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El arte mesoamericano frente al arte occidental: de lo bello y lo monstruoso de las formas

Actualizado: 1 sept 2022




Su arte fue religioso pero nos faltan muchas claves para desentrañar la verdadera significación de las formas. En arte, como en el resto de las manifestaciones humanas, las formas son significativas: las formas son ya el contenido porque en sí mismas son lenguaje.


Octavio Paz




Por: Luis Veloz




Hoy en día entre los estudiosos de las culturas, ya desde la perspectiva antropológica, sociológica o filosófica, hay un consenso según el cual la percepción del mundo está condicionada por un contexto donde se transmiten códigos forjados por una tradición. Desde una perspectiva amplia, ello constituye y le da sustento a, como dijera Luis Villoro, las creencias básicas de nuestra vida. En esta coyuntura, la concepción estética, que liga el intelecto a la apreciación de las formas y con ello a la factibilidad de distinguir lo bello o feo de un determinado objeto, está influenciado, en efecto, por los códigos de un espacio cultural y lingüístico en una época y lugar específico.


Así pues, la obra de arte, tema que aquí nos ocupa y cuya definición sigue siendo un desafío, ha transitado por diversos momentos en la historia. Entre ellos: el arte griego clásico, que mantiene un lugar nodal en la historia del arte, pues constituye un referente de técnica y capacidad, así como de habilidad e inventiva. No por casualidad es que hoy, a la hora de enfrentamos a él, ya desde otro tiempo y lugar, pero junto a una enseñanza y tradición en el marco cultural heredado, se piensa que lo bello, según aquel canon, debe ser algo connatural a la obra de arte.



Aquí comienza la complejidad ideológica de siglos de continuidad y rupturas, pero bajo la referencia obligada del arte clásico: griego, romano o renacentista (que cierra un capitulo en la historia) que impusieron una noción de lo bello y el arte. No obstante, y aunque no se reduzca toda forma de expresión artística a ellos, más cuando nos remitimos al siglo XX y las vanguardias (expresionismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, cubismo, etc.), es claro que ha sido capital su existencia. El arte clásico por lo tanto, trae consigo un valor estético que ha rebasado su tiempo y que es imposible negar.



Pero en lo que sí discrepamos, y que creo debemos hacer hincapié todas la veces que sea necesario, es en el hecho de que aún hoy, las obras de arte mesoamericanas siguen siendo menospreciadas por un sector social que, al momento de sopesarlas desde el arquetipo de los grecolatinos y desde la superficialidad de la forma, niegan todo estatus estético a las obras mesoamericanas. Arthur D. Canto, al respecto, nos dice que las obras de arte no son meros objetos estéticos, ya que comprenden, más bien, los más profundos pensamientos de su creador al interior de procesos histórico-políticos. Pero si, por el contrario, prevalece la presunción de que el único objeto del arte consiste en ser gratificante a la vista, entonces, siempre será nulo, para algunos, hallar belleza o consentir un criterio de arte en figuras que no coinciden con la proporción, ritmo y armonía que se impuso hace más de dos mil años atrás.



Por esta razón, pensamos que es menester construir y reforzar una enseñanza disruptiva que, sin negar el valor del arte clásico, tampoco se homogenice una idea de lo que se cree, manifiesta lo bello en el arte y su intima relación. Sin embargo, también hay que considerar que pese a la apertura y oferta cultural, acercarse al arte es percibido como una actividad excepcional. Hay un alejamiento de la sociedad del hacer artístico que no necesariamente se debe a factores económicos, sino al desinterés y poca información en un marco social y cultural que debería ser más igualitario. No es de extrañar, visto así, que los museos (cuya función consiste en el resguardo, conservación y prescripción de las obras de arte) no resulten ser lugares predilectos a los que masivamente se asista por simple placer a fin de entregarse, entre los pasillos y muros, a la exposición en turno.



Lo cual también sucede con las obras monumentales o públicas que están dispersas entre las avenidas o calles de la gran ciudad, o edificaciones arquitectónicas de época, muchas de las cuales conservan a su interior pinturas murales completamente desconocidas a la población. Y, en el entredicho de que se "vean", no se "observan", pues se carece de interés y por tanto, se nulifica la atención sobre los detalles, pues sólo se les aprecia como objetos que ocupan o rellenan espacios, a modo de ornato y simple folklore, y a las cuales regularmente la vista del espectador desdeña rápidamente. El tiempo actual, tan acelerado y medido que nos gobierna, impide a fin de cuentas que nos detengamos a contemplar aunque sea por un momento, una obra. Con todo, el criterio de belleza y de arte incluso con sus bruscos cambios, se mantiene latente en la atmósfera pública en gran medida gracias a las imágenes que ensalza la tecnificación y reproducción, y la hermética creencia de que lo bello (en sus condiciones) es sinónimo de bondad, perfección y superioridad.



Planteado así, pareciera difícil que algunos sectores de la sociedad o estratos de ella, puedan tener apertura para percibir el arte en su amplia diversidad, incluso, desde la misma tradición occidental. De hecho, la querella entre el arte culto y el arte popular, artesanal o menor, hasta hace no mucho tiempo seguía siendo una discusión en ambientes académicos, donde especialistas ponían en cuestión qué tipo de arte era posible que fuera entendido por las masas, y cuál no. Ya que uno implicaba refinamiento sensitivo y el otro, por el contrario, sólo requería verse, ya que no ameritaba un alto grado de cultura. Dicho prejuicio, que aún persiste en el ambiente social, limita la posibilidad de tener la experiencia de la obra de arte no occidental, como sucede con el arte mesoamericano, ya que supone otra visión de la vida y el mundo.


De la estética de dos mundos y la época actual


En el siglo XVI, con el arribo invasor de los españoles se da de manera pronta un choque franco entre su concepción de mundo con la de los pueblos mesoamericanos, que incluía, por supuesto, una percepción estética. Por lo que, como afirma Edmundo O'Gorman en su célebre ensayo: El arte o de la monstruosidad, el concepto de arte con el que convivían los conquistadores estaba mediado por su conocimiento de lo bello y lo feo a partir de su condición histórica acotada por un marco de saber que se hallaba en un punto intermedio entre lo medieval y renacentista. Así, el choque entre culturas tuvo efectos sumamente complejos en las expresiones de vida tanto social, cultural, religiosa, económica y política que le daba sentido y sustento a ambos mundos. De ahí que O'Gorman escriba, en razón a la experiencia de la obra de arte mesoamericana que conocieron los españoles: “Cuando en el primer tercio del siglo XVI los europeos pudieron contemplar las monumentales estatuas de los antiguos mexicanos, sólo pudieron impresionarse por su fealdad”.



En la actualidad, donde hemos dejado atrás la colonia española desde hace más de doscientos años, en lo mental, no obstante, persiste la colonización, como bien advirtió en reiteradas ocasiones Leopoldo Zea. Así pues, durante el proceso independentista a la fecha se dieron rupturas que han forjado con lentitud una identidad propia, con imaginarios nuevos. Imaginarios donde colinda lo español y lo indígena, y donde se fusionan los rastros de historia que se han conservado. Sin embargo, pese al enaltecimiento oficial de las culturas originarias dado mayormente durante el siglo XX, el arte mesoamericano sigue siendo infravalorado. Cosa que no sucede únicamente con las obras originales que están bajo resguardo de museos (algunas en museos extranjeros) o centros turísticos, sino también, salvo por excepciones como la de Diego Rivera, aquel arte que se inspira en sus formas y proporciones.



Como sea, la obra de arte mesoamericana producida por culturas como la olmeca, maya, teotihuacana, mexica, etc., no se puede apreciar bajo el mismo canon y la misma lente que distingue al arte europeo. Si comenzamos por esa ruta, el fallo es inevitable. La obra de arte de los antiguos mexicanos o de las culturas precolombinas reivindicada en gran medida por los trabajos de investigación de Ángel María Garibay, Miguel León Portilla o Justino Fernández (entre otros), exige otra forma de ver el objeto. La obra de arte mesoamericana no está hecha para admirar en ella la belleza visible, buscando suaves líneas en sus medidas y contornos como si apreciaramos la figura del David de Miguel Ángel.





Por el contrario. En la lectura que realiza O'Gorman sobre el arte mesoamericano, afirma que éste se caracteriza fundamentalmente por su magnificencia y monumentalidad. No contemplamos en él lo feo en sí, aunque para explicarlo recurre a un concepto más radical: la monstruosidad. Monstruosidad encapsulada en piedra. Ahora bien, el concepto de "monstruosidad" no ocupa aquí un significado peyorativo, pues el sentido que le concede O´Gorman apela, esencialmente, a que la obra está, simple y sencillamente, fuera del orden natural. Por tanto, en el arte mesoamericano no se percibe en modo alguno la forma humana idealizada distintiva de la obra de arte grecorromana, donde incluso en sus expresiones “monstruosas” como sucede con la conocida figura del centauro, lo monstruoso está subsumido a la belleza de la forma, es decir, a una racionalidad matemática de la hechura, o lo que es igual, a una visión racional, detallada y proporcional, de la naturaleza representada.



En el caso del arte mesoamericano, como sucede por ejemplo con la Coatlicue, lo que se aprecia es algo por completo opuesto. Con ella nos encontramos con la mujer serpiente, obra de enormes proporciones que hace palidecer al espíritu. La Coatlicue por lo tanto está alejada de la fantasía griega que no suprime la racionalidad mediadora, por el contrario, la obra de arte mexica, en el caso antes dicho, fue forjada con plena intención de representar: “una síntesis viva y trágica de una dualidad de naturalezas”. Así, en este caso y como se puede sugerir, no se visibiliza una mujer cubierta por serpientes en la simpleza de la estructura, sino una naturaleza dual, por lo tanto: “La Coatlicue es una expresión consubstancial de lo animal y de lo humano: un ser que ha sido captado en la piedra”.



Lo anterior arroja al menos hacia una pista alterna que sirve para contemplar o acercarnos a las obras de arte mesoamericanas una vez que comprendemos que en ellas la imitación de la naturaleza no se cumple tal como exigió Aristóteles cuando en su Poética habla de producción (poiesis y techné). Y si bien O'Gorman toma como referente las obras monumentales o los grandes monolitos, no podemos olvidar que los antiguos mexicanos expresaron también su gran habilidad en objetos pequeños, finamente labrados, tal como los que dejaron los tarascos y que, a decir de Justino Fernández, son obras que: “expresan ocupaciones y actitudes de la vida cotidiana, doméstica y guerrera, pero también dieron forma artística a animales, como los perrillos gordos que simbolizan a Xolotl, dios de la muerte.”



El arte mesoamericano, por lo tanto, también dedicó un espacio para retratar los momentos cotidianos de la vida comercial y familiar, y naturalmente, de la vida guerrera de aquellos hombres. Y, pese a que dichas obras no están labradas desde las proporciones precisas, es decir, fieles al precepto racional matemático de los cuerpos y formas naturales, también son productos del espíritu y de la necesidad de expresión de una época y lugar. Justino Fernández, por este motivo, trabajó y ahondó en todo aquello que enmarca el mundo mesoamericano, tanto en la cercanía como distanciamiento de sus pueblos; una gran época de tiempos pasados pero también del tiempo que siguió, y el arte que nos legaron. Bajo este marco, no es difícil pasar por alto el que quizá sea para muchos el mayor referente de delicadeza y monumentalidad que llegó a su grado más ambicioso con el arte maya, tanto en la escultura como en la pintura mural, inmortalizados en las portentosas edificaciones de Bonampak o Palenque.



La gran riqueza de las culturas mesoamericanas, en efecto, son producto de siglos de desarrollo, siglos que dejaron la huella de una cosmovisión política y teológica a través de su arte, espacio que también revela con notoriedad, y en un sentido más extenso: su manera de entender la vida y la muerte. En opinión de Octavio Paz, el arte que nos heredaron aquellas civilizaciones prehispánicas son la síntesis y la prueba más clara del gran desarrollo intelectual y cultural al que accedieron, lo cual provocó una experiencia ambivalente entre los invasores europeos, pues si bien les causó admiración, también les originó rechazo hacia lo desconocido. Aquello que Luis Villoro llamó: la alteridad inaceptable.



Es difícil en este caso ahondar y hacer una descripción de muchas de las obras más significativas que se encuentran bajo el resguardo de INAH, en exposiciones, estudios y análisis de su fabricación, técnica y simbolismo. Pero no por ello podemos pasar por alto algunas piezas que bien valen la pena referir, por supuesto y una muy en especial: La Piedra de Sol. O también conocida popularmente como Calendario Azteca.





La perfección de la hechura con la que fue labrada la piedra (tamaño o diámetro), y la significación teológica que tuvo en su momento, ha sido indudablemente motivo de admiración para el observador contemporáneo, que ha sabido adentrarse en su forma y grandeza. Otro tanto se puede decir del Chac Mool, o de las monumentales cabezas olmecas; porque no olvidemos, en efecto, que los olmecas deben su nombre a que los mexicas los reconocieron como grandes artistas, los más refinados hombres de arte. De hecho, para Justino Fernández, es muy probable que en muchas de las obras mexicas, si bien no fueron trabajadas totalmente por los olmecas, sí hayan tenido alguna participación en ellas. Difícil saberlo. Y es difícil puesto que en su tradición, donde las obras fueron trabajadas para la sociedad en su conjunto y con carácter sacro, no se ven individualizadas con los nombres de los artistas que las realizaron. Por lo que solo nos queda la especulación, algunos datos, y el reconocimiento de la maestría que lograron.



Por lo pronto, hemos de decir que, aunque de vez en cuando se tenga la posibilidad de admirar alguna obra de arte mesoamericana, debe quedar como sugerencia no precisar en ellas comparaciones simplistas con la obra de arte occidental. Esto significa, necesariamente, reconocer por un lado la originalidad de los artistas indígenas así como la excelencia y habilidad con la que trabajaron sus respectivos materiales: piedra, cerámica, jade, etc. La obra de arte mesoamericana es, claro está, patrimonio de la humanidad. Y, aunque situada y producida en un espacio y tiempo definido, también y por su alcance, tiene universalidad. Pretender hallar en tales obras la simple belleza desprovista del sentido cultural, religioso y político que lo envuelve, es, en efecto, un error de percepción, que arraiga un prejuicio que en algunos casos devela una mentalidad colonial, clasista, resultado de años de sumisión ideológica.









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