Nuevas tecnologías implican nuevas percepciones. Al tiempo que creamos herramientas, nos recreamos a nosotros mismos a su imagen.
John Brockman.
Luis Veloz
(UNAM/FFyL)
En la década de los 70, Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut publican El nuevo desorden amoroso. Un libro polémico cuya tesis está orientada a la problematización del tema de las relaciones amorosas y los efectos que éstas sobrellevan en un momento atravesado por los cambios acordes a la modernidad capitalista.
Antes que Bauman,[1]los filósofos franceses habían sugerido que la fragilidad del vínculo amoroso se debía, en gran medida, al enfático modelo individualista de los nuevos tiempos. El amor y la sexualidad, planteaban ellos, se viven como ráfagas comúnmente inestables o mejor, fracturadas: “la sexualidad ya no tiene finalidades metafísicas o religiosas, carece de sentido o de transgresión de realización, higiene o subversión. El amor transformado en irreconocible, pierde su referencias: tal vez sea eso el desconcierto, que ya no puede existir un destino personal (…)”[2]
Casi cuarenta años más tarde, nos hallamos frente una radicalización del problema. Pues la individualización social no sólo se ha convertido en la norma de convivencia, sino que hoy, además, se ha arraigado prácticamente como el arquetipo del aislamiento, es decir, un deslinde de la proximidad. Esto significa que la producción de la subjetividad, durante al menos diez años, sufrió otro revés a partir de la mistificación y necesidad que inducen las nuevas herramientas de comunicación, en este caso, las redes sociales, por lo que ahora el sujeto parece desmaterializarse al interior de una red que le otorga como principal atractivo, no su presencia, sino la ausencia, la lejanía, o bien, la impersonalidad.
A partir de este marco ampliamente conocido, se homologan (se igualan o unifican) hoy día un gran número de actividades laborales, burocráticas, y por supuesto, las relaciones amorosas. En opinión de Norbert Bilbeny,[3]esto se debe a que, si la automatización de la tecnología cambia nuestra percepción del mundo, lo hace en todos los sentidos. Y no sólo en uno. No obstante y pese a la actual situación, cabe preguntarse si esto que denota un hecho excepcional y sin parangón, conserva aún la “esencia” de la noción de amor que se forjó, por lo menos en Occidente, a lo largo de más de dos mil años de historia. Y justo lo que argüimos, para mediar nuestra postura, es que la vivencia amorosa o la utopía del amor romántico incluso con la carga de la marginalidad virtual generada por la internet, sigue sujeta a ciertos imaginarios que nacen en una época y espacio determinado.
Para el filósofo Suizo Denis de Rougemont, de hecho (y como veremos un poco más adelante), el ideal amoroso que se cierne en las prácticas culturales modernas está fuertemente ceñido por el concepto de amor que se labra en los albores de la Edad Media. A partir de la narrativa del mito de Tristan e Isolda, Rougemont argumenta el constructo y fundamento de lo que solemos decir, significa el amor. Naturalmente una vez que prestamos atención a la tesis (que toca demasiados problemas), hay que debatir por qué razón dicho ideal mantiene, hasta cierto punto, una connotada vigencia. Porque si bien no parece que haya una extinción en sí, la vorágine tecnológica ha establecido otras formas de comunicabilidad que condicionan bajo nuevas claves los vínculos amorosos de la nueva era.
Amor, historia y sentimiento.
Para ahondar un poco más, comencemos por señalar que el amor se asume en dos sentidos, tanto como una construcción social (influida por costumbres y por ende situada históricamente), tanto como una vivencia intima, por lo regular, desquiciante. Platón por ejemplo, en el diálogo El Banquete, estudió con gran carga poética y desde posturas diversas el amor: Eros. El recorrido que logra marcar es notable.
En siete discursos el filósofo habla de Eros, y aunque no es el lugar para abordarlos, ya que cada uno ameritaría un análisis aparte, cabe sopesar que Eros se presenta en aquel memorable diálogo como hijo de Poros y Penia, o sea, de la Abundancia y la Pobreza, por lo que no es ni un dios ni un hombre, sino un demonio. El amor es, asimismo, un ascenso que va del cuerpo (belleza) a la Idea. Es decir, que a poco se eleva el concepto hasta llegar a un espacio intelectual, contemplativo (incorpóreo). Sin embargo, y por la fuerza que se imprime en la imagen metafórica, el mito del andrógino (unión entre varón y mujer) presentado por Aristófanes suele ser uno de los ejemplos más citados en tanto que detalla la necesidad de formar en una unidad, aquello que fue separado.
En efecto, recordemos que el andrógino simboliza una entidad completa. Tanto así, que gracias a su vigor y corazón animoso, tiene la osadía de retar y combatir a los dioses, de ahí que Zeus, en castigo, lo divida con un rayo. Así pues, aquel ser robusto que contaba con cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros, y se movía en forma de rueda, es separado y condenado a buscar su otra mitad, indefinidamente.
A lo largo de los siglos, los matices por supuesto discordantes persiguen la ruta trazada por Platón. El amor y la sexualidad, en este sentido, figuran como vivencias que podemos entender son de lo más complejas que se experimentan entre dos. La búsqueda del otro, es decir, del ser que completa la fragmentada existencia supone una de las condiciones que subyace al interior de la sociedad. En Platón, sin embargo, el cuerpo en última instancia va a quedar separado por la Idea. Cuya elevación es, prácticamente, sin retorno.
En cambio, a raíz de la concepción grecorromana del amor se da luz a una visión materialista, y por ende el cuerpo va a recobrar su importancia, al grado que muchos de los grandes poetas dejarán constancia de su propia experiencia a partir de importantes obras: Teócrito, Catulo, Safo, Lucrecio, Ovidio etc. Lo mismo sucederá en otras épocas, y con otros autores; de la poesía provenzal hasta los genios del Renacimiento y la modernidad: Dante, Petrarca, Boccacio; Tolstoi, Dostoyevski, Flaubert, Balzac, Proust, etc., la lista naturalmente es inagotable.
Consideremos entonces que existe un ideal de amor que recorre la historia y se concreta a partir de convenciones adyacentes al lugar en donde la gente lo expresa. Pero también existe el sentimiento: un fuego latente, digamos, una empatía en relación a otro que cobra forma con base en las enseñanzas que otorga la propia sociedad. Es decir, amar es esto o aquello. Y se reafirma con el tiempo. El contacto con el otro, se traduce, con la costumbre y hablando de amor, en un lazo dado a partir de ciertos prolegómenos en las cuales se forja una relación (el vínculo). Por ello Ovidio, mucho tiempo atrás, enseñaba (para burlar las trabas) la manera —a decir de él— más efectiva para asegurar el efecto de empatía del ser deseado. Así aparece, con todas sus letras, el seductor. El artífice o burlador. Otro tema aparte en este estudio.
Por su parte, Arthur Schopenhauer, notable teórico de la Voluntad, defendió la tesis según la cual el amor únicamente significa un “engaño” de la natura, por lo que lo único importante se reduce a la sexualidad. Es decir, que nuestro impulso por trascender y perpetuar la especie (enfatizado por el instinto animal que nos es propio) se maquilla por vía de una “relación amorosa” que raya incluso en lo absurdo una vez que se logra pensar aquello con la cabeza fría, entiéndase, racional. Kierkegaard, no muy lejos de Schopenhauer, afirmó que con la cópula carnal, bajo la mirada estética, lejos de reafirmarse el amor, lo que se reafirma siempre es la especie. Dado que ella es la que triunfa en última instancia.
Con todo, e incluso con el aparente desencanto que estas posturas contraen (y muchas que hemos dejado en el tintero), lo cierto es que el amor se sigue buscando y quizá, con todo y lo trágico o ambiguo que parezca ser, el ideal de la vida feliz que anudan los enamorados, está marcado en el código del vivir-juntos de una sociedad, pues se ha forjado con notable vitalidad a lo largo de los siglos y ha atravesado la cultura en muchos tiempos y lugares. Como dice Rougemont, hay necesidades sustanciales, muy profundas de la vivencia humana, que son influenciadas por los mitos.
Las redes sociales y el amor cortés.
La nueva era de la comunicación está sustentada en la velocidad. Estamos inmersos por la rapidez del discurso, de los signos. Hoy existe la posibilidad de entablar relaciones amorosas por medio de una red que conecta en una base inmaterial a aquel que está distante. Lo que antes fue algo impensable, hoy es un hecho. Pero estas nuevas modalidades también condicionan sus efectos.
El proceso a partir del cual se instauran las prácticas materiales, con todo y sus ideologías, reproduce necesariamente una cierta concepción del mundo, es decir, cómo se interpreta el lugar donde nos movemos y por ende, cómo lo nombramos. Todo desarrollo científico-técnico, una vez normalizado reconstruye a los sujetos en cuanto a su manera de entender su situación. La máquina, en sus distintas formas es naturalmente el objeto cuya representación ha intervenido el paradigma político-económico, y también el de la moralidad instituida.
En el siglo XX, (como en otros siglos y con otros ejemplos) esto pasa cuando surgen los medios de comunicabilidad compleja a nivel técnico, como fue el caso del telégrafo, el teléfono, la radio, el cine y la televisión. A finales del siglo XX, y principios del XXI, la hegemonía radica en las computadoras y el internet. Hoy día esa base comunicacional de gran espectro ha catapultado a las redes sociales como la tendencia radicalmente uniformante y enajenante de la vida social, prescrita por la ausencia.
En este escenario, y de acuerdo a lo visto, el amor o la idea de amor sigue presente. Nuevamente retornando a Rougemont y a su célebre obra El Amor y Occidente, se vuelve interesante repensar un poco cómo el amor que se funda a partir de narrativas de orígenes opuestos, casi siempre desconocidos e incluso religiosos, han aportado los rasgos característicos del ideal romántico. El mito y su valor ético, social, cultural, e incluso, su valor de verosimilitud, explica el filósofo que: “(…) su carácter más profundo del mito es el poder que ejerce sobre nosotros, generalmente sin que lo sepamos.”[4]
Para este pensador, la fuerza que ha vertido el mito y por lo que se ha hecho sólido y perdurable radica en su capacidad de ser adherido a los cánones de vida de una sociedad, como dice él, sin que lo sepamos. Están ahí y recorre la lírica y las grandes obras de la literatura. Mucho de ello pasado por el filtro de la televisión y el cine (hoy llamados medios tradicionales). El mito, como sea, prende la llama que luego otros personajes se encargan de acrecentar. En el caso de Tristan e Isolda, el mito fundador radica en el amor-pasión. El amor digamos, que está siempre en peligro. Tal es el caso del adulterio. Para Rougemont, el adulterio es justamente la herejía de un pacto que colinda con la desgracia, el amor romántico, el amor amenazado es aquel que está en la línea de fuego.
Una de las características que denota el amor-pasión, es el ultraje del matrimonio en tanto institución. Octavio Paz, que no coincidía del todo con Rougemont, admite que el amor cortés se acentúa primordialmente por un ideal caballeresco que tendía (la gran mayoría de veces) a no consumarse carnalmente (entiéndase, sexualmente). Pero, aun así, era propiciado por una infidelidad. Casi siempre de la dama:
La dama, al aceptar al amante, lo besaba y con eso terminaba su servicio. Pero había un cuarto grado: el amante carnal (drutz). Muchos trovadores no aprobaban que se llegase al fach (al hecho: la copulación). Esta reserva se debía sin duda al cambio del rango de los trovadores que se habían convertido en poetas profesionales (…)[5]
Ahora bien, a partir de los nuevos elementos comunicativos, con todo lo que significan, tanto en cuanto a lo que facilitan como lo que problematizan, hallamos bajo esta interpretación dos puntos a considerar: el primero es que la idea de amor no se ha perdido, como hemos venido diciendo, el imaginario que florece a través de los mitos es tan fuerte que no agota su vigencia. Lo que cambia es su modo de operar. A través de una idea hegemónica del amor romántico (noción esencial) se privilegian ciertas concepciones que cada quien le añade o le resta, pero el subterfugio del imaginario se mantiene palmario incluso en las redes sociales. Basta dar una mirada rápida a ellas para percibir como sus usuarios expresan la afectividad amorosa de múltiples maneras.
El segundo punto es que, los elementos del amor cortés, como ideal de amor inalcanzable; el sufrimiento latente, la exclusividad, y por supuesto, el adulterio, hoy significan una pieza elemental que se detona y al cual se le saca provecho en un sistema altamente complejo de redes que facilitan el flirteo. La ausencia y el aislamiento del sujeto, admite un acercamiento no corporal a otro (en un primer momento) gracias a la construcción de los perfiles, o lo que es igual, de los personajes. Lo cual no sólo sucede con Facebook, sino también con otras plataformas específicamente pensadas y diseñadas para dicho propósito, entre las más populares se encuentra Down, Break up notifier, Streetmatching, y por supuesto, Tinder y Badoo. Además, a esto sumamos Whatssap, una aplicación no diseñada específicamente para dicho fin, aunque por su versatilidad ha servido notablemente para generar relaciones interpersonales, muchas de ellas con tinte amoroso.
Es interesante hacer notar que las redes sociales en la actualidad recrean el papel de la “plaza pública”, por lo que ahí se conocen y conectan los intereses más variados. Los individuos alternan claramente su curiosidad en flujo a la visualización del perfil ajeno. Así, se entra en contacto con una cierta idea de quién es el otro, aunque por lo regular eso sea únicamente una proyección ficticia, deformada, que anuncia un imagen nebulosa del personaje detrás del perfil.
Todo usuario construye, en mayor o menor medida su personaje en la red. Con selfies, imágenes, registro de los gustos, si se tiene o no una relación, etc. Y ello es lo que observamos y, muchas veces lo que entusiasma. El mojigato escudado en la pantalla del móvil o de su computadora, puede representar al gran seductor o el insurrecto personaje que lejos está de serlo en la realidad. Por medio de la redes, se facilita (no se mejora) el habla, la expresión. Porque al estar fuera de la mirada del otro, se puede soltar la palabra sin más excusa que la libertad de decir. Aunque ésta sea torpe y necia como dijera Umberto Eco.
Resulta difícil pues, pensar las redes sociales sin el elemento del amor, y sólo apreciarlas como un medio cualquiera de comunicación rápido y efectivo. Naturalmente esto no es así, pues el gran éxito de las redes supone la explotación y exploración de las emociones y sentimientos de sus usuarios. De ahí su fetichización. El lenguaje muta, al grado que se minimiza el uso de palabras. Lo que facilita todo. De tal modo que se reduce el uso de la letra por la imagen: Estikers, emoticons, gif, o memes. El abanico es variado a fin de experimentar aquello que la realidad niega al individuo, y con gran velocidad.
En suma: ¿cómo pensar nuestra época de alto grado desarrollo tecnológico sin el amor? Se torna nulo hacerlo cuando es claro que la sociedad expresa siempre una necesidad de pasión, y tal necesidad, también es reproducida al gusto de cada quien en la virtualidad y por ende en las nuevas tecnologías. El amor cortés, no obstante, entendido como el imperio del deseo siempre amenazado, especifica un rol significativo desde el instante que contemplamos algunas de sus reglas, incluso con la transformación de los elementos que dan forma a las relaciones intersubjetivas de hoy día. La ausencia, la fractura emocional, la colisión; pero también las promesas de amor, los ideales y las renuncias, aún deponen el aparato verbal cotidiano referido a los amantes, pese a todo el ímpetu de un futuro que aceleradamente nos abruma.
[1] Véase, Zygmunt Bauman, Amor líquido, ed, FCE, México, 2015 [2]Pascal Bruckner, Alain Finkielkraut, El nuevo desorden amoroso, ed. Anagrama, Barcelona, 1979, p. 12 [3] Cfr. Norbert Bilbeny, La revolución en la ética, Hábitos y creencias en la sociedad digital, ed. Anagrama, Barcelona, 1997, p. 35 [4] Denis de Rougemont, El amor y Occidente, ed. Kairos, Barcelona, 1978, p. 19 [5] Octavio Paz, La llama doble, ed. Seix Barral, México, 1993, p. 89
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