Herbert Marcuse a Heidegger
28 de agosto de 1947
4609 Chevey Chase Blvd.
Washington 15. D.C
Querido Señor Heidegger:
He reflexionado largamente en lo que usted me ha dicho cuando lo visite en Todtnauberg y quisiera hablarle abiertamente al respecto.
Usted me dijo que, a partir de 1934, tomó una distancia completa con respecto al régimen nazi, que usted había hecho en sus cursos señalamientos extremadamente críticos y que estuvo vigilado por la Gestapo. No quiero poner en duda sus afirmaciones. Pero no es menos cierto que estuvo usted de tal modo identificado con el régimen en 1933-1934 que a los ojos de muchos usted pasa, aún hoy, por uno de sus apoyos intelectuales más incondicionales. Sus propios discursos, escritos y actos de esa época son la prueba. Usted no se desdijo jamás públicamente que había asumido otras posiciones que aquellas que expresó en 1933-1934 y que las concretizó en actos. Después de 1934 usted permaneció en Alemania pese a que había encontrado en el extranjero un lugar donde ejercer. Usted no denunció públicamente ningún acto, ningún aspecto ideológico del régimen. En tales condiciones, se le identifica aún hoy con el régimen nazi. Muchos de entre nosotros esperamos durante largo tiempo una palabra de su parte, una palabra que lo liberase clara y definitivamente de esa identificación, una palabra que expresara su verdadera posición y lo que piensa hoy de lo que ha pasado. Usted no lo hizo o, al menos, tales propósitos nunca pasaron de su esfera privada.
Por mi parte —y somos muchos en este caso— puede decirse que hemos venerado al filósofo que es usted y al que debemos infinidad de cosas. Pero no podemos disociar al filósofo del hombre Heidegger, esta situación contradice su propia filosofía. Un filósofo puede equivocarse en el plano político —entonces reconocerá su error abiertamente. Pero no puede equivocarse sobre un régimen que ha asesinado a millones de judíos —simplemente porque eran judíos— que ha hecho del terror la norma cotidiana y transformado todo lo que estaba ligado a los conceptos de espíritu, de libertad y de verdad en su contrario sangriento. Un régimen que era en todos sus puntos y hasta en el menor detalle la caricatura fatal de esa tradición occidental que usted mismo describió y defendió de una manera tan penetrante. Y si ese régimen no era la caricatura sino el verdadero resultado de esa tradición, entonces, en ese caso, no era necesario taparse los ojos, usted debía haber denunciado y abjurado de esa tradición. ¿Es posible que usted entre así en la historia de las ideas? Toda tentativa de combatir este malentendido cósmico encalla a causa de la resistencia general a confrontarse seriamente como un ideólogo nazi. El sentido común —de los intelectuales como de los otros— que manifiesta esta resistencia se rehúsa a ver en usted a un filósofo, considerando que filosofía y nazismo son inconciliables. En ello hay razón. Me repito: usted no puede combatir la identificación de su persona y de su obra con el nazismo (y, por ello, la destrucción de su filosofía), y nosotros no podemos hacerlo si no da testimonio público de su evolución y metamorfosis.
Le enviaré esta semana un paquete. Mis amigos se han opuesto ferozmente y me han reprochado el ayudar a un hombre que se identifica con un régimen que ha enviado a mis correligionarios a las cámaras de gas por millones (para evitar todo malentendido, debo subrayar que no es simplemente en tanto que judío, sino por razones políticas, sociales e intelectuales que fui desde el principio anti-nazi; lo habría sido igualmente de ser “ario puro”). No hay nada que decir contra ese argumento. He tranquilizado mi propia conciencia al considerar que enviaba este paquete al hombre que de 1928 a 1932 me enseñó filosofía. Estoy consciente de que es un mal pretexto. El filósofo de 1933-1934 no puede ser por completo diferente de aquel de antes de 1933, y ello, tanto menos cuando usted ha desarrollado una argumentación filosófica para defender con entusiasmo al estado Nazi y al Führer.
13 de mayo de 1948
4609 Chevey Chase Blvd.
Washington 15, D.C.
Querido señor Heidegger:
He dudado largamente en responder a su carta del 20. Usted tiene razón; discutir con personas que ya no estaban en Alemania a partir de 1933 es aparentemente muy difícil. Pero yo creo que no es necesario buscar las causas en nuestro desconocimiento de la situación alemana bajo el nazismo. Hemos conocido muy bien esta situación —tal vez mucho mejor que la gente en Alemania. Los contactos que he tenido desde 1947 con numerosas personas me han convencido de esto una vez más. Ello no corresponde tampoco al hecho de que “nosotros juzgamos los inicios del movimiento nacional-socialista por el fin”. Nosotros sabíamos, y yo mismo pude verlo, que el principio portaba en sí mismo el fin, era ya el fin. La dificultad de nuestra discusión me parece corresponder mucho más al hecho de que la gente en Alemania esta liberada a una completa perversión de todos los conceptos y todos los sentimientos, lo que muchos estaban dispuestos a aceptar. No es posible explicar de otro modo que usted, que como persona había sido capaz de comprender la filosofía occidental, haya podido ver en el nazismo “una renovación intelectual de toda la vida”, la “salvaguarda del comunismo” (del que sin embargo es él mismo un componente esencial). No es un problema político sino un problema intelectual —yo diría casi un problema de conocimiento, de verdad, ¿usted, el filósofo, confundió la liquidación del Dasein occidental con su renovación? ¿Esa liquidación no era ya evidente en cada palabra del Führer, en cada hecho y gesto de la SA bien antes de 1933?
Pero yo no quisiera regresar sino sobre un pasaje de su carta porque mi silencio podría ser entendido como un consentimiento: usted escribe que todo lo que yo digo sobre la exterminación de los judíos vale por completo también para los Aliados si uno reemplaza “judíos” por “alemanes de los territorios del este”. ¿Una frase tal no lo excluye a usted de la dimensión donde un diálogo es posible —de la dimensión del Logos? Ya que no es sino fuera del marco “lógico” que puede explicarse, relativizar, “comprender” un crimen arguyendo que otros habrían cometido igualmente cualquier cosa parecida. Pero aún: ¿cómo es posible poner en un mismo plano, la tortura, la mutilación, la experimentación de millones de personas y el trasplante forzado de grupos étnicos en donde ninguno de esos crímenes fue cometido (excepciones aparte, tal vez). La situación es hoy tal que es en la diferencia entre los campos de concentración nazi y las deportaciones y campos de internamiento de la postguerra en donde reside toda la diferencia entre lo inhumano y lo humano. Sobre la base de su argumento, los Aliados habrían debido mantener Auschwitz y Buchenwald y todo lo que allí pasaba para esos “alemanes de los territorios del este” y los nazis; y entonces, el paralelo que usted establece tendría sentido. Pero si la diferencia entre lo inhumano y humano se reduce a esa omisión, entonces es la falta del sistema nazi hacerse del hombre después de más de dos mil años de existencia occidental. Es como si la semilla hubiese caído en suelo fértil: ¿tal vez viviremos hasta el fin lo que fue comenzado en 1933? ¿Hablaría usted una vez más de una “renovación”? Yo no sabría decirlo.
Traducción de Carlos Ballesteros
Universidad de México, Revista de la UNAM, #58. Mayo 1993, p. 5 y 6.
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