Víctor García Salas[1]
(UNAM, FFyL)
En 1840-1842 aparece la versión definitiva de I promessi sposi, y en ésta, como apéndice, la Storia de la colonna infame (la versión original de esta obra formaba parte de la primera edición de I promessi sposi, publicada en l823 con el título Fermo e Lucia. Sin embargo, en la revisión de la novela, Manzoni considera oportuno sacarla de la obra por su extensión y su carácter autónomo, tanto estilístico como narrativo e ideológico. Reelaborada, con más profundos estudios e investigaciones históricas, la Storia della colonna infame se publicará como apéndice en la edición definitiva de I promessi sposi). En esta obra, Manzoni retoma el proceso judicial contra los así llamados “untores”, supuestos culpables de haber esparcido la peste (se trata de la peste que asoló a Milán en 1630, mal por el que según algunos autores perecieron más de dos terceras partes de la población). El proceso concluye con la pena capital a Gugliemo Piazza y Gian Giacomo Mora, luego de haber pasado por infinidad de torturas. Por lo demás, después de la ejecución, el senado ordenó que se demoliera la casa de Mora y se erigiera en aquel espacio una columna que se llamase infame, a fin de dar cuenta, a las generaciones futuras, del delito.
Importa subrayar que ya antes, en 1777, cuando la tortura era aún una práctica legal en los procesos penales, este proceso había sido analizado amplia y profundamente por Pietro Verri en sus Osservazioni sulla tortura. De hecho, en gran parte, Manzoni no sólo alude a Verri, sino que la copia de las actas del proceso de las que se servirá Manzoni es la misma de la que se sirvió al ilustrado milanés. El documento fue facilitado al autor de I promessi sposi por el hijo de Pietro, Gabriele Verri.
Ahora bien, en la Historia de la columna infame, al igual que Verri, Manzoni rechazará y condenará la tortura. Sin embargo, ante la escandalosa injusticia cometida en el caso de los “untores”, este último pondrá el acento en la grave responsabilidad de los representantes de la ley, es decir, en la responsabilidad individual. Así, pues, mientras que a Verri le interesa denunciar el objeto, entiéndase la tortura, a Manzoni le interesa denunciar el uso del mismo, entiéndase la responsabilidad individual de los jueces. Ciertamente Manzoni no pretende quitar a la ignorancia de los tiempos y a la tortura su parte en aquel “gran mal realizado sin razón por hombres a hombres”. Sin embargo, aunque la primera fue una “ocasión deplorable” y la segunda “un medio cruel y activo”, para el autor de I promessi sposi ninguna de las dos es la causa verdadera y eficiente de aquellos actos inicuos, pues ésta, de acuerdo con Manzoni, fue la injusticia personal y voluntaria de los jueces, ya que, insistirá el escritor milanés, “la ignorancia en física [medicina] puede producir algunos inconvenientes, pero no iniquidad; y una mala institución no se aplica por sí misma”.
Con este marco, he aquí la traducción de fragmentos significativos del inicio (capítulo I) de la Historia de la columna infame para nuestros lectores.
I
La mañana del 21 de junio de 1630, hacia las cuatro y media, una mujercilla llamada Caterina Rosa, encontrándose, por desgracia, en la ventana de un puente que entonces estaba al inicio de la calle Vetra de’Cittadini, del lado que entronca con la avenida de porta Ticinesse (casi enfrente de las columnas de San Lorenzo), vio venir a un hombre con una capa negra y el sombrero a la altura de los ojos, papel en mano, sobre el que, dijo aquella en su declaración, apoyaba la mano, parecía como que escribía. Vio que, entrando en la calle, se pegó al muro de la casa que está luego luego en la esquina, y que en algunas partes ensuciaba el muro con las manos. Entonces, agregó, me vino a la mente la idea de si no se trataría de casualidad de uno de esos que, en los días pasados, andaban ungiendo los muros. Presa de tal sospecha, pasó a otra habitación, desde la cual podía observar toda la calle y vigilar al desconocido que caminaba sobre ella; y vi, dice, que continuaba tocando el muro con las manos.
En la ventana de una casa de la misma calle se encontraba otra espectadora, llamada Ottavia Bono; difícil decir si concibió la misma loca sospecha de la primera por sí misma o solamente cuando la otra difundió el rumor. Interrogada también ésta, declaró haberlo visto desde el momento en el que entró en la calle, pero no hace mención alguna de muros tocados al caminar. Vi, dice, que se detuvo aquí, donde termina el jardín de la casa de los Crivelli, y vi que tenía un papel en la mano, sobre el que colocó la mano derecha, parecía como si quisiera escribir; y luego vi que quitó la mano del papel y la restregó contra el muro del jardín, en la parte más blanca. Probablemente fue para limpiarse los dedos manchados de tinta, pues al parecer de verdad escribía. De hecho, en el interrogatorio que se le realizó al día siguiente, al ser interrogado, si lo que había hecho aquella mañana era escribir, respondió: sí, señor. Y en cuanto al caminar pegado al muro, si una cosa semejante necesitara explicación, era porque llovía, como señaló la propia Caterina, pero para sacar una conjetura de esta suerte: es increíble: ayer, mientras este hombre untaba los muros, llovía, y se necesitaba un día lluvioso para que más personas puedan ensuciarse la ropa al pasar por allí y tratar de cubrirse de la lluvia.
Después de aquella parada regresó por la misma calle, llegó a la esquina e iba a desaparecer, cuando, también por desgracia, se topó con alguien que entraba en la calle y que lo saludó. Caterina, que para no perder de vista al untor, había regresado a la primera ventana, preguntó al hombre quién era aquel a quien había saludado. Éste, que, como testificó luego, lo conocía sólo de vista, y no sabía su nombre, dijo lo que sabía, que era un inspector de Sanidad. Y yo le dije, continúa testificando Caterina, es que yo lo vi haciendo ciertas cosas que no me gustaron nada. Inmediatamente después se divulgó el rumor; es decir, fue ésta, al menos principalmente, quien lo divulgó; y salieron y vieron embadurnados los muros con un cierto ungüento que parecía grasoso y medio amarillo; y en particular los del Tradate dijeron que habían encontrado manchados todos los muros de su puerta. La otra mujer testificó lo mismo. Interrogada: sabe con qué fin restregó su mano en el muro, respondió: después se encontraron untados los muros, particularmente en la puerta de Tradate.
Y, cosas que en una novela serían tachadas de inverosímiles, pero que por desgracia el ofuscamiento de la razón basta para explicar, no se le ocurrió ni a la una ni a la otra que, describiendo paso por paso, especialmente la primera, el recorrido que este hombre había hecho por la calle, no habrían podido decir que trató de esconderse: de verdad no les pareció gran cosa que aquél, ya que para semejante trabajo había esperado la luz del día, no anduviera con cautela, no echara al menos una mirada a las ventanas, ni que regresara tranquilamente por la misma calle, como si fuera costumbre de los malhechores entretenerse más de lo necesario en el lugar del delito, ni que manipulara impunemente una materia que debía matar a aquellos que se ensuciaran la ropa con ella, ni muchas otras igualmente extrañas inverosimilitudes. Pero lo más extraño y atroz es que no parecieron tales tampoco al interrogante, y que no pidiera explicación alguna. O si la pidió, es peor aún que no haya dicho nada durante el proceso.
Los vecinos, a quienes el miedo hizo descubrir quién sabe cuántas porquerías que probablemente tenían ante a los ojos desde hacía quién sabe cuánto tiempo, sin preocuparse por ello, se pusieron de inmediato y a toda prisa a socarrarlas con paja encendida. A Giangiacomo Mora, barbero, que vivía en la esquina, le parecía, como a los demás, que también los muros de su casa habían sido untados. No sabía, el desdichado, que otro peligro lo amenazaba, y por culpa del inspector mismo, bastante desdichado también él.
El cuento de las mujeres fue en seguida enriquecido con nuevas circunstancias, o quizás aquello que dijeron de inmediato a los vecinos no fue exactamente lo mismo que dijeron luego al capitán de justicia. El hijo de aquel pobre Mora, interrogado más tarde sobre si sabe o ha escuchado decir de qué manera el susodicho inspector ungió los susodichos muros y casas, respondió: escuché que una mujer de las que viven sobre el pórtico que atraviesa la Vedra, no sé cómo se llama, dijo que el inspector ungía con una pluma y un frasco que tenía en la mano. Bien puede ser que aquella Caterina hubiese hablado de una pluma, que de verdad vio, en manos del desconocido; y cada uno pude adivinar muy fácilmente qué es lo que ella bautizó como frasco; porque, en una mente que no veía mas que unciones, una pluma debía tener una relación más inmediata y más estrecha con un frasco que con un tintero.
Pero, por desgracia, en aquel tumulto de chismes, no se perdió una circunstancia verdadera, que el hombre era un inspector de Sanidad; y, con este indicio, se encontró de inmediato que se trataba de un tal Guglielmo Piazza, yerno de la comadre Paola, quien debía ser una comadrona muy conocida en aquellos lugares. La noticia se esparció poco a poco en los demás barrios, y fue también transmitida por alguien que le tocó pasar por allí en el momento del alboroto. Uno de estos discursos fue referido al senado, que ordenó al capitán de justicia ir de inmediato a informarse y proceder según el caso.
Fue referido al Senado que ayer en el mañana fueron untados con ungüentos mortíferos los muros y las puertas de las casa de la Vedra de’Cittadini, dijo el capitán de justicia al notario criminalista que llevó consigo a aquella expedición. Y con estas palabras, ya llenas de una deplorable certeza, y pasadas sin corrección de la boca del pueblo a la de los magistrados, se abrió el proceso.
Al ver esta firme persuasión, este loco miedo por un atentado quimérico, no puede uno no recordar el suceso similar que aconteció en varias partes de Europa, hace pocos años, durante el tiempo del cólera. Excepto que, aquella vez, las personas instruidas, salvo algunas excepciones, no participaron de la infausta creencia, es más, la mayor parte hizo lo que podía para combatirla; y no se habría encontrado ningún tribunal que echara mano a imputados de tal suerte, a menos que no fuese para sustraerlos del furor de la multitud. Es, cierto, un gran avance; pero incluso si fuera mayor, si se pudiera estar seguros de que, en una ocasión del mismo tipo, no hubiera nadie que soñara atentados del mismo género, no por eso se debería creer que ha cesado el peligro de errores semejantes en el modo, sino en el objeto. Desgraciadamente, el hombre puede engañarse, y engañarse terriblemente, con mucho menos extravagancia. Esa desconfianza y exasperación mismas nacen igualmente en ocasión de males que pueden ser muy bien, y en efecto lo son, algunas veces, causados por la malicia humana; y la desconfianza y la exasperación, cuando no son frenados por la razón y la caridad, tienen la triste virtud de tomar por culpables a los desventurados, con base en los más vanos indicios y las más arrojadas afirmaciones. Para citar un ejemplo, también éste no muy lejano, poco anterior al cólera: cuando se hicieron frecuentes los incendios en Normandía, ¿qué se requería para que un hombre fuera considerado autor de dichos incendios por la multitud? Ser el primero que encontraran allí, o en las cercanías; ser desconocido y no dar cuenta satisfaciente de sí, cosa doblemente difícil cuando quien responde está espantado, y furibundos los que interrogan; el ser señalado por una mujer que podía ser una Caterina Rosa, por un muchacho que, sospechoso él mismo de ser instrumento de la maldad de otros, y obligado a decir quién lo había mandado a provocar el incendio, decía un nombre al azar […].
Fue interrogada una mujer de la casa de los Tradate, quien dijo que habían encontrado los muros del vestíbulo manchados de una cierta cosa amarilla, y en gran cantidad. Fueron interrogadas las dos mujeres, de quienes hemos referido el testimonio; alguna otra persona, que no agregó nada en lo que respecta al hecho; y, entre otros, el hombre que había saludado al inspector. Interrogado además si al pasar él por Vedra de’Cittadini vio las murallas manchadas, respondió: no puse atención, porque hasta ese momento no se había dicho nada al respecto.
Había sido dada ya la orden de arrestar a Piazza, y no se necesitó mucho para hacerlo. El mismo día 22, refiere…. un infante de la compañía del Baricello di Campagna al susodicho Señor Capitán, quien aún estaba en la carroza, que iba hacía su casa, como pasando por la casa del Señor Senador Monti, Presidente de Sanidad, se encontraba ante aquella puerta el susodicho Guglielmo Inspector, se le detuvo, en ejecución de la orden dada, y fue conducido a la prisión […].
[1] Licenciado en Filosofía y en Lengua y Literatura Modernas (Letras italianas), especialista en traducción. Y Maestro en Filosofía Política, por la UNAM. En el 2013 fue residente del Centro Internacional de Traducción Literaria de Banff, Canadá. En el 2015 ganó el Premio de Traducción del Gobierno italiano, por la traducción de la novela Dies irae, de Antonio De Petro (editorial Garabatos). En el 2016 realizó una estancia de investigación, en la Università degli Studi di Udine, con la Dra. Silvia Contarini, sobre Pietro Verri y la Ilustración italiana. En el 2019 recibió la Medalla Alfonso Caso al Mérito Universitario. Entre sus traducciones destacan, además, El embrollo, también de Antonio De Petro (editorial Garabatos), El diablo llora, de Paola Puzzo Sagrado (I lumi), la Pequeña antropología (editorial Garabatos); Para conocer a Jesús (Ediciones de las Sibilas) y Poesías (Ediciones del Lirio), estas últimas, todas de Giovanni Riva.
Fue profesor de la Universidad Intercontinental (2012-2013) y director de la Escuela de Filosofía de la Universidad ICTE (2009-2012), donde actualmente imparte las materias de Antropología Filosófica, Hombre y Cultura, Teodicea y el Seminario de Filosofía Política. Desde el 2017 es también profesor de asignatura (Antropología Filosófica II y Ontología I) de la FES Acatlán, UNAM.
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