidades. Los campos de concentración tenían una sola misión: dominar al hombre y aniquilarlo. Los campos de exterminio cumplían tal función, en ellos vemos representados la crueldad en su máxima expresión. Ahí se encuentra la transformación más degradante del individuo, pues es precisamente en aquel lugar donde los individuos perdieron por completo su esencia como humanos y se transformaron en cadáveres ambulantes:
El terrorismo extremo, para Arendt, tiene que ver con la condición humana en cuanto tal. En eso consiste precisamente la perversión de un vivir y de un morir qué, en el lager, no son ya tales porque conciernen a un viviente interpretado como espécimen de la especie animal hombre en el que ha sido aniquilado la unicidad singular de cada ser humano y, por esto, la dimensión necesariamente singular de la vida que concluye con la muerte.[16]
En los campos de exterminio encontramos el horror en el grado de deshumanización al que fueron sometidas las víctimas. No sólo los nazis lograron deshumanizar a los individuos, sino que, además, lograron que cada uno de los individuos caminara a su muerte por su propia voluntad. La Alemania nazi tenía muy bien planeado lo que haría para lograr tal deshumanización:
En ese sentido los SS tenía las ideas muy claras y, bajo este aspecto, hay que interpretar todo el ritual siniestro, distinto de un lager a otro pero el mismo en esencia, qué acompañaba el ingreso; las patadas y los puñetazos inmediatos, muchas veces en pleno rostro, la orgía en las órdenes gritadas con cólera real o fingida, el desnudamiento total, el afeitado de las cabezas, las vestiduras andrajosa.[17]
Los nazis sabían perfectamente que, para aniquilar por completo al individuo, primero, se les debía arrebatar su condición de seres humanos, por ello, la comunicación, el aseo personal, etc., eran eliminados. Si bien, alemanes y judíos eran humanos, la diferencia radica en el poder que tenían. Los alemanes civiles eran conscientes de lo qué sucedía en los campos de concentración; sin embargo, ignoraron el problema, no les importó la condición del individuo, del semejante, redujeron al de su misma especie a un animal, se olvidaron de que pertenecían a la misma especie.
Ahora bien, en cuanto a Abu Ghraib, hemos intentado señalar la forma en la que se podría entender la vergüenza en víctimas. No obstante, poco hemos dicho directamente sobre las “las fotografías” (de la vergüenza). Pues bien, dichas fotografías se muestran como imágenes obscenas que muestran la perversión humana. Han sido exhibidas en los medios de comunicación para mostrar el horror de la tortura. Pero, en este intento por mostrar la crueldad, dichas imágenes han provocado un gran morbo por la manera en la que han sido exhibidas. Es de esta forma que la tortura pasa a ser un espectáculo:
Las fotografías de Abu Ghraib, lejos de denunciar los abusos de unos pocos soldados y insubordinados y perversos, desvelen en realidad de un mal más difuso y profundo. En resumen, se trata de una particular versión de la banalidad del mal, producida por la sociedad del espectáculo que está vinculada a cubrir sus gestos horroristas con la hipocresía, confundiendo, al mismo tiempo, la línea divisoria entre ficción y realidad.[18]
Lo que realmente excede el horror en dichas imágenes es la manera en que se enfatizan y presentan. Sobre todo, la manera en que dos figuras femeninas, Lynndie England y Sabrina Harman, se muestran. En aquellas imágenes podemos ver a estas mujeres posar de manera vulgar, mostrando así la crueldad femenina. Además, se puede observar como desarrollan con entusiasmo su papel de torturadoras, pues en cada fotografía vemos a dichas mujeres disfrutar con gran satisfacción lo que hacen, guiñando el ojo, analizando algunas señales y sonriendo ante la cámara, como si dichos actos se tratasen de una obra presentada, donde todo lo sucedido se reduce a una simple personificación que es inmortalizada por medio de las imágenes.
Abu Ghraib nos presenta el horror en su máxima expresión. Aquellos actos perpetrados son por sí solos son malignos, perversos y humillantes. No se puede reducir a meras imágenes los actos cometidos en aquel lugar, aunque en estas imágenes las víctimas quedan reducidas a meros individuo sin rostro, qué representan los daños colaterales de la guerra. No son sólo unos cuantos prisioneros los que han sufrido semejante horror, aunque se haya negado la tortura en Abu Ghraib, señalando a aquellos verdugos como “manzanas podridas” de la nación. La tortura fue utilizada de manera sistemática y eso es algo que no se puede negar ya.
Las crudas imágenes que forman parte de la vergüenza, también de la vergüenza en tanto que humanos, son presentadas en internet como un recordatorio de los hechos perpetrados en aquel lugar. Sin embargo, no sólo el horror se hace presente en ellas, sino que también el espectáculo y el morbo.
Ambos casos: los campos de exterminio y las imágenes de vergüenza en Abu Ghraib nos muestran como el ser humano es capaz de realizar los peores actos, aberraciones inimaginables. Es precisamente a esta vergüenza a la que alude Primo Levi: la vergüenza universal. Se debe de sentir vergüenza por pertenecer a la misma especie que es capaz de destruir a su semejante. Se debe de sentir vergüenza por ignorar el problema, por no alzar la voz en nombre de las víctimas. En ambos casos vemos claramente cómo se llega a la deshumanización del individuo, cómo los seres humanos fueron capaces de crear tales lugares para aniquilar a su semejante. No hay que olvidar que a prisiones como la de Guantánamo y Abu Ghraib, con mucha razón, se les ha llamado “los campos de concentración” del nuevo milenio. Y lo peor de todo es que no sólo hay individuos absolutamente indiferentes, sino también que haya quien se atreva a justificar tales horrores.
Bibliografía:
AMÉRY, Jean, Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de una víctima de la violencia. Pre-textos, Valencia, 2013.
CAVARERO, Adriana, Horrorismo, Nombrando la violencia contemporánea. Anthropos, Barcelona, 2009.
LEVI, Primo, Los hundidos y los salvados, trad. Pilar Gómez, Muchnik Editores, 1989.
FIGUEROA, Mario, “la vergüenza de las víctimas de violencia”, Desde el jardín de Freud, (Bogotá, n.13, ISSN 1657-5477, 2013).
URIBE, María, Victoria, “La vergüenza contra el fantasma. Las torturas de los prisioneros iraquíes”, Desde el jardín de Freud 4, (2004, p.250-261).
[1] Dostoyevski, Los hemarnos Karamasovi, Obras completas III, Aguilar, México, 1991, 1059. [2] Mario Figueroa, “La vergüenza en las víctimas de violencia”, Desde el jardín de Freud, 2013, p.275. [3] Según Beatríz Bisso la vergüenza se ubica en dos momentos: “yo me avergüenzo de otros ante otros”, pero es más preciso decir “yo me avergüenzo de mí en otros ante otros”. [4] Mario Figueroa, op. cit., p. 275. [5] Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Pre-textos, 2013, p.172. [6] Victoria Uribe, “La vergüenza contra el fantasma. Las torturas a los prisioneros iraquíes”, Desde el jardín de Freud 4, 2004, p. 251. [7] Marido Figueroa, op. cit., p.282. [8] Adriana Cavarero, Horrorismo, Anthropos, Barcelona, 2009, p.179. [9] Ibídem, p.176. [10] Ibídem, p.177. [11] Mario Figueroa, op. cit., p.288. [12] Ibídem, p.182. [13] Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnik, Barcelona, 1989, p.32. [14] Jean Améry, op. Cit., p.186. [15] Primo Levi, op. cit., p.34. [16] Adriana, Cavarero, óp. Cit., p75 [17] Primo, Levi, óp. Cit., p 18 [18] Adriana, Cavarero, óp. Cit., p. 178
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