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HA LLEGADO DIOS

Actualizado: 20 may 2021





«No se preocupen, sé que jamás lo entenderán». Con esta frase concluía el 18 de junio de 1929 en Cambridge el que seguramente fuera el examen oral de doctorado más peculiar de la historia de la filosofía. El estudiante que se presentó ante el tribunal examinador, compuesto por Bertrand Russell y George Edward Moore, era un exmilitar austriaco de cuarenta años que durante los diez anteriores había trabajado principalmente como maestro de escuela. Se llamaba Ludwig Wittgenstein. No era un desconocido en Cambridge. Todo lo contrario: desde principios de la década de 1910 hasta poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial, había estudiado allí con Russell y, por su manifiesta genialidad u originalidad, no tardó en convertirse en una figura de culto entre los estudiantes. «Ha llegado Dios, me lo he encontrado en el tren de las cinco y cuarto», escribe John Maynard Keynes en una carta con fecha de 18 de enero de 1929. Keynes, que podría considerarse el economista más importante del mundo en aquella época, se había encontrado a Wittgenstein por casualidad el día que éste regresó a Inglaterra. Y dice mucho sobre lo cargado y lleno de rumores que estaba el ambiente de aquel círculo el hecho de que G. E. Moore, viejo amigo de Wittgenstein, también se encontrara en aquel tren de Londres a Cambridge.



El ambiente del compartimento no debía de ser demasiado agradable, pues la charla desenfadada y los abrazos cordiales no eran frecuentes, al menos en Wittgenstein. El genio de Viena era más bien propenso a repentinos accesos de ira y, además, era sumamente rencoroso. Una sola palabra, o un comentario político sarcástico, podía acarrear años de rencores, e incluso la ruptura de una relación, como había ocurrido con Keynes y Moore en más de una ocasión. Pero ¡Dios había vuelto! Y grande era el alborozo.



Al segundo día de llegar Wittgenstein, se convocó en casa de Keynes al llamado «Círculo de los Apóstoles» (un club estudiantil marcadamente elitista y extraoficial que era famoso sobre todo por los flirteos homosexuales de sus miembros) para dar la bienvenida al hijo pródigo. En medio de una ceremoniosa cena, Wittgenstein fue elevado al rango de miembro honorífico («ángel»). Habían transcurrido más de quince años desde su última reunión. Muchas cosas habían sucedido desde entonces. Sin embargo, Wittgenstein no había cambiado en absoluto por fuera a ojos de los apóstoles. No solo se presentó a aquella velada con su invariable combinación de camisa abotonada sin cuello, pantalón gris de franela y pesados zapatos rurales de piel. Es que físicamente parecía que los años no habían pasado para él. A primera vista era como uno más de los numerosos estudiantes de élite invitados, que hasta ese momento solo conocían al extraño hombre llegado de Austria por lo que de él contaban sus profesores. Y, naturalmente, por ser el autor del Tractatus logico-philosophicus, la obra legendaria que había encarrilado de manera decisiva, hasta llegar a dominarlas, las discusiones filosóficas de Cambridge en los últimos años. Ninguno de los presentes podía afirmar que hubiera entendido, ni siquiera de modo aproximado, aquel libro. Pero eso no hacía más que alimentar la fascinación por el Tractatus.



Wittgenstein había concluido el libro en 1918, cuando era prisionero de guerra de los italianos, con la firme convicción de «haber resuelto definitivamente todos los problemas del pensamiento» y, en consecuencia, había decidido dar la espalda para siempre a la filosofía. Apenas unos meses después, como heredero de una de las familias industriales más ricas del continente, entregó la totalidad de su fortuna a sus hermanos. Tal como le dijo entonces por carta a Russell, estaba atormentado por fuertes depresiones e incesantes ideas suicidas y en adelante deseaba ganarse la vida «con un trabajo honrado». Concretamente, como maestro de escuela de provincias.



Aquel Wittgenstein estaba de vuelta en Cambridge. Había vuelto, decía él, para filosofar. Sin embargo, el genio, que ya había cumplido cuarenta años, no tenía título académico alguno y carecía de medios de vida. Lo poco que, con los años, había podido ahorrar, se lo había gastado al cabo de unas semanas de estancia en Inglaterra. Educadamente le preguntaron si sus ricos hermanos no estarían dispuestos a prestarle ayuda económica, pero rechazó con vehemencia esa posibilidad: «Acepte, por favor, mi declaración escrita de que no solo tengo un buen número de parientes adinerados, sino que además me darían dinero si se lo pidiera. PERO NO LES PEDIRÉ NI UN PENIQUE, hace saber a Moore la víspera del examen oral de doctorado.





¿Qué podían hacer? Nadie en Cambridge dudaba de las excepcionales dotes de Wittgenstein. Todos, incluidas las figuras más influyentes de la universidad, querían retenerlo y ayudarlo. Sin embargo, sin títulos académicos era institucionalmente imposible, incluso en aquel ambiente de confianza que había en Cambridge, conseguir una beca de investigación para el estudiante que tiempo atrás había abandonado la carrera, y mucho menos un puesto fijo.



Finalmente, se les ocurrió que podría presentar su Tractatus logico-philosophicus como tesis doctoral. Russell, que se había ocupado personalmente de su publicación en 1921-1922 y había escrito un prólogo para respaldarla, consideraba la obra de su entonces pupilo muy superior a sus propios trabajos, no menos importantes, sobre filosofía de la lógica, de la matemática y del lenguaje.



No es de extrañar que, cuando entró en la sala donde tuvo lugar la defensa de tesis y el examen oral, dijera «no haber presenciado en toda su vida nada tan absurdo». Pero un examen es un examen, por lo que Moore y Russell, tras unos minutos de consultas amistosas, finalmente decidieron plantear algunas cuestiones críticas. Estas se referían a uno de los acertijos centrales del tratado de Wittgenstein, que abundaba en oscuros aforismos y sentencias místicas. Ya el primer enunciado de la obra, rigurosamente ordenada mediante una ingeniosa notación decimal, ofrecía un ejemplo bien gráfico. Reza así:



1 El mundo es todo lo que acaece.


Pero no era el único caso. Proposiciones como las siguientes también suponían un acertijo para los adeptos a Wittgenstein (y aún hoy resultan enigmáticas):


6.432 Como sea el mundo es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo.


6.44 Lo místico no es cómo sea el mundo, sino que el mundo sea.



A pesar de estos enigmas, el propósito fundamental del libro queda claro. El Tractatus de Wittgenstein se inserta en una larga tradición de obras de la Edad Moderna, como la Ética demostrada según el orden geométrico (aparecida póstumamente en 1677), de Baruch Spinoza; la Investigación sobre el entendimiento humano (1748), de David Hume, y la Crítica de la razón pura (1781), de Immanuel Kant. Todas estas obras aspiran a trazar un límite entre los enunciados de nuestro lenguaje que tienen un sentido y, por lo tanto, son contrastables, y los que solo parecen tenerlo y confunden a nuestro pensamiento y nuestra cultura debido a esa apariencia. El Tractatus es, en otras palabras, una contribución terapéutica a la diferenciación entre aquello de lo que puede hablar el ser humano propiamente y aquello de lo que no puede hablar. No es casualidad que el libro concluya con esta proposición:



7 De lo que no se puede hablar, es mejor callar.


Y en el enunciado anterior, la proposición 6.54, Wittgenstein expone claramente su procedimiento terapéutico:


6.54 Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo: que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprende haya salido, a través de ellas, fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido).


Debe superar estas proposiciones; entonces tendrá la justa visión del mundo.



Justo en este punto se detuvo Russell durante el examen oral. ¿Cómo podía conseguirse transmitir a alguien, a través de una sucesión de proposiciones sin sentido, una visión del mundo, y que además fuera la única visión correcta? ¿No había declarado Wittgenstein de forma bien explícita, en el prólogo a su obra, que «la verdad de los pensamientos aquí comunicados» le parecía «intocable y definitiva»? ¿Cómo podía decir tal cosa de una obra que, según él mismo aseveraba, solo contenía enunciados sin sentido?



La pregunta no era nueva para Wittgenstein. Ya la había oído en boca de Russell. Es más, durante años de intensa correspondencia, había sido algo así como un tema clásico de su tensa amistad. Russell le formuló una vez más esa pregunta «en honor de los viejos tiempos».



Es una lástima que no sepamos qué le respondió exactamente Wittgenstein en su defensa de tesis. Pero podemos suponer que, como era habitual en él, contestó con un ligero tartamudeo, los ojos encendidos y una entonación muy peculiar, que, más que del acento extranjero, provenía del modo de hablar de un hombre que percibía en las palabras del lenguaje humano un sentido y una musicalidad especiales. Y en algún momento, tras unos minutos de balbuciente monólogo, en el que buscaría sin cesar la formulación verdaderamente esclarecedora (otra de las peculiaridades de Wittgenstein), es probable que apuntara que ya había dicho y explicado lo suficiente. Sencillamente, le resultaba imposible hacerse comprender por los seres humanos. Ya lo había dicho en el prólogo al Tractatus: «Quizás este libro solo puedan comprenderlo aquellos que por sí solos hayan pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se expresan».



El problema era (y Wittgenstein lo sabía) que muy pocas personas, posiblemente ni una sola, habrían pensado y formulado ideas similares. Desde luego, no lo hizo su antes venerado profesor, Bertrand Russell, autor de los Principia mathematica, que Wittgenstein consideraba filosóficamente limitados. Y menos aún G. E. Moore, con fama de ser uno de los pensadores y lógicos más brillantes de su tiempo, del cual Wittgenstein dijo en privado que era «un excelente ejemplo de lo lejos que puede llegar un hombre carente de toda inteligencia».



¿Cómo iba a explicar a aquellos hombres la idea de la escalera de enunciados sin sentido, que primero hay que subir y luego desechar para tener una visión correcta del mundo? ¿No era como el sabio del símil platónico de la caverna, que una vez vista la luz, fracasa en el intento de hacer comprensibles sus visiones a los demás prisioneros de la caverna?



Ya basta por hoy. Ya basta de explicaciones. Entonces, Wittgenstein se levantó, caminó hacia el lado opuesto de la mesa, dio unas benevolentes palmadas en el hombro a Moore y a Russell y pronunció esa frase con la que, hasta hoy, todos los doctorandos de filosofía habrán soñado la noche anterior a su defensa de tesis: «No se preocupen, sé que jamás lo entenderán».



Así concluyó la representación. Correspondía a Moore redactar el informe sobre la evaluación: «En mi opinión personal, la tesis del señor Wittgenstein es la obra de un genio; pero, sea lo que fuere, alcanza el nivel requerido para el título de Cambridge de doctor en filosofía».



Poco después se le concedió la beca de investigación. Wittgenstein había vuelto a la filosofía.





*Fragmento del libro Tiempo de magos, de Wolfram Eilenberger, publicado por editorial Taurus

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