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La muerte y la comunicación




Pero yo penetré todas la cosas.

Tú no estabas. Tú eras un nombre

fácil en la boca de los hombres.

Jaime Sabines.





Óscar de la Borbolla.






La muerte parece en primera instancia un tema inconveniente para la comunicación. Ahuyenta a los interlocutores o por lo menos despierta en la gran mayoría un peculiar repudio. Pronto o tarde, quien insiste en hablar de la muerte corre el riesgo de convertirse en una persona insoportable, a la que se tacha de impertinente, o de pésimo gusto, o de negativa y amarga. En nuestros días, empero, lo más corriente es tropezar no tanto con individuos a quienes molesta el tema, sino para quienes resulta un tópico aburrido e indiferente. Así, el que habla de la muerte se vuelve aquel con quien difícilmente estamos dispuestos a sostener una conversación, sea porque con sus palabras remueve un fondo de nosotros mismos al que nos disgusta bajar, o bien porque como se dice: “la muerte es algo tan natural” que no merece ser tocado con la palabra. En todo caso, la renuencia a hablar de la muerte es constante y generalizada, aunque los motivos varíen en cada caso.



Y sin embargo, gustamos de la muerte o, mejor dicho, del sustantivo “muerte” y del verbo “morir”, nuestra expresiones constantemente están cargadas con palabras macabras. No es inusual subrayar el cansancio, diciendo “estoy muerto”, referirnos a una dificultad como “lo que nos mata”, calificar a quien trabaja con ahínco como “un matado”, jurar amor “hasta la muerte” o mostrar el valor afirmando “que me maten de una vez”. La variedad de estas fórmulas es casi infinita. Los términos “muerte” y “morir” no son en modo alguno ajenos a nuestro vocabulario cotidiano; y no obstante, es cierto que rara vez podemos encontrar con quien hablar de la muerte.



La muerte es un vocablo que aflora regularmente en nuestra plática, pero no un asunto para platicar. Así, al mencionarla la callamos, pues, a fuerza de repetirla ha quedado vaciada de significación. “Muerte” no es ya un término que traiga a la conciencia la idea de nuestra finitud, es más bien un estribillo apagado con el que destacamos otros temas, con que ponemos énfasis a otras palabras. Además, la muerte misma nos invita al silencio, cae a nuestro derredor privandonos de aquel con quien nos comunicamos, nos deja siempre con algo que íbamos a decir: con un mensaje a medias que nunca más podrá ser completado ni respondido. Frente al muerto las palabras pierden de pronto su sentido y el diálogo revela su faz absurda, ¿para qué hablar ya ante nadie? ¿Para qué dirigir las palabras cuando el destinatario ha desaparecido? ¿Para qué el mismo lenguaje que vincula, si todos los demás y hasta nosotros mismos hemos de abandonar el diálogo tan abruptamente? La muerte al suspender su presencia de nuestro interlocutor descubre grotesca la esencia de la palabra, nos apercibe de la fragilidad que recorre de punta a punta toda comunidad y nos enseña así, la gran diferencia que hay entre el monólogo y el diálogo truncado por la muerte. No es igual hablar a solas con nosotros mismos, que quedarnos solos hablando.



No es casual, por tanto, la repulsa entre comunicación y muerte, pues quien pretende comunicarse confía en el papel vinculador y comunicativo del lenguaje, mientras que la muerte si no anula dicho sentido, cuando menos lo empaña al tornar erráticas las palabras. Esto nos permite entender porqué la muerte-ajena nos quita el habla: no tanto es que no encontremos qué decir, sino que, literalmente, se nos extravía el sentido de todo decir.



En resumen: la muerte parece un tema imposible para la comunicación, pues es un asunto que cuando nos afecta, no queremos tocar; y cuando nos atañe, no encontramos qué decir, ya que el habla misma se trueca absurda.



No obstante hasta aquí hemos venido suponiendo que la comunicación es un evento de fácil y superficial realización, que basta con la disposición de los interlocutores, la disponibilidad del tema, el intercambio de mensajes, etc; pero todo esto puede darse sin que ocurra de hecho la comunicación; sin que los que hablan se entiendan entre sí y sin que entiendan aquello de que hablan y, sobre todo, sin que se logre la reunión del propio del ser propio y del ser del otro. Ello es posible porque la comunicación es un acto de comunión en el que el otro, y no sólo lo que dice, deja de ser ajeno; en el que el alter ego pierde su otreidad y se integra en nuestra mismidad. Comunicarnos es apropiarnos del otro yo: formar con él lo que somos y formarse él con nosotros. Pero entiéndase bien, esta comunión no significa reductibilidad de uno a otro, no uniformante acuerdo de opinión, sino un concierto de diferencias de ambos dialogadores, o sea, armonía dialéctica entre las diferencias, que sólo es posible si las discrepancias tienen un referente común y si se toman en cuenta unas a otras.





Entiéndase también que apropiarse no significa apoderarse, pues solo nos apropiamos de lo que virtualmente nos pertenece: del respeto del otro, de las ideas del otro que pensamos por nuestra cuenta, de la posibilidad humana que el otro actualiza con su existencia; en cambio, sólo nos podemos apoderar de lo que esencialmente no nos corresponde: la conciencia ajena, la libertad del otro, etc. Comunicarnos es entender la individualidad que somos al comprender que el otro es distinto, pero también propio a la vez. De este modo, la comunicación es una operación de enriquecimiento existencial, pues, más allá de escuchar lo que el otro dice, conjunta las posibilidades de ser de los que se comunican. En suma, la comunicación es la comunión del ser propio y del ser ajeno, en la cual cada participante abarca o “comprehende” al otro.



Si como vemos, la comunicación hunde sus raíces en el ser mismo del hombre, resulta inconcebible que la muerte tan embebida, por decirlo así, en ese mismo ser, no sea un tema privilegiado para celebrar un diálogo real. En efecto, distingamos entre intercambiar locuciones y lo que hemos llamado diálogo real o comunicación, ya que lo que ocurre cotidianamente es lo primero y sólo de manera excepcional lo segundo. En el conversar del “hombre apresurado”, como lo llama Heidegger, donde la muerte no puede hacerse cuestión, pues únicamente tiene cabida “el sí, sí y el no, no” con los que nos responde. El hombre apresurado, que somos todo en algún momento, pasa de largo y cruza unas palabra con nosotros, pero no las entrecruza, no anuda su existencia solidariamente con nosotros mediante las palabras, evita todo compromiso, y hablar de muerte obliga al hombre a encararse, a asumirse, a emplazar su existencia y juzgarla poniendo a prueba el sentido que le ha asignado, a reconocer que esto no va a seguir. Lo tremendo de este emplazamiento nos hace reacios a hablar de la muerte y nos arroja a la existencia apresurada en la que cualquier cosa nos ocupa y en la que, claro, no se tiene tiempo para la comunicación.



Empero, ese silencio que propicia en nosotros la muerte ajena, ese anonadamiento que cancela las ocupaciones, ese recogimiento en que nos deja, son exhortaciones para hablar de la muerte, para trabarse hablando íntimamente con el otro, para que la dialéctica existencial en que consiste el diálogo real efectivamente se produzca. Así, cuando sobrepasamos el abatimiento a que nos reduce la muerte-ajena y dirigimos la mirada a lo que nos rodea buscando algo familiar, algo que restituya nuestro lazo con el mundo, es entonces el momento en que podemos comunicarnos verdaderamente, pues el otro-yo resurge como el encontrado: como el que se deseaba encontrar. Pero esta comunicación no se obtiene mediante una profusión de palabras, sino más bien con un maniobrar de silencios y una escasez de gestos. Las palabras nos distraen, nos pierden, entorpecen la comunicación, la vuelven abstracta. Algo similar sucede con el “diálogo” amoroso que también reúne silenciosamente. En él la sonoridad de las palabras quiebra el encanto: las palabras se interponen como medios y por lo mismo lo separan. Las palabras son necesarias para aproximar, pero cuando desaparece la alteridad, por la comunidad de una vivencia, se vuelven obstáculos para la comunicación. Así, el amor y la muerte son dichos sin hablar, mediante un comunicado silencioso.



Óscar de la Borbolla, escritor y filósofo mexicano, cuenta con una amplia trayectoria en las letras mexicanas. Entre sus obras podemos citar: Las vocales malditas, Todo está permitido, Nada es para tanto, Ucronías, Instrucciones para destruir la realidad, La rebeldía del pensar, entre otros. "La muerte y la comunicación" fue publicado originalmente en Cuadernos de Investigación #18, UNAM/Acatlán.


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