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El olvido de Eros

Actualizado: 16 feb 2020


Sergio Santival

@soyman7ra



El amor no es algo que hayamos inventado, es observable, es poderoso. Tiene que significar algo[…] El amor es la única cosa que somos capaces de percibir que trasciende al tiempo y al espacio.

-Cristopher Nolan, Interstellar.




Si pudiésemos decir algo del amor, ¿qué sería? Es decir, hablamos de sentimientos, de emociones, de aquello que brota en nuestro ser cuando descubrimos que amamos, que somos capaces de amar, pero, ¿qué podemos decir del amor que sea verdadero y le haga verdaderamente honor a la palabra? Podríamos empezar quizá con la definición, como es usual cuando buscamos decir qué significa algo, pero no podemos fiarnos completamente de ello, pues el lenguaje no alcanza nunca cuando se trata de cuestiones que nos trascienden a nosotros mismos. Así, al decir que el amor es un “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”,[1] es inevitable que permanezcamos en la interrogante sobre qué es el amor, más aún: se nos abre el horizonte de todas las posibilidades que puede ser el amor. ¿Qué es un sentimiento? ¿El ser humano es insuficiente? ¿Qué o quién es ese otro ser? Preguntas que nos llevan a investigar más y más sobre cada uno de los conceptos que, a pesar de hacer más profunda la mina de nuestros conocimientos, nos alejan cada vez más de lo que es, o puede ser, el amor.


En la historia de la filosofía, el amor ha estado siempre presente en los pensamientos de quienes se preocupan por intentar entender la realidad en la que nos encontramos, y sin embargo, pareciera ser que nunca ocupa un puesto central o primordial en el ideario de la búsqueda por la verdad, es decir, permanece siempre como medio, mas no como objeto a estudiar. En Hesíodo, por ejemplo, Eros es el último de los tres primeros dioses inmortales que nacen en la cosmogonía,[2] y no sólo eso sino que es “el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad de los pechos”.[3] Pero no nos adelantemos; ¿es acaso este Eros sinónimo del amor, o incluso el amor mismo? Si bien, no es mi intención hacer un estudio historiográfico sobre el amor o el Eros y las distintas concepciones que ha tenido a lo largo de los siglos, ni mucho menos intentar responder concretamente a la pregunta qué es el amor, sí lo es incitar a la pregunta por el amor y por su más profunda esencia, traer de vuelta la tan olvidada interrogante del amor: ¿por qué amamos? Todo esto, sin embargo, a través del Eros, una de las representaciones que los griegos le otorgaron a esta experiencia, física a la vez que metafísica, que es el amor. Pero incitar a preguntar sin dar por lo menos una respuesta a partir de la cual salir en búsqueda de la verdad es preguntar sin un sentido, y las preguntas que son formuladas de esta manera son vanas y superfluas: no aportan nada a nuestro mundo. Y por el otro lado , preguntar para responder como si lo que dijésemos fuese una verdad absoluta e inmutable tampoco tiene sentido, puesto que, en ese caso, la pregunta se desvanece, y se aparta a la persona del pensar mismo. Por ello, mi intención, debo confesar, se encuentra a mitad del camino entre estas dos: ya lanzada la pregunta— por qué amamos—, intentaré construir, a partir de bases filosóficas, cuando menos una pequeña fogata que permita abrir la discusión y nos de la oportunidad de mirar nuestros pensamientos a la luz de un fuego que nos reúna en medio de la oscuridad para salir a buscar nuevos refugios hasta que, algún día, encontremos uno al que podamos llamarle hogar, o en este caso, verdad.


1. El eros como manifestación y no como objeto.


Definir cualquier hecho, circunstancia o cosa, como objetos tiene siempre dos repercusiones claramente distinguibles: en primer lugar, se enuncia la existencia de un ente o entidad,[4] pero en segundo lugar nos encontramos con un problema, a saber, el enunciar la existencia de algo, a pesar de que nos permite identificarlo y estudiarlo, hace que se nos escape de las manos una cuestión primordial: perdemos de vista el insalvable hecho de que nada de lo que se pueda decir de tal algo será completamente adecuado para, en efecto, decir lo que es.


El problema es viejo y se ha ido desgastando con el tiempo, pero nunca deja de subyacer a la base de cualquier cuestión digna del pensar humano. Supongamos, por ejemplo, que nos decidimos a dar una definición de lo que es un número. Bueno, en un primer instante quizá podríamos pensar que un número es un número y ya, pero luego de algunos momentos, si es que la mente decide rumiar la cuestión, aun sin hacérnoslo saber, nos preguntaremos que es un número, y el umbral al problema se abrirá a nuestra mente.


Llevando esto al ámbito al que nos atañe, se presenta una cuestión, tan intuida por cualquier ser humano que todos en algún momento la hemos preguntado a un semejante: ¿qué es el amor? Decimos nosotros ‘amor’ en nuestros tiempos e inmediatamente nos remite el término a una relación amorosa de pareja, esas que las películas gustan tanto de representar en la pantalla. Dos personas que se abrazan, se besan, hacen el amor, están juntas, se ríen, pasan el tiempo juntos. Sin embargo, debemos reparar en una cosa de suma importancia para poder continuar: si bien solemos hacer una distinción, al menos en términos, entre amar y querer, por ejemplo, no podemos determinar fácilmente una de la otra. “…lo que entendemos por amor tenía en heleno dos componentes: uno correspondía a la raíz ‘er’, y otro a ‘phil’. Er, que corresponde a la palabra castellana ‘amar’, se relaciona con el deseo…”,[5] la diferencia aquí entre er y phil es que “la raíz phil- se refiere al afecto que puede o no ir acompañado de atracción corporal…”.[6]


Aunque, a pesar de que la diferenciación entre ambas parece resultar clara, aún queda una dificultad que debemos sortear, y es que el eros no era exclusivo de las relaciones humanas. Platón, por ejemplo, menciona que “no sólo existe en las almas de los hombres como impulso hacia los bellos, sino también en los demás objetos como inclinación hacia otras muchas cosas, tanto en los cuerpos de los seres vivos como en lo que nace sobre la tierra, y, por decirlo así, en todo lo que tiene existencia”.[7] De ser así, ¿el eros es acaso atracción corporal entre las cosas? Claramente, “se relacionaba con el deseo, tanto de personas como de cosas o actividades”,[8] pero, ¿este deseo es únicamente corporal? ¿todo lo que tiene existencia tiene también la capacidad de desear? Responder a estas preguntas nos llevaría a páramos sobre los que no buscamos indagar en este ensayo, mas no debemos soslayar el ineludible hecho que nos revela todo esto: en cualquier caso, sea en el del eros o el de phil, existe el amor no como un objeto, ni siquiera ya un sustantivo, como nosotros lo empleamos y lo conocemos, sino como verbo, puesto que en ambos casos hay afecto, un deseo, se quiere, pues, algo.


Y aunque, ya en nuestros tiempos, sí tomamos en cuenta el verbo ‘amar’, rara vez la palabra ‘amor’ nos conduce a él directamente, más aún: se olvida que el querer va implícito en el amar y los tomamos como diferentes; no nos damos cuenta de que para amar hay que querer, y de que el querer es una manifestación del amor. Así como un hijo que ama a su madre, le quiere, un amigo que quiere a una amiga expresa un cierto amor por ella, un afecto. La pérdida paulatina de una distinción concreta y precisa entre las maneras en las que el amor se hace presente, nos ha llevado poco a poco a olvidar que la afección es el origen del amor, y así, el principal carácter de éste no es el de un simple sustantivo, sino el de un verbo que requiere un sujeto para ser expresado. De esta manera, el amor entonces solamente se hace presente como manifestación, se revela a través de lo que el sujeto hace.


2. Si el amor es manifestación, ¿por qué amamos?


Al hablar únicamente de objetos, o de entes, es sencillo dilucidar su porqué, al menos en algún sentido. Es decir, sabemos que la Tierra tiene un movimiento elíptico alrededor del Sol porque existe una atracción gravitatoria entre él y ella, y esta atracción se genera porque existe lo que conocemos como fuerza de gravedad, y esta fuerza de gravedad se genera por la masa de los cuerpos… y así podríamos proceder sin límite aparente; al hablar de entes podemos hablar de un porqué, es decir, de una causa, que se remitirá siempre a otro ente, y aunque pudiésemos proceder a enumerarlas y enunciarlas todas, si no tuviésemos nada mejor en lo cual emplear nuestro tiempo, bien lo notaba Aristóteles, “las causas no son infinitas”.[9]


Ahora bien, aunque no intento hacer un tratado metafísico y ontológico del amor, mucho menos de la realidad misma, me parece necesario mencionar esto porque, en su condición de manifestación, el amor adquiere tanto una forma física como una metafísica: incluso si procediésemos de esa manera, buscando una causa física del amor, nos sería inútil una vez que sabemos que el amor es una manifestación y no un objeto. Si fuese un objeto podríamos recorrer todas sus posibles causas, tanto químicas como fisiológicas o psicológicas; pero, al no serlo, la cuestión requiere otro grado de análisis. Si bien, se pueden estudiar distintos fenómenos que aparecen en el mundo natural, la manifestación en tanto que manifestación escapa a la comprensión finita. Algo, cualquier cosa, puede manifestarse, pero el mero acto, la manifestación en sí, no puede ser estudiada como se estudia al objeto que la propicia.

Mirándolo en este sentido, el amor no sólo sugiere, sino que nos exige preguntarnos por su porqué. ¿Por qué amamos? ¿Qué es lo que ocasiona en nosotros ese deseo, ese eros? La cuestión no es superflua ni mucho menos carente de sentido; basta con echar un vistazo a la historia entera del mundo natural para advertir que el eros está presente desde que el mundo es mundo: ¿por qué los animales copulan entre ellos? No es simplemente por un mero “instinto de preservación”, puesto que si así fuese la homosexualidad animal, por ejemplo, no existiría, y permítaseme aquí hacer hincapié en que el humano, por más que lo intente, también es animal, y nunca podrán deshacerse de esa condición originaria. Así pues, debe existir alguna razón por la cual exista el eros, algo que sea su causante único y principal.

Los filósofos antiguos más conocidos ya se habían percatado de esto, y no es casualidad que hayan intentado buscar una explicación que fuese más allá del mito (aunque no por ello desdeñaban a éste último). Según Jill Gordon, por ejemplo, para Platón, en el diálogo Timeo, donde el ateniense realiza un bello relato cosmológico, “el eros humano señala nuestra conexión con, alienación de, y deseo de retornar a nuestra condición originaria, en la que el alma conocía todas las cosas a través de su conexión con el Ser divino”.[10] Para Aristóteles, por otro lado, siendo las cosas necesariamente causadas por algo que, a su vez, no sea causado por nada más, por un primer motor, y este primer motor “mueve, pues, en tanto que amado, mientras que las otras cosas mueven al ser movidas”,[11] y continúa líneas después:

“De un principio tal penden el Universo y la Natualeza. Y su actividad es como la más perfecta que nosotros somos capaces de realizar por un breve intervalo de tiempo (él está siempre en tal estado, algo que para nosotros es imposible), pues su actividad es el placer”.[12]



En ambos casos se establece que el eros tiene una relación con lo divino y con el placer. Es decir, el eros es divino, y aunque ya lo habíamos mencionado en un inicio, cabe acentuarlo aquí porque cobra no ya una dimensión simplemente mítica, sino un aspecto que trasciende a la figura mítica del eros y de la concepción que en la actualidad se tiene acerca de lo divino.

La pregunta, así, se nos revela poéticamente de una manera muy bella: tenemos, en efecto, algo de divino en nosotros, pero estamos fragmentados. Como el mito del andrógino[13], somos seres separados en mitades que alguna vez fueron creados por los dioses y alguna vez fuimos partidos por ellos también; así, amamos porque queremos volver a nuestros orígenes, queremos volver a sentir aunque sea por un breve momento esa sensación de paz, de armonía y plenitud que se desprende de lo divino, y que nos hace sentir así, si no el amor y el placer que se desprenden de amar y ser amados.


3. El irremediable olvido del eros.


Llegados a este punto surgen preguntas, dudas, y quizá incluso incomodidades y refutaciones, sobre lo que se ha dicho, pero no me detendré a pensar en todos y cada uno de ellos, primero porque me sería imposible hacerlo, y segundo porque mi intención es demostrar que, a pesar de todo esto, la pregunta por el porqué del eros ha sido olvidada en nuestra actualidad.


Las ideas, los paradigmas y los prejuicios cambian conforme el mundo mismo cambia; ayer se pensaba que la Tierra era plana, hoy se sabe que es esférica. Así, nada escapa a esta condición de constante transformación, ni siquiera el amor. Años atrás se leían poemas a las personas amadas, luego se comenzó por escribirles cartas, se pasó al telegrama y a las llamadas, para finalmente llegar a un mensaje instantáneo.


Con el progreso de la tecnología la humanidad claramente ha logrado sortear las flaquezas de su nula constitución para sobrevivir en el mundo animal sin más, pero también con ella se olvidan poco a poco las razones por las cuales buscamos la actualización y la mejora, y al olvidarlas nos olvidamos de nosotros mismos. Preguntas como por qué estamos aquí o cuál es el sentido de la vida, por qué hacemos lo que hacemos, son ocultadas porque nos recuerdan siempre nuestra condición fragmentada y desamparada, nuestra mortalidad y nuestro miedo de saber que un día, para colmo no sabemos cuando, hemos de convertirnos en alimento para gusanos, sin que nos recuerde nadie, sin saber dónde estaremos.

El consumo compulsivo, la satisfacción instantánea y la compañía virtual de personas que no están cerca de nosotros, pero que están ahí, nos anestesian el sentimiento de ajenidad que nos abraza cuando nos detenemos a cuestionar nuestra propia existencia, y nos hacen sentir que no estamos solos, sumiéndonos lentamente en un adagio que nos arrulla y nos duerme aquellas preguntas que, no obstante, nunca dejan de existir en lo más profundo de nuestras almas.



Así, el amor se convierte en víctima de esto porque es también recordatorio de nuestra finitud y nuestra imposibilidad de estar completos y de sentirnos plenos; nos sentimos avergonzados cuando reconocemos que necesitamos del otro para sentir esa armonía y esa totalidad divinas, y lo intentamos ocultar con amores efímeros y pasajeros, placeres de ocasión que, sin embargo, luego de la culminación del placer psicológico, nos deja un sabor amargo y distante en la boca porque nuevamente nos trae al presente nuestra soledad.

La pregunta por el eros se ha desdibujado con el paso del tiempo, y con ella, el sentido que tiene el amor se ha perdido al intentar descubrir en él un objeto que no existe como tal. Pero cuando hacemos el amor con alguien, y nos permitimos ser vulnerables con la persona, y nos entregamos, literalmente, en cuerpo y alma, la pregunta vuelve, aunque no de una manera meramente racional, sino que es el eros mismo el que vuelve; se nos manifiesta en el acto como conexión, alienación y deseo de estar experimentando, aunque sea por un brevísimo instante de tiempo, un placer que es eterno y del cual penden todas las cosas del universo. Nada más importa: ni el mundo de afuera, ni el ruido que habitaba en nuestras mentes, solamente somos dos personas advirtiendo en cuerpo y alma la manifestación del amor en su más grande estadio, en su más bella expresión, la divinidad haciéndose presente a través de nosotros.


Y cuando esta experiencia culmina, luego de llegados al punto máximo en el que la existencia se convierte en un estado de gracia, no nos sentimos solos, ni fragmentados, ni mortales ni avergonzados. Regresamos a la realidad, y con nuestros ojos cegados por semejante experiencia trascendental, reparamos en que habíamos olvidado por qué amamos. Pero al cabo de un tiempo, la sinfonía cósmica de lo divino, la consciencia plena del momento y la paz inmortal que nos habían abrazado huyen de nosotros, simples mortales limitados e incompletos, y por ello, decidimos que es mejor no hacernos preguntas que abran heridas de nostalgia y anhelo por aquello que, luego de haber experimentado, nos es arrebatado, y así, inevitablemente nos hacemos cómplices y víctimas por igual del intento, evidentemente fallido, por evadir el irremediable olvido del eros, mismo que solamente desaparece cuando nos permitimos experimentar el amor de frente y sin mediaciones virtuales, cuando la pregunta por el amor retorna a nosotros a manera de respuesta intuida y presenciada, dejando de ser objeto a nuestros ojos para convertirse en verbo propulsado por el deseo de volver a nuestros orígenes divinos. Para saber lo que verdaderamente es el amor, y entender por qué amamos, solamente nos queda amar y ser amados.


Bibliografía


Hesíodo., Hesíodo. Obras y fragmentos. Trad. Aurelio Pérez Jiménez, et. al., Gredos, Madrid, 1990. Platón., Diálogos II. Trad. C. Eggers Lan, et. al., Gredos, Madrid, 2014.

Platón., Diálogos III.Trad. M. Martínez Hernández, et. al., Gredos, Madrid, 2014. Aristóteles, Metafísica. Trad. Tomás Calvo Martínez, Gredos, Madrid, 2014.

Ricardo Oscar Moscone, Sócrates: sólo sé de amor, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002.

Jill Gordon, Plato´s erotic world. From cosmic origins to human death, Cambridge University Press, New York, 2014.


[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.3 en línea]. <https://dle.rae.es> [10 de febrero de 2020]. [2] Hesíodo, Teogonía, p. 76. [3] Idem. [4] Por razones obvias, no es posible profundizar en el marco en el cual se puede hablar de una entidad; sin embargo, es prudente mencionar que al referirme al término ‘entidad’, me refiero a algo que es. [5] Oscar Moscone, Sócrates: sólo sé de amor, p. 84 [6] Idem. [7] Banquete 186a [8] Oscar Moscone, op. cit., p. 84 [9] Met. II, 2, 994a [10] Jill Gordon, Plato´s erotic world, p. 13 [La traducción es mía, y el texto original dice “On my reading og Timeus, human eros signals our connection to, alienation from, and our desire to return to our originally condition in which the soul knew all things through its connection to divine Being”], cursivas también mías. [11] Met. XII, 7, 1072b [12] Met. XII, 7, 1072b 15 [13] Banquete 189e - 193d

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