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La experiencia del trabajo


Fernando Broncano

(Universidad Carlos III, Madrid)






La experiencia más común de la humanidad es la experiencia del trabajo asalariado. Varía en muy diversas modalidades: desde el trabajo “no cualificado” a los cargos intermedios, desde el trabajo en el campo industrializado a las cadenas de montaje, desde el trabajo manual al trabajo de gestión o al intelectual. No hay pues una experiencia única en lo que respecta a la fenomenología, aunque en términos económicos sea siempre una experiencia genérica de ver convertido el trabajo en mercancía. “Trabajo” es un concepto difícil de definir, que ha sido objeto de múltiples escritos a lo largo de la historia de la economía y la filosofía. En el siglo XIX la emergencia de la noción de energía, como término que se aplica a la causalidad física, y en particular la formulación del Principio de Conservación (1ª ley de la termodinámica) y del concepto de entropía que aparece en la 2ª ley, permitieron un intento de definición materialista como gasto metabólico de energía desarrollando el concepto de “fuerza de trabajo”. Ciertamente, no todo gasto de energía es trabajo ni tampoco lo es cualquier gasto de energía que produzca algo. Si acaso, pudiéramos llamar trabajo a los gastos de energía que son necesarios para la reproducción a través del consumo que permite el intercambio de lo producido o el salario recibido. Así es como lo considera Hannah Arendt en La condición humana.


La diversidad de los trabajos fue estudiada intensamente desde el siglo XVIII, entre otros muchos por Adam Smith, quien dirigió su atención a la división del trabajo como un producto necesario del cambio económico. La división del trabajo adopta modalidades tan diferentes como lo que denominamos simplemente “división técnica”, o la división del trabajo manual e intelectual, que fue objeto de múltiples críticas en el marxismo del siglo XX, o, como se ha teorizado desde el feminismo, la división sexual del trabajo. Marx hizo una aportación central al desarrollar la idea de trabajo abstracto que no es sino el producto de la metamorfosis que causa el capitalismo al convertir el trabajo en mercancía a través del salario, de forma que se oculta su carácter de producción concreta, el “valor de uso” del trabajo concreto. La división del trabajo, por otra parte, genera que la “fuerza de trabajo” o conjunto de capacidades se escinda en múltiples especializaciones. En las formas de trabajo industrial organizado mediante el control de ritmos y movimientos la división del trabajo producía y produce en las cadenas de montaje una maquinización de los cuerpos y las mentes. Simone Weil sabía que todas las definiciones eran vacías sin la experiencia en primera persona del trabajo asalariado y por ello en 1934 decidió entrar en una fábrica no simplemente como un paseo intelectual por la clase obrera, sino como una necesidad vital para entender en qué consiste realmente la opresión. Sus escritos y cartas recogidos en La condición obrera dan cuenta de sus vivencias en la cadena de montaje y de las reflexiones que suscitan sus reacciones corporales y mentales:


Ayer hice el mismo trabajo durante todo el día (embutido en una prensa). Hasta las cuatro estuve trabajando a un ritmo de cuatrocientas piezas hora (fíjese que mi salario por hora eran tres francos) con la sensación de que trabajaba duro. A las cuatro el contramaestre (es decir el capataz) ha venido a decirme que si no hacía ochocientas piezas me despedirían: "Si a partir de este momento hace usted ochocientas, quizá permita que se quede". Compréndalo, nos hacen el favor de permitirnos que reventemos; y encima hay que dar las gracias. Poniendo todas mis fuerzas he conseguido llegar a seiscientas por hora. Por lo menos me han permitido volver esta mañana (les faltan obreras porque la nave es excesivamente mala para que haya personal estable y hay urgentes pedidos de armamento). He hecho este trabajo una hora más y con un nuevo esfuerzo he llegado a sacar algo más de seiscientas cincuenta. Me han encargado diversas cosas más, pero siempre con la misma consigna: ir a toda velocidad. Durante nueve horas diarias (ya que entramos a la una, no a la una y cuarto como le había dicho) las obreras trabajan así, literalmente sin un minuto de respiro. Cambiar de rutina, buscar una caja, etc., todo se hace de prisa y corriendo. Hay una cadena (es la primera vez que veo una, y esto me ha hecho daño) en la cual, me ha dicho una obrera, han doblado la velocidad en cuatro años; y todavía hoy un contramaestre ha reemplazado a una obrera de la cadena de su máquina y ha trabajado diez minutos a toda velocidad (lo cual es muy fácil si descansas después) para demostrarle que debía ir más aprisa. Ayer a la tarde, a la salida, me encontraba en un estado de ánimo que ya puede usted imaginar (por suerte, el dolor de cabeza me deja respirar de vez en cuando); en el vestuario me ha sorprendido ver que las obreras eran capaces de charlar y no parecía que tuviesen esta rabia concentrada en el corazón que a mí me ha invadido. Algunas, no obstante (dos o tres), me han expresado sentimientos parecidos. Son las que están enfermas y no pueden descansar. Usted sabe que el pedaleo que exige la prensa es muy malo para las mujeres; una obrera me contó que por haber tenido una salpingitis no había podido conseguir otro trabajo que el de las prensas. Ahora, por fin, ha conseguido dejar las máquinas, pero su salud está definitivamente arruinada. (Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935).





Ella se daba perfecta cuenta de que las experiencias necesitan ser elaboradas y de que hay que entender la diversidad, por lo que pide a las obreras y obreros que escriban su historia de relación con el trabajo:


Conocidas son las condiciones del trabajo industrial. No es culpa de nadie. Quizá incluso alguno de ustedes se acomode a esta situación sin esfuerzo. Es una cuestión de temperamento. Pero hay caracteres sensibles a este tipo de cosas. Para hombres de este carácter, tal estado de cosas es demasiado duro. Yo querría que Entre Nous sirviera para remediar un poco el problema, si ustedes desean ayudarme a ello. He aquí lo que les pido. Si una noche, o bien un domingo, de pronto les duele tener que encerrar siempre en ustedes mismos lo que tienen en el corazón, tomen papel y pluma. No busquen frases bien construidas. Empleen las primeras palabras que les pasen por la cabeza. Y digan lo que para ustedes es su trabajo. Comenten si el trabajo los hace sufrir. Cuenten estos sufrimientos, tanto los morales como los físicos; si hay momentos en que ya no pueden más; si a veces la monotonía del trabajo los agobia; si sufren con la preocupación y la necesidad de ir siempre deprisa; si sufren por estar siempre bajo las órdenes de los jefes. También añadan si alguna vez sienten la alegría del trabajo, el orgullo del esfuerzo hecho. Si consiguen interesarse por sus trabajos. Si algunos días les gusta sentir que avanzan y que, por consiguiente, ganarán más. Si alguna vez pueden pasar horas trabajando mecánicamente, sin casi darse cuenta de ello, pensando en otra cosa y perdiéndose en ensueños agradables. Si a veces están contentos de tener solamente que ejecutar órdenes sin tener necesidad de romperse la cabeza. Describan si, en general, encuentran largo o corto el tiempo pasado en la fábrica. Esto quizá dependa de los días. Intenten entonces explicar exactamente el porqué. Cuenten si están muy entusiasmados cuando van al trabajo, o bien si cada mañana piensan: ¡cuándo será la hora de salir! Y si por la noche salen contentos, o bien agotados, vacíos, abrumados por la jornada de trabajo. Intenten, en fin, expresar si en la fábrica se sienten contenidos por el sentimiento reconfortante que hallaron entre compañeros, o si por el contrario se sienten solos. Sobre todo, escriban cuanto les acuda a la mente, cuanto les pese en el corazón. (Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935)


Los análisis sociológicos que desde el siglo XIX daban cuenta de la miserable condición obrera, los más militantes de Marx que explicaban los mecanismos por los que se produce la explotación de la fuerza de trabajo son vacíos sin los testimonios de la experiencia elaborada en la forma de relatos. Como en otras formas de daño, el estudio impersonal es necesario, pero no suficiente sin la aportación de la experiencia a los recursos comunes cognitivos. De otro modo, la opresión queda en expresiones individuales de sufrimiento a las que ocasionalmente atienden los servicios sanitarios o en breves quejas en las conversaciones al fin del día de labor. La concepción moralista y religiosa del trabajo considera que este es la manifestación más primaria de la condición caída del ser humano. En los comienzos del pensamiento burgués se desarrollaron múltiples análisis más o menos positivos, pero los teóricos más clarividentes como Bernard Mandeville, en La fábula de las abejas, sabiendo que el trabajo es un castigo, recomienda que a las clases trabajadoras se les mantenga al borde mismo de la supervivencia porque de otro modo no trabajarían:


Ahora, regocijados con este aumento de riqueza, miremos las condiciones en que se encontrarían las clases trabajadoras y, razonando según la experiencia y la conducta que diariamente podemos observar en ellas, juzguemos lo que podría ser su comportamiento en un caso semejante. Todo el mundo sabe que hay gran número de jornaleros, como oficiales tejedores, sastres, teñidores y otros veinte oficios diversos, los cuales, si pudieran sostenerse trabajando cuatro días a la semana, será difícil persuadirles de trabajar el quinto; y que hay miles de obreros de todas clases que, para disfrutar de más días de descanso, son capaces, aunque tengan apenas lo suficiente para subsistir, de inventar cincuenta inconvenientes, desobedecer a sus amos, apretarse el cinturón y endeudarse para hacer fiesta los días de trabajo. Cuando los hombres demuestran tan extraordinaria proclividad al ocio y al placer, ¿qué razón tenemos para pensar que trabajarían alguna vez si la necesidad inmediata no les obligara? Cuando vemos que un artesano no puede ser empujado a su trabajo hasta el martes, porque el lunes por la mañana le quedan todavía dos chelines de la paga de la última semana, ¿por qué podríamos imaginar que trabajaría alguna vez, si tuviera en el bolsillo quince o veinte libras? ¿A dónde irían a parar, a este paso, nuestras manufacturas? Si el mercader quisiera enviar telas al extranjero, tendría que hacerlo él mismo, porque el lencero apenas podría contar con ninguno de los doce hombres que trabajan para él. Si esto aconteciera solamente con los oficiales zapateros, en menos de doce meses la mitad de nosotros estaríamos descalzos. La principal y más apremiante utilidad del dinero, en una nación, es pagar el trabajo de los pobres y, cuando éste escasea realmente, los que lo sentirán primero serán los que tienen la obligación de pagar a muchos trabajadores; sin embargo, a pesar de esta gran necesidad de moneda donde la propiedad estuviera bien asegurada no sería tan difícil vivir sin dinero como sin pobres; porque, ¿quién haría entonces el trabajo? Por esta razón la cantidad de moneda circulante en un país debiera estar siempre en relación al número de manos empleadas, y los jornales de los trabajadores en proporción al precio de las provisiones. Por consiguiente, queda bien demostrado que todo lo que hace aumentar la abundancia de un país contribuye a abaratar la mano de obra, donde se maneje bien al pobre, pues lo mismo que se debe evitar que pase hambre, conviene impedir que reciba nunca lo bastante para poder ahorrar. Si aquí y allá, alguno de los de las clases más inferiores, gracias a una extraordinaria industria y economía, logra elevarse por su propio esfuerzo de la condición en que se crió, nadie debiera impedírselo. Es innegable que la frugalidad es el método más acertado, para todas las personas que forman la sociedad, y para las familias particulares; pero el interés de todas las naciones ricas consiste en que, la mayor parte de los pobres no puedan estar desocupados casi nunca y que, sin embargo, gasten continuamente lo que ganen. Bernard Mandeville La fábula de las abejas.


La lógica del salario de subsistencia fue discutida en tiempos en que la lucha de clases en los países más avanzados había generado pactos de salarios que permitían una cierta capacidad de ahorro y consumo por parte de las clases trabajadoras, pero sigue siendo una práctica nunca desaparecida que vuelve como la marea con las nuevas modalidades de capitalismo en que el paro se ha convertido en una amenaza permanente para cualquier reivindicación. Pues cabría pensar que los relatos de cansancio en la era del capitalismo avanzado ya no corresponden a las vivencias de la gran mayoría de la clase obrera, pero no es cierto. El capitalismo de la deslocalización y la flexibilidad, de la externalización del trabajo hacia pequeñas empresas y falsos autónomos, de la precariedad y sobrecualificación reproduce formas de sufrimiento nuevas. En el primer tercio del siglo pasado la fatiga comenzó a ser un tema del que se ocupó la nueva disciplina de la organización científica del trabajo y la psicología social aplicada a la empresa. Se comenzó a correlacionar la fatiga con la alta tasa de accidentes de trabajo y se teorizó como un subproducto del tiempo de trabajo, aplicando la segunda ley de la termodinámica. En tiempos anteriores, el cansancio había sido entendido simplemente como un defecto de carácter cuando no un vicio moral cercano a la indolencia. Médicos y psicólogos comenzaron a experimentar con la fatiga y a reparar en que los trabajadores tenían un cuerpo diferente a las máquinas cuyo modelo había sido una fuente de inspiración para la metafísica del dualismo que componía lo humano. Las máquinas no se cansaban, los cuerpos sí y terminaban perjudicando no solo a los trabajadores sino también a su productividad.





Pero en el capitalismo flexible al siempre presente cansancio físico se comenzaron a unir nuevos síntomas inespecíficos. “Neurastenia de la modernidad” teorizaron los primeros psicólogos que atendían a estos casos. Fibromialgias, depresiones, estrés y ansiedad, nuevos síntomas que los médicos diagnostican sin diagnosticar sus causas sociales. Poco a poco, la literatura del nuevo siglo ha comenzado a elaborar relatos de las nuevas vivencias, espejos de nuevas experiencias en el trabajo flexibilizado:


Mateo no entiende a quienes afirman que el padecimiento cobra sentido cuando se supera con las propias fuerzas, con la voluntad y con la mente. Que se lo digan a la chica de la pizzería. ¿Cuál es el sentido de padecer sus doce horas vendiendo trozos de pizza en vez de estar haciendo algo que le importe? Puedes sobrellevarlo con la voluntad, la mente y los movimientos lentos, pero al final el supuesto sentido se resuelve en que, a cambio de sus doce horas diarias de reducirse a la nada le paguen cada mes lo mismo que cobra por quince minutos de trabajo semanal algún privilegiado. Si no hay justificación alguna cuando se trata del dolor de la injusticia, tampoco tendría que haberla con el dolor del azar. No es el dolor ni el padecimiento lo que debe cobrar sentido. Es, en todo caso, la vida que hay detrás cuando ese padecimiento no puede ser evitado, cuando se presenta como un fruto del error inevitable o del desgaste. Se atribuye al dolor la función de evitar el peligro: si esto quema no lo toco; si me he roto una pierna, no sigo corriendo. Tiene sentido cuando puedes sortear ese peligro, cuando puedes mitigarlo o escapar. Pero la chica dependienta de ojos de pez no parece que pueda sortear, al menos de momento, estar ahí, ni que pueda escaparse. Cuando Mateo mira a la chica haciendo como que mira su móvil, piensa en toda esa monotonía, ese cansancio, ese no estar en otra parte y no tener ni un sombrero ni un caballo ni una nube, ese abrir el puesto antes de que sus horas de trabajo empiecen a estar remuneradas, cerrarlo, limpiar y echar las cuentas y colocar las cosas cuando ya su jornada supuestamente ha terminado, el insecticida, el servicio sin espacio para cerrar la puerta, el desinfectante, soportar las bromas pesadas del jefe, su presión los días en que se ha vendido poco; esas mañanas cuando, pese a no haber dormido apenas pues algo le ha sentado mal y aún tiene el estómago revuelto, debe sin embargo volver al mismo olor, reprimir la náusea si no quiere perder el trabajo; y el miedo, y el desconsuelo de saber que siente miedo de que puedan echarla de un sitio así. Mateo se pregunta si eso que es padecimiento o dolor podría ser también una especie de entrenamiento. Entrenarse para evitar que vuelva a suceder. Entrenarse como si cada día al salir de casa la chica o él se toparan de frente con la pintada que conocen aun sin haberla visto nunca: «No tienes la menor oportunidad, pero aprovéchala»., Belén Gopegui, Quédate este día y esta noche conmigo.


La novela de Belén Gopegui habla de dos seres que se encuentran y hacen en común un curriculum vitae heterodoxo para informar a Google, que todo lo sabe, de lo que no sabe: la experiencia del trabajador en paro que solicita un puesto en esa superempresa del nuevo capitalismo.


Remedios Zafra ofrece en El entusiasmo un relato de la experiencia de explotación nueva de las emociones más consustanciales con la agencia, como es el entusiasmo por la obra propia. Es una característica nueva de organización del trabajo basada no en la disciplina del capataz sino en la adhesión y lealtad a la empresa incluso si a cambio no se ofrecen más que vagas expectativas de un futuro empleo. Su personaje, Sibila, parece vivir en un ciclo inacabable de esperanzas y decepciones:


No sin contradicción, muchas personas preferiríamos el camino de la creación modesta pero libre a la acumulación y riqueza subordinadas a un trabajo sin pasión. Eso pensamos y eso decimos antes de descubrir que la libertad mengua cuando no hay dinero y sí expectativa, cuando el vivir se sostiene difícilmente sobre una superficie demasiado inestable que precisa unos mínimos de energía y sustento. Entonces se sucumbe a «lo que salga», aplazando la vida y esa pasión (que identificamos como lo que nos mueve de la vida) a un futuro donde las condiciones sean mejores. Como una minúscula herida tapada por la ropa, primero invisible, va lentamente creciendo la frustración. Comienza así una vida permanentemente pospuesta, una cesión del tiempo de creación al futuro, una encadenada y constante inversión para lograr recursos mínimos pero suficientes, proporcionando algo de dinero y restando a esa pulsión sentida gran parte del tiempo, cedido ahora al sustento y a la apariencia. En el carácter precario de los trabajos disponibles radica la situación ventajosa de quien contrata hoy movido por la maximización racionalista de «menor inversión y mayor beneficio». Pero también ahí se acomoda la excusa de temporalidad de quien trabaja soñando con algo mejor. Si este sujeto apostara por iniciar el largo camino hacia un trabajo intelectual en el ámbito académico, creativo o cultural, pronto descubriría que su entusiasmo puede ser usado como argumento para legitimar su explotación, su pago con experiencia o su apagamiento crítico, conformándose con dedicarse gratis a algo que orbita alrededor de la vocación, invirtiendo en un futuro que se aleja con el tiempo, o cobrando de otra manera (inmaterial), pongamos con experiencia, visibilidad, afecto, reconocimiento, seguidores y likes que alimenten mínimamente su vanidad o su malherida expectativa vital. Remedios Zafra, El entusiasmo.


Nuevos trabajos que David Groeber ha llamado con toda precisión trabajos de mierda, que Elvira Navarro muestra en La trabajadora, un relato sobre cómo la precariedad afecta a la misma fábrica de la identidad en todas las dimensiones de la vida. Nuevos trabajos en los que desaparece el salario para convertirse en pagos, cuando llegan, por obra terminada. Trabajo a destajo se llamó siempre esta práctica que ahora cubrimos con el más pudoroso sustantivo de “precariedad”:


Cuando Susana llegó al piso yo llevaba unos meses sin cobrar. Había tratado en vano de buscar acomodo en otras editoriales. Con su trabajo de teleoperadora, a mi inquilina le ingresaban la paga puntualmente, y a partir de las cinco de la tarde ya no tenía que ocuparse de nada, mientras que yo guerreaba con las galeradas de los libros hasta las ocho, y vivía pendiente de que me pagaran. Algunos días trajinaba hasta las diez o las once con las maquetas, y no porque dedicara todo ese tiempo a cazar erratas. A lo que me dedicaba, cada vez más y sin provecho alguno, era a vagar por Internet. Visitaba veinte veces la portada de El País, las entradas de los blogs que seguía, Facebook. No podía romper el círculo porque en la siguiente página me esperaba una búsqueda ineludible e infinitamente más insulsa que leer la misma cabecera del diario: comprobar, por ejemplo, si el acento de «chérie» era abierto o cerrado. Los profesores de universidad y los ensayistas, y también algunos escritores de ficción, estaban acostumbrados a que les hicieran el trabajo sucio, y la editorial decidía que ese trabajo le correspondía al corrector externo, cuyas horas nadie contabilizaba, ni siquiera el propio corrector. Elvira Navarro, La trabajadora.


Vagas enfermedades que, como ocurrió con la fatiga, muchos teóricos se apresuran a deslegitimar como tales, a considerar debilidades de carácter de las que no pueden ocuparse los servicios sanitarios y la seguridad social. Marta Sanz también las narra en Clavícula:


El dolor muta con el paso de los días. Es un ratoncito que cambia de tamaño y de forma dentro de su jaula. Mis costillas son una jaula de hueso y el dolor es un huevo de jilguero, un despeluchado jilguerito, un jilguero verde, un jilguero que se va quedando sin colorines pero no se acaba de morir. Puto jilguero. El dolor recorre mi cuerpo como un pez nadador. Nada o, más concretamente, repta, se arrastra, raspa, oprime. Se hace crónico y huele al agua sucia de un galápago-mascota. Forma una película en las fosas nasales. Un musgo. Es un olor que baja hasta la boca del estómago, lo penetra, lo hace girar sobre sí mismo, lo recubre con un fieltro que ha cogido mucho polvo. Un olor que no se va. Marta Sanz, Clavícula.


En los albores del siglo, Richard Sennett ha teorizado estos cambios con la sensibilidad que le caracteriza en La corrosión del carácter las nuevas formas de trabajo. Fue redactado cuando aún no eran tan evidentes los cambios que estas dos décadas han ido extendiendo por todo el tejido económico de las sociedades del capitalismo tardío.


La moderna ética del trabajo se centra en el trabajo de equipo. Celebra la sensibilidad de los demás; requiere “capacidades blándas”, como ser buen oyente y estar dispuesto a cooperar; sobre todo, el trabajo en equipo hace hincapié en la capacidad de adaptación del equipo a las circunstancias. Trabajo en equipo es la ética del trabajo que conviene a una economía política flexible. Pese a todo el aspaviento psicológico que hace la moderna gestión de empresas acerca del trabajo en equipo en fábricas y oficinas, es un ethos del trabajo que permanece en la superficie de la experiencia. El trabajo en equipo es la práctica en grupo de la superficialidad degradante Richard Sennett, La corrosión del carácter.


Superficie de la experiencia.


Referencias


Sennett, Richard (1998) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama 2006

Berardi, Franco (Bifo) (2003) La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global, Madrid: Traficantes de sueños

Zafra, Remedios (2017) El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital, Barcelona: Anagrama.

Rabinbach, Anson (1992) Human motor. Energy, fatigue, and the origins of modernity, Cambridge: Cambridge University Press

Rabinbach, Anson (2018) The eclipse of the utopias of labor, Nueva York: Fordham University Press

Díez Rodríguez, Fernando (2014) Homo faber. Historia intelectual del trabajo 1675-1945, Madrid: Siglo XXI

Pontón, Gonzalo (2016) La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona: Ediciones de Pasado y Presente


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