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La atmósfera del existencialismo


Fernando Broncano

(Universidad Carlos III, Madrid)





En algún momento —creo recordar haber leído— Foucault rememora sus comienzos en una respuesta sobre su formación: “todos hacíamos como que no leíamos a Sartre”. Ya era de mal gusto entre los jóvenes intelectuales (Levi Strauss, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Althusser…) hablar del viejo. Demasiadas batallas del abuelo, demasiado humanismo, demasiado historicismo, el pollo estaba hundido en el lodazal de Hegel.



No es que el personaje sea especialmente simpático: sucio, rijoso, alcohólico, machista, empeñado en sus últimos años en pasar a todos por la izquierda, justificando el estalinismo, los atentados indiscriminados de Septiembre Negro, … Simone de Bouvoir, quien mejor le conocía, también es su mejor retratista. Quizás sus novelas no sean nada del otro mundo, comparadas con la nueva literatura francesa del momento. Pero El ser y la nada, Cahiers pour une morale y Crítica de la razón dialéctica son tres libros sin los que es muy difícil entender algunos de los giros que ha ido dando la filosofía cuando el estructuralismo y la posmodernidad (una era de no saber qué hacer con el estructuralismo) han ido moderando su hegemonía cuando no mostrando sus entretelas.



Aunque las dudas sobre este autor impidan a alguien leer directamente a Sartre, no importa. Los años del existencialismo produjeron muchas otras obras y fueron vividos por mucha otra gente. Las estanterías de filosofía existencialista no están vacías. Por si se ha olvidado, habría que colocar al lado de Sartre a Simone Weil, por supuesto a Camus, su amigo/enemigo, a Merleau-Ponty, a Franz Fanon, y, pese a que ellas se hubieran sublevado con esa elección de lugar, a Hannah Arendt y a Iris Murdoch. Aun así, más que una buena biblioteca de filosofía, el existencialismo importa porque creó un clima cultural propicio para una cierta tonalidad en múltiples obras en cine, literatura, incluso en música y artes plásticas. Creó también un cierto vocabulario que se trasladó a la vida cotidiana como hermenéutica para las vidas de mucha gente en los tiempos sombríos de la reconstrucción del mundo tras la guerra mundial.



Debido a lo poco sistemático de la obra conceptual, las obras existencialistas atienden más a los análisis que a los instrumentos metodológicos para hacerlos. A diferencia de la filosofía analítica y del estructuralismo, filosofías empeñadas en dedicar el tiempo a afilar el cuchillo sin acabar nunca de extender la mantequilla, el existencialismo es sobre todo un enorme archivo de relatos sin piedad sobre las oscuras alcantarillas del alma. Pese a ello, me atrevo a seleccionar tres rasgos que formaron parte de las herramientas con las que se realizaron aquellas asombrosas películas, novelas, obras de teatro u, obras plásticas de expresionismo abstracto. Herramientas que dieron lugar a aquel vocabulario que llenó tantas conversaciones como opciones de vida. Son palabras que no ocultan su aura religiosa. El existencialismo es sobre todo la atmósfera moral de un mundo abandonado por los dioses, por lo que no hay que extrañarse de que las palabras que otras veces se oían pronunciadas en los púlpitos ahora se llenasen de un nuevo contenido ateo o de rebelión creyente contra la religión realmente existente. Estas son las tres ideas que elegiría:






Mala fe: es el término sartriano para el autoengaño como condición de existencia. Aunque el estructuralismo haya pasado a la historia de la filosofía como el autor de la muerte del sujeto, fue el existencialismo el que se atrevió a mirar en la oscuridad de los espíritus. A diferencia del sujeto que matan los estructuralistas, una pobre construcción intelectual que llaman sujeto cartesiano, una construcción intelectual que les sirve la mayoría de las veces para evitar cualquier autoexamen, el sujeto de los existencialista tiene un cuerpo y un alma llenos de vida y con ella, de culpa y redención. Hannah Arendt no emplea el término “mala fe”, pero usa el concepto para describir a Heidegger: “un zorro que siempre cae en las trampas que él mismo ha puesto”. La mala fe es la doble conciencia del sujeto colonizado que describe Fanon, la culpa de los personajes de Bergman o la soledad infinita de los de Antonioni; la enfermedad que corrompe el lenguaje de las criaturas de Beckett; la peste que infecta el alma en la novela de Camus. Es la condición de quien se sabe culpable y se refugia en una descripción piadosa de sí mismo. Como su nombre indica, la mala fe es el mejor término para entender por qué la actitud religiosa está ya condenada.



Encarnación: otra palabra de origen religioso, la que describe en la mitología paulina la condena del Hijo de Dios a un cuerpo humano. El existencialismo la rescata para darle una nueva vida en el cuerpo biológico y el social. Sin Merleau-Ponty, sin su fenomenología de la encarnación, no se entendería la revolución anticognitivista de la psicología y filosofía de la mente contemporánea. Se piensa con el cuerpo, no con un procesador húmedo de neuronas, sino con una totalidad que necesita estar actuando continuamente para percibir, sentir o simplemente deliberar. También Deleuze hacía como que no leía al existencialismo cuando promocionaba a Spinoza. En lo que respecta al cuerpo social, “encarnación” describe los procesos de desclasamiento de curas, monjas y militantes políticos que tiraron los hábitos (materiales e ideológicos) para vestirse los monos de las fábricas y aprender las experiencias sobre las que hablaban los libros que habían leído. “Encarnación” fue también lo que llevó a una generación de artistas y escritores a echarse a la carretera o a las sustancias prohibidas para intentar sentir algo más que la vida burguesa en la que se habían educado. La generación existencialista americana, la generación Beat, encarnó en sus destrozados cuerpos toda la ansiedad por otras formas de vida distintas al “american way of life”.



Compromiso. Sartre, Camus y Weyl coinciden en el mismo diagnóstico: no es posible esconderse de la responsabilidad de elegir. La elección es la condena de la voluntad a la conciencia. Es saberse atado por el camino que se ha tomado en aquella encrucijada. Margaret Gilbert, la teórica de la acción conjunta, lo explicará décadas más tarde al desentrañar el misterio de por qué las mínimas acciones que realizamos en común crean derechos y deberes. Si has decidido pasear con una persona, no puedes dedicar tu tiempo a mirar el móvil o atender al teléfono. Estaba en tu compromiso todo un complejo de formas de estar con otro. “Compromiso” es lo que narra los comportamientos reales de nuestras vidas más que las palabras que decimos. Es lo que expresan nuestras acciones, el juez implacable que no espera a las postrimerías del Juicio Final para determinar lo que somos. Es una palabra que formó parte del vocabulario político de otros tiempos. No se entiende la crítica al laborismo del grupo de educadores de Birmingham o de historiadores como E.P. Thompson sin esa forma de mirar a la acción política. Pero es hoy día un término central rescatado en muchas filosofías, por ejemplo en la filosofía del lenguaje neohegeliana de Brandom o en la mentada teoría de la acción conjunta de Gilbert.



Por muchas razones que tendría que desarrollar, pero que creo que están en la mente de muchos, la peste que nos habita nos ha devuelto también, aunque no lo sepamos, a la atmósfera existencialista.

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