Fernando Broncano
La estética es la rama de la filosofía que reflexiona sobre las sensibilidades, que son las reacciones de nuestro cuerpo y nuestra mente a las afecciones de la realidad, incluyendo las realidades intangibles de lo simbólico, lo expresado y lo imaginado. En esta deliberación se suelen considerar las grandes propiedades que diferenciarían el ámbito de la estética del de la moral y de la epistemología. Así, lo bello, lo sublime, lo ominoso, lo grotesco, lo frívolo, lo cómico, etcétera, definen valores más o menos centrales del espacio normativo de lo estético. Cada teoría estética elige los suyos y los convierte en modos de calificar la reacción sensible, que Kant situaba en esa forma extraña de cualidad que llamamos el “gusto”, un término que parece primar lo papilar sobre otras formas sensoriales. También podríamos decir “tiene buen oído” o “bien visto” pero el gusto se ha generalizado como paradigma de una estética que ha acompañado a toda una civilización en la que la burguesía ha sido hegemónica. Con algunos reparos, sin embargo, no es difícil estar de acuerdo con Kant en que los juicios sobre buen o mal gusto expresan formas de la sensibilidad común en ciertos momentos, espacios y grupos.
Los juicios de gusto son ciertamente productos culturales que cambian históricamente. Bourdieu, en La distinción, mostró cómo pueden convertirse en criterios y herramientas de clase. E. P. Thompson, en La formación de la clase obrera en Inglaterra, ilustró también cómo fueron modos de elevar un muro entre “ellos” y “nosotros”, refiriéndose a los extraños y tantas veces repugnantes gustos de los de arriba. Los juicios de gusto, sin embargo, son sólo indicadores de lo que es más significativo y está en el fondo, que no es otra cosa que las variaciones históricas y culturales de las sensibilidades. Estas transformaciones acompañan a las correlativas estructuras de sentimiento, un concepto con el que Raymond Williams quería captar las receptividades que caracterizan a las sociedades en cada contexto.
En el uso cotidiano “sensibilidad” es un término cargado de connotaciones normativas. Aplaudimos la sensibilidad de una persona porque observamos su capacidad para discriminar afecciones que a otros se nos hubiesen escapado. La capacidad discriminativa está en el territorio intermedio de lo conceptual y lo puramente sensitivo. Podemos estar afectados por algo para lo que ni siquiera tenemos nombre. El poder de la poesía y del arte reside precisamente en que ejercita una sensibilidad que va más allá del gusto común, e incluso lo desafía o niega. Esto ha hecho que tantas veces confundamos la estética con el gusto artístico o, como disciplina, con la teoría del arte.
Ciertamente, es en el arte donde podemos calibrar con más seguridad las transformaciones de la sensibilidad, sobre todo en lo que Rancière ha llamado la era estética del arte, es decir, la era en la que el arte se abre a la inclusión, educación y transformación de las sensibilidades. Sin embargo, la sensibilidad en el sentido estético está presente en todos los dominios de la cultura y de la acción humanas: en la ciencia, en la política, en nuestras relaciones íntimas y cotidianas. Cuando el arte se desenvuelve por las lógicas de la industria del arte le ocurre lo mismo que cuando lo hace la ciencia, la política y la vida cotidiana: las sensibilidades son conformadas por las lógicas del mercado en sus diversas manifestaciones.
Alberto Santamaría, en Alta cultura descafeinada, ha observado con mucha perspicacia como algunas estéticas contemporáneas, como la de Borriaud y su propuesta de estética relacional, no cumplen su función de análisis crítico de las sensibilidades, sino que se convierten en puros instrumentos de la industria cultural, al modo en que las empresas de refrescos y los bancos acuden a los sentimientos cotidianos para dar nombre a sus estrategias comerciales. La teoría estética tiene, por el contrario, funciones más importantes que las de vender cuadros o atraer masas a museos: está obligada a poner nombre a las nuevas sensibilidades que estructuran las experiencias históricas, en señalar normativamente aquellas que son capaces de discriminar posibilidades hasta entonces invisibles, de afinar los receptores humanos a los gozos y sufrimientos de los otros. “¿Qué ocurriría – se pregunta Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible— si yo considerara no solo mis visiones sobre mí, sino también las visiones de otro sobre sí y sobre mí?” De este tipo de preguntas se debe ocupar la estética, que a la vez que reflexiona sobre la experiencia ayuda a transformarla del mismo modo que está determinada por ella.
Con toda seguridad será en los poetas y artistas en quienes resuenen más rápidamente las transformaciones en la estructura de sentimiento que están produciendo a lo largo y ancho del planeta el acontecimiento histórico de una pandemia que ha mostrado una crisis civilizatoria, una crisis que habría de manifestarse de una u otra forma en algún momento. Tras las mareas emocionales de los últimos meses y los sufrimientos que se entrevén en el futuro cercano, se producirán alteraciones de las sensibilidades y atención a zonas oscuras de la realidad que serán representadas en las intuiciones poéticas del arte. Ocurrirán también en la vida cotidiana y en nuestras reacciones sentimentales, pero tal vez necesitemos aún muchos relatos, imágenes y sonidos para hacerlas visibles.
Nos faltan conceptos. Muchas de las reflexiones que hemos hecho estos días la gente de filosofía carecen de la sensibilidad suficiente para captar las transformaciones profundas. Estamos demasiados limitados por conceptos que fueron elaborados para experiencias muy diferentes. Demasiado determinados por las controversias del modernismo y posmodernismo, cuando se debatía sobre relatos que ya son historia. En qué medida las sensibilidades que constituyen la experiencia de un acontecimiento como este discriminan posibilidades de lo real que no habían sido notadas es algo que, por el momento se escapa a la filosofía, cuyo trabajo, como ya sabemos desde Hegel está en el turno de noche. La estética para después de una peste será quizás una de las tareas más urgentes en los tiempos que nos esperan.
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