Hermano mío, ¿quieres dirigirte a la soledad? ¿quieres buscar el camino que conduce a ti mismo? Detente un poco y escúchame.
F. Nietzsche, Así Habló Zaratustra.
Por: Jesús Arellano
Resulta sumamente complicado situar a Edgar Allan Poe dentro de un solo aspecto literario dada su polifacética actividad como poeta, ensayista, narrador y periodista; sumado a ello, dentro de sus escritos podemos encontrar relatos de terror y miedo, tanto como aquellos cómicos o detectivescos. Por ello resulta complejo hablar de Allan Poe situándolo en una sola línea literaria sin tomar en cuenta las anteriores, pero aunque las temáticas sean variadas, en sus textos siempre se encuentra su sello distintivo, a saber, su escritura tan exacta para describir en pocas líneas amplios panoramas, con una pluma prodigiosa que lo caracterizó tanto como, por su puesto, el tono melancólico, de oscuro suspenso, que se haya impregnado en toda su obra.
Y aunque penetrar en la totalidad de su obra sea una tarea pretenciosa, quedando la mayoría de las veces en el intento, el objetivo de estas líneas es, por mucho, más modesto, ya que nos concentraremos en un solo cuento de Allan Poe para tratar de comprender, con la ayuda del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, el sentido que tiene la soledad y cómo reacciona el hombre cuando se encuentra en ese estado. Para ello nos acercaremos al cuento “Silencio” de Allan Poe, como también a las reflexiones ofrecidas por Schopenhauer en el tercer apartado de su obra “El mundo como voluntad y representación.”
Desde los tiempos antiguos la soledad ha sido motivo de pensamiento y asombro en el hombre, ha dado paso a reflexiones acerca del lugar que ocupa el individuo en este mundo y ha sido, con frecuencia, característica fundamental para el pensamiento mágico, místico y religioso. Se le ha considerado desde el punto de vista social diciendo que es negativa para el hombre pues, como animal político y social, el hombre que se aleja de los demás no cumple cabalmente su finalidad en el mundo; también se le ha considerado religiosamente viendo en la soledad un posible camino de perfectibilidad y elevación supramundana; las consideraciones poéticas no se han apartado de este tema, ya que se experimenta la soledad como un sentimiento que abraza al poeta pero lo engaña con sus propios brazos; mientras que las meditaciones filosóficas han visto en la soledad el punto desde el cual se puede llegar al más amplio conocimiento, anunciado con el precepto délfico “conócete a ti mismo”.
Como puede verse, la soledad ha mantenido al hombre pensando y girando en torno a ella, tal vez por su misteriosa aparición o quizás por su inevitable presencia, pues cuando la soledad llega, si es que llega, nos damos cuenta de que no ha llegado nada, que estamos solos, y que la soledad no ha llegado de fuera, sino que siempre la hemos tenido en nosotros, es decir, siempre hemos estado solos. La soledad se muestra como un misterio sin solución, como un enigma que al hombre le causa asombro y del cual no puede escapar.
Sin más presencia que la suya, el hombre experimenta el contacto consigo mismo y se escucha como una susurrante voz interior. Este fenómeno fue descrito por los griegos como el acto de presencia de un ente de naturaleza divinal, al cual llamaron daimon y del cual aseguraba Sócrates escuchar las más profundas reflexiones, diciendo que “hay junto a mi algo divino y demoniaco; […] está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer”[1]. Así, el daimon fue identificado con el alma, la mente, el pensamiento, más tarde se identificó con los demonios que rondaban la existencia del hombre y lo perturbaban, pero siempre remitiéndose a la actividad de escuchar una cierta voz interior. Sin embargo, aquella voz aparece solo cuando estamos en silencio y, en este sentido, podríamos decir que solo en silencio nos podemos escucharnos a nosotros mismos, momento en el cual el daimon nos habla en soledad.
Es así como comienza la narración de Poe a propósito de un hombre que asegura haber escuchado al demonio de la siguiente manera: “escúchame -dijo el demonio, mientras colocaba su mano sobre mi cabeza-. La región de la que hablo es la horrible región de Libia, a orillas del rio Zäire. Y allí no hay tranquilidad, no hay silencio.”[2] Siguiendo nuestra argumentación anterior, se podría identificar este demonio con el daimon del que nos hablaba Sócrates, pensando que es la voz interna que aparece al hombre solitario. Las palabras del demonio le narran un lúgubre paisaje, abandonado por toda vida humana, donde solo se observa la vegetación y el incansable movimiento de las nubes y el viento que golpea, estrepitoso, a los árboles.
“Las aguas del rio están teñidas de un color azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan eternamente debajo del ojo rojo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. […] Los altos arboles se mueven con un fuerte ruido. De sus copas, una por una, caen inacabables gotas de rocío; en las raíces, se retuercen en un inquieto sueño extrañas flores venenosas. […] los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.”[3]
A partir de esta ambientación, Poe nos comienza a describir con mayor sutileza y extraordinaria narrativa, los cambios que efectuará el demonio para aterrorizar al hombre que se encontraba solo. Continuando con la narración del demonio, se detendrá a describir muy puntualmente el ambiente que rodea al hombre solitario, quien, sumergido en este panorama y perdido en medio de aquel lúgubre lugar, se adentra en el camino de la soledad, que al principio le parece reconfortante pero que, al trascurrir de los cambios, al cabo de unos instantes le parecerá aterradora.
Este sentimiento de aversión y temor por la soledad es lo que el filósofo Arthur Schopenhauer define como sentimiento sublime, el cual se presenta cuando el hombre enfrenta ciertas fuerzas que lo rebasan, comúnmente las fuerzas naturales, pues “se siente como individuo, como fenómeno frágil […] al que el más mínimo golpe de esas fuerzas puede destruir, desvalido ante la poderosa naturaleza, dependiente, abandonado al azar, una nada que desaparece frente a unas potencias enormes.”[4] Sin embargo, lo sublime al enfrentar estas fuerzas naturales se encuentra en la capacidad que tiene el hombre para soportar el espectáculo de esas fuerzas frente a él, es decir, que el hombre sea capaz de ser un espectador tranquilo en medio de los choques violentos que se producen con el enfrentamiento de fuerzas naturales.
Para comprender mejor este sentimiento sublime, Schopenhauer lo ilustra, al igual que Allan Poe, con escenarios tumultuosos donde el individuo solo es un espectador asombrado y temeroso en medio del caótico aparecer de la naturaleza. Desde un grado muy inferior hasta el más alto grado de asombro y temor, Schopenhauer nos sitúa en ciertos paisajes que nos brinden el sentimiento sublime en mayor medida, tanto más cuanto mayor sea el espectáculo caótico que se presenta frente a nuestros ojos. Dejándonos llevar por una prosa impecable, el autor nos pide lo siguiente:
“Trasladémonos a una región muy solitaria, con un horizonte ilimitado, bajo un cielo despejado, donde los árboles y las plantas están inmersos en un aire inmóvil, donde no hay animales ni hombres, ni corrientes de agua, y donde habita la más profunda calma: este entorno es una llamada a la seriedad, a la contemplación […]. Es precisamente esto lo que proporciona a tal entorno solitario y profundamente tranquilo una nota sublime. […] figurémonos una región como esta, también carente de plantas, y que mostrase solo rocas desnudas: […] el desierto cobrará un carácter terrible; nuestro estado de animo será más trágico […], el sentimiento de lo sublime aparecerá claramente. El siguiente entorno puede producir este sentimiento en un grado aun más elevado; la naturaleza en plena tormenta; un daroscuro filtrado por nubes negras, amenazadoras; las rocas inmensas, desnudas, que cuelgan cerrando entrecruzadas el horizonte; fragor de torrentes espumosos; omnipresencia del desierto; el lamento del aire que pasa por los desfiladeros. […] pero la impresión se vuelve más poderosa cuando tenemos ante los ojos a gran escala la lucha de las fuerzas desatadas de la naturaleza, como cuando, en este mismo entorno, una catarata, por ejemplo, nos priva con su estruendo de la posibilidad de oír nuestra propia voz, o cuando estando a orillas del mar agitado por una tempestad vemos cómo olas montañosas que se levantan y se precipitan golpeándose violentamente contra los acantilados, arrojan espuma al aire, la tormenta brama, el mar ruge, los rayos caen desde las nubes negras y el ruido de los truenos sobrepuja los del viento y los del mar.”[5]
Con esta extensa descripción, Schopenhauer nos deja más claro que el sentimiento sublime se presenta cuando el hombre, en medio de todos estos escenarios, se muestra contemplativo a pesar del temor que le puede infundir el terrible espectáculo que se le muestra frente a sus ojos. Sumado a lo anterior, la soledad se muestra como una condición necesaria para poder experimentar dicho sentimiento, por lo cual es primordial que el hombre sea capaz de soportar dicho estado, pues de acuerdo con el primer ejemplo ofrecido, “quien no sea capaz de alcanzarlo se verá abandonado para vergüenza suya al vacío de la voluntad ociosa, al tormento del aburrimiento. (Ya que) este tipo de paisajes da la medida de nuestro valor […], del que nuestra mayor o menor aptitud para soportar o amar la soledad es en general un buen indicador.”[6]
Para este momento, y a la luz de las reflexiones de Arthur Schopenhauer, podemos decir que la soledad es un estado necesario para que el hombre pueda experimentar el sentimiento sublime dentro de los fenómenos del mundo natural que lo rodean. Así mismo, dicho sentimiento puede identificarse con en el asombro que le causa al hombre contemplar esos fenómenos, sumado con el temor de enfrentarse a esas fuerzas que lo superan sin ningún tipo de comparación. Asombro y temor son los sentimientos que conforman la experiencia sublime de la desolación, pasando por una gradación cada vez más intensa desde lo que asombra al hombre hasta lo que le teme y le causa terror.
Entonces, para retomar a Poe, podemos decir que la desolación que le describe el demonio al hombre es un primer acercamiento a la soledad con aspecto sublime, pues ese lugar lleno de nenúfares y un lago que solo palpita bajo el sol es el paisaje adecuado para que se presente esta experiencia en un grado soportable para el hombre. Es esto lo que le asombra al demonio quien, conocedor de los miedos humanos, observa atento a un hombre al cual, en medio de tanta desolación, no le teme al lugar en que se encuentra. Así, el demonio describe al hombre que apareció, como también los artilugios con los cuales pretendía volverlo temeroso:
“Su frente era alta y pensativa y su mirada mostraba preocupación, y en las pocas arrugas de sus mejillas pude leer las huellas de la tristeza, del cansancio, del disgusto con el genero humano y un deseo de soledad. Y el hombre se sentó en la roca y apoyo la cabeza en su mano, observando la desolación. Miró abajo hacia el inquieto matorral y hacia los altos árboles, y mas alto hacia el susurrante cielo y la luna carmesí. […] Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche avanzaba y él estaba sentado en la roca. […] Entonces me sumergí en las profundidades de la marisma y atravesé la soledad de los nenúfares y llamé a los hipopótamos que habitan entre los pantanos de las profundidades de las marismas. Los hipopótamos escucharon mi llamada y vinieron al píe de la roca rugiendo sonora y terriblemente bajo la luna. […] Y el hombre temblaba en su soledad, pero la noche avanzaba y el hombre se quedó sentado en la roca. Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto y una espantosa tempestad apareció en el cielo, donde antes no había nada de viento. El cielo se tornó lívido con la violenta tempestad y la lluvia golpeó la cabeza del hombre; las aguas del río se desbordaban y el río atormentado se llenó de espuma; los nenúfares clamaban y los bosques temblaban por el viento, y rugía el trueno, caía el rayo, y las rocas vacilaban en su cimiento. […] y el hombre temblaba en su soledad, pero la noche avanzaba y el hombre se quedó sentado en la roca.”[7]
De manera similar a los paisajes que nos ofrece Schopenhauer, en este fragmento del cuento, Allan Poe pone al hombre frente a una naturaleza furiosa, ante la cual se muestra temeroso pero siempre resignado a su estado de soledad. Ante tal tranquilidad del hombre, el demonio por su parte aumenta las agitaciones de la tormenta y el espantoso crujir de los árboles, hasta mover lo más profundo de las piedras enterradas. Sin embargo, el hombre deseoso de soledad se mantiene inquebrantable a pesar de los violentos azotes que lo rodean, pues ese hombre encuentra refugio en la temible desolación, adentrándose en la sublime soledad.
Para dar continuidad a este camino, es necesario señalar que se está pensando al demonio como el daimon socrático, es decir, como esa voz interior que el hombre escucha estando en soledad. Ante esto, cabe hacer la siguiente pregunta: ¿a quién le habla el demonio? Para aclarar el sentido de esta cuestión, hemos de recordar el inicio del cuento, donde se explica que hay un hombre que escucha la voz del demonio que le cuenta la historia de otro hombre que se encontraba desolado. El demonio no le habló al hombre que permanecía sentado en la roca, porque no podía escucharlo, pues ese hombre se encontraba sereno en su sublime soledad, pero al hombre que sí le habló es al que ya no escuchaba nada, ni agitación ni tempestad, ni truenos ni árboles crujiendo, sino que estaba rodeado de un espantoso silencio, un terrible silencio, en donde solo se escucha la profunda voz del daimon.
Esto nos da paso a la maldición final que lanza el demonio hacia el entorno desolado en el que se encuentra el hombre, maldición terrible que logró causar el espanto de aquel hombre inquebrantable, tal como si esta maldición fuese más temible que la violenta agitación de los vientos y los árboles y la furiosa tempestad que envolvían al hombre; esta maldición es la terrible maldición del silencio, punto de profundidad en el cual la soledad nos abandona y nos encontramos con nosotros mismos y con el demonio. Así lo refiere el demonio cuando cuenta cómo maldijo al hombre y cuál fue su reacción:
“Entonces me enfurecí y maldije, con la maldición del silencio, el río, los nenúfares, el viento, el bosque, el cielo, el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y se maldijeron y se callaron. La luna dejó de transitar su camino hacia el cielo y el trueno calló, el rayo no cayó, las nubes quedaron inmóviles, las aguas volvieron a su nivel y permanecieron así, los arboles no se balancearon y los nenúfares no suspiraron más y ya no se escuchó su murmullo ni sombra de otro sonido en todo el enorme desierto sin fin. […] Mis ojos se fijaron en el rostro del hombre y su rostro estaba pálido de terror. Rápidamente, levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre la mano, y se puso de pie sobre la roca y escuchó. Pero no hubo ninguna voz en toda la extensión del enorme desierto sin fin y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre tembló y dio vuelta la cara y huyó rápidamente hasta que no pude verlo más.”[8]
Habiendo hecho esto, el demonio termina su relato y el hombre que lo escuchaba, confundido tanto como horrorizado, espera un final para la historia, ante lo cual el demonio se ríe, pues logró aterrorizar al hombre y ahora se burla del mismo. Esta es la importancia de pensar al demonio como el daimon socrático, ya que así podremos decir que el hombre desolado que al inicio se muestra inquebrantable, es el mismo hombre al cual le habla el demonio después de hacerlo pasar por todas sus agitaciones hasta el terrible silencio, punto en el cual pierde la sublime soledad y aparece su propia voz interior, es decir, la voz del demonio.
Hemos señalado que en medio de la soledad existe una gradación que va desde lo más asombroso y soportable para el hombre, hasta lo más terrible que puede causarle horror. En este sentido hemos de pensar que el relato es una narración que trata de la transformación gradual que el hombre sufre cuando se entrega a la soledad, donde el demonio es lo más profundo que se puede encontrar. Es decir, lo que encontramos en el cuento son tres estados del hombre, a saber: el hombre solitario en medio de una desolación caótica cada vez más intensa; el hombre que ha llegado al silencio absoluto y se vuelve temeroso; y el demonio, que es la viva voz del hombre hablándose a sí mismo en medio de la soledad, el silencio y la nada.
Esa es la oscura realidad del hombre y el más terrible temor que se le puede presentar; conocerse a sí mismo como el asustado y el que asusta, el dañado y el que daña, es decir, como el que habla y el que escucha, pues la voz del demonio no es otra más que la voz del hombre relatándose a sí mismo cómo es que se atormenta en su desolación. El hombre desolado, el hombre aterrorizado y el demonio son uno mismo, y en el fondo, en lo más profundo de su ser, el demonio ha de dominar al hombre, pues aunque el desolado quiera permanecer inquebrantable en su sublime soledad, el demonio lo arrastrará al silencio, desde el cual le hablará y lo convertirá en un hombre temeroso. Le causará pesares y agitaciones, triunfará sobre el animo del hombre y después lo abandonará en la maldición del silencio, burlándose de él.
Cuando el hombre busca conocerse a sí mismo y el daimon le habla, lo hace solo para mostrarle una sonrisa de triunfo y lo abandona al silencio, con la maldición de no decir ni escuchar nada acerca de él, y sorprendido solo dice que “cuando el demonio terminó su historia, se recostó en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reír con el demonio y me maldijo porque no pude reír.”[9] Quizás por ello es una pregunta sin respuesta, ya que al preguntarnos por nosotros mismos en medio del silencio, no podemos hacer otra cosa más que aterrorizarnos cuando encontramos a aquel sonriente demonio que lo domina todo y que después desaparece, dejándonos en medio de nada con un total silencio aterrador. Y nos quedamos solos sin respuestas y con un horrible temor, pues comprendemos que en el fondo de esta tumba hay algo que nos atormenta con su presencia y nos aterroriza con su silencio y del cual nada decimos, pues no se puede decir nada.
La experiencia del silencio es, como puede verse, mucho mas atroz que las tempestades y agitaciones que rodean al hombre, ya que estas agitaciones dan cuenta de la existencia del hombre dentro de un entorno frente al cual cabe la posibilidad de mantenerse a salvo a pesar de lo violento que sea; mientras que el silencio lleva al hombre a suspenderse de todo, momento en el cual busca algo qué escuchar pero no lo logra, pues se encuentra rodeado de nada. Es decir, aquello que Schopenhauer observa como actitud temerosa del hombre que se identifica como nada frente a la furiosa naturaleza, ahora lo envuelve, sin ruido ni luces cegadoras, sino como un abandono en la nada, donde no hay soledad ni mundo sublime al cual temer. En este terrible silencio, el mundo desaparece y desaparecemos con él, pues “este mundo nuestro tan real, con todos sus soles y vías lácteas, no es tampoco otra cosa que… nada.”[10]
Bibliografía.
· Allan Poe, Edgar, Narraciones extraordinarias, [trad. de equipo editorial], Madrid, EDITAM, 2012
· Aristóteles, Política, [trad. de Manuela García Valdez], Madrid, Gredos, 2015
· Blavatsky, Helena Petrovna, La voz del silencio, [trad. de Francisco Montoliu], España, Biblok, 2016
· Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, [trad. de José Rafael Hernández Arias], Madrid, Gredos, 2014
· Platón, Diálogos, [trad. de Julio Calonge], Madrid, Gredos, 2014
· Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación vol. I, [trad. de Rafael-José Díaz Fernández y Ma. Montserrat Armas Concepción], Madrid, Gredos, 2014
· Smith, Huston, Las religiones del mundo, [trad. de Beatriz López Buisán], Barcelona, OCEANO, 1944
[1] Platón, Apología de Sócrates, 31d [2] Allan Poe, E. “SILENCIO. Una fábula” en Narraciones extraordinarias, Edgar Allan Poe. Obras Selectas, EDITAM, Madrid, España, 2012, p. 261 [3] idem [4] Schopenhauer, A., “Libro tercero”, El mundo como voluntad y representación vol. I, Gredos, Barcelona, España, 2014, p. 245 [5] ibidem, p. 244 - 245 [6] ibidem, p. 244 [7] Allan Poe, E. op. cit., p. 262 [8] ibidem. p. 263 [9] idem. [10] Schopenhauer, A. op. cit., “Libro cuarto”, p. 466
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