Alberto Neri García
UNAM (FFyL/CIALC)
A lo largo del siglo XX observamos la disputa de dos grandes modelos que pretendían establecer la forma más adecuada de determinar la organización política, económica, social, cultural, etc., del mundo. En esa disputa por establecer el modelo único a seguir, se observa tanto el ejercicio de un discurso justificador, como diferentes dinámicas político-económicas para guiar (obligar) a los estados nacionales en la adopción de uno u otro modelo. Así, es posible observar en estas dinámicas el empleo de lo ideológico manifestado en un juego dicotómico entre buenos y malos. Por un lado aquellos que abanderan los ideales de libertad, justicia, democracia, tolerancia, etc., y por el otro los que amenazaban tales ideales. En el terreno de lo económico podemos localizar un ejemplo concreto, vivido por muchos países en América Latina, a saber, el discurso del desarrollo, en el cual la teoría de los principales economistas de los países capitalistas explicaba el porqué de la desigualdad y atraso entre una sociedad y otra, resultando —por consiguiente— en la receta racional sobre cómo salir de ese estado y dar solución a esos problemas. [1]
En este intrincado juego de dominio y en la búsqueda de más adeptos para configurar la geopolítica del poder, se dejó de lado los aspectos positivos y negativos de dichos sistemas políticos. Es decir, bajo la lucha por prevalecer de un modelo sobre el otro, lo que sucede debajo es el desplazamiento del orden social por el orden económico-político. Una de las consecuencias de este desplazamiento es el impedimento por explorar otras formas de expresión cultural y política de las sociedades que no son afines a uno u otro modelo. Pues estas eran despreciadas o tachadas mediante esquemas donde se les impedía su relevancia teórica. Así lo señala Mario Magallón:
(…) cualquier otra forma de expresión cultural y política que interrumpiera o estuviera en contra de los esquemas establecidos era considerada dudosa y, por lo mismo, un atentado contra los intereses de unos o de otros (… )[2]
A pesar de este desprecio por lo diferente, el abordaje de los saberes y problemáticas de las culturas subdesarrolladas se llevó a cabo. Dicho estudio se encontró—en primer lugar— con obstáculos del orden teórico-epistémico. A pesar de que ya se atendían las problemáticas de estas sociedades (marginación, pobreza, explotación, identidad, cultura), los marcos categoriales desde los cuales se pretendía estudiar tales acontecimientos no abordaban a cabalidad las complejidad de dichos fenómenos, a los cuales se les dio lectura desde conceptos totalmente excluyentes (civilización-barbarie, civilización-salvaje, razón-mito, etc.) para formar otros que distinguieron el grado en el que se encontraban en esa configuración del mundo (“primer mundista-tercer mundista,” “en vías de desarrollo”, bienestar, progreso, periferias, etc.).
Estas categorías, al integrarse como parte constituyente de la explicación de estas culturas periféricas-marginales, tendían a inscribirse como elementos menos desarrollados dentro del estamento de los modelos preestablecidos (capitalismo-comunismo). Para tal dinámica, la posibilidad de discurso y prácticas alternativas sólo eran posibles (en el plano teórico) cuando éstas eran partes complementarias de los planteamientos hegemónicos, pues los sujetos a los que hacían referencia tales explicaciones permanecían excluidos. En este sentido, las claves con las que se han observado el análisis de la interpretación de los mismos, obedecen a las formas lógicas de esos universos culturales (capitalismo-comunismo), donde las dicotomías de las relaciones sociales, culturales, políticas y económicas son más marcadas en las relaciones de dominio-dependencia:
Así, desde la colonización y conquista de los pueblos no occidentales, la lógica de la imposición de la razón universal implicó la colonización de “nuestro mundo de vida”, con el consiguiente vaciamiento y subordinación da las condiciones epistemológicas de la constitución del “sujeto trascendental moderno”.[3]
Después de la caída del muro de Berlín y ante el avance sin “obstáculos” del modelo hegemónico capitalista, el neoliberalismo surge (así entendido por muchos) como una radicalización de los aspectos negativos de la modernidad en tanto totalidad excluyente, unívoca, lineal y con pretensiones de des-subjetivación. En él se impone el modo desde el cual se interpretan las distintas problemáticas surgidas en la praxis cotidiana de los sujetos, al elaborar una serie de mecanismos—principalmente de corte económico— con los que se pretende comprender los fenómenos naturales y humanos, sin necesidad de mediación alguna más allá de él mismo.
Luego de treinta años de prácticas y discursos neoliberales, vemos una reducción no sólo de un cierto bienestar social, sino de actores de resistencia, ya fuera por su invisibilización o eliminación total. En cualquiera de los dos casos mencionados, la pretensión se dirige a la homogeneización de toda subjetividad en los límites de un ente abstracto que no toma en consideración sus particularidades ni cualquier representación que ellos mismos adopten.
Ante este panorama, desalentador y cerrado, podríamos cometer el descaro de mencionar no sólo la imposibilidad de cualquier discurso alternativo, sino hasta la desesperación por tener un único modelo que a todas luces es perjudicial para todos. Sin embargo, debemos entender que la explicación dada hasta el momento tiene como componente básico el planteamiento epistémico-político muy afín al modelo que se quiere imponer. Por fortuna, no tenemos la pretensión de ser descarados o de negar la posibilidad de otros discursos no alineados a la hegemonía del poder.
Contrario al ejercicio neoliberal y con vistas a una sociedad más plural e incluyente, desde la praxis política cotidiana de subjetividades claramente identificadas (aunque no siempre reconocidas), se manifiestan resistencias cuyas representaciones distan mucho de los marcos neoliberales. Esto implica una ruptura de toda lógica unidimensional para ceder terreno a los diversos componentes de la comprensión de lo real y, con ello, de la acción política y sus espacios. Así, se trata no sólo de la recuperación del sujeto en su dimensión social sino, también, de sus distintos modos de objetivación a partir de la valoración (política, cultural, ético-moral, histórica, etc.,) de su contextos y situación específicos, es decir, en tanto “modalidades emergentes”.[4]
Ante la complejidad de las categorías puestas en disputa, en un intento por colocar pautas para la dirección del debate, Charles Taylor nos sugiere repensar la categoría de reconocimiento, dado que, en ella se pone de relieve la aceptación del otro como diferencial político para dar cuenta de la realidad social.
Desde sus propios marcos teóricos, Taylor parte del reconocimiento como categoría que articula las de identidad y comunidad en su operatividad política. A fin de cuentas, en ella radican las demandas presentes de los distintos movimiento sociales en los planos nacionales e internacionales. Fuera de la dimensión individual que encierra el concepto de reconocimiento como práctica política, es en la esfera pública donde podemos visualizar dos modalidades aparentemente distintas: igualdad de derechos y política de la diferencia. No obstante, es en la construcción y búsqueda de la vida democrática que ambas propiedades se complementan.
Por un lado, la igualdad de derechos se muestra como condición de posibilidad para la ruptura de jerarquías sociales basadas en juicios de valor poco efectivos hoy día. Por otro lado, la política de la diferencia busca sentar los requisitos para la realización de la especificidad cultural.[5]
A fin de superar los obstáculos que impiden la vida en comunidad como afirmación de la identidad, la producción teórica de Taylor se dirige a la crítica de la homogeneización cultural. Es contra la exclusión y dominio que aún mantiene ciertas prerrogativas cuando se devela la categoría de reconocimiento como demanda universal. En su formulación, se parte de la dialéctica hegeliana (expresa en la dialéctica del amo y el esclavo) como superación de la individualidad inicial. En otras palabras, el reconocimiento sólo es posible por el movimiento dialéctico que niega la identidad en una identidad secundaria. Así, la individualidad se ve transformada en un nosotros que no la elimina, sino que la incluye en un todo. La identidad es una formación producto del reconocimiento con el otro, tanto en su dimensión individual como colectiva. Para esto se introduce una categoría mediadora en los procesos de reconocimiento: el diálogo.
Las problemáticas que conlleva el concepto de diálogo en su acepción filosófica, contrastan fuertemente con el sentido monológico de las prácticas colonialistas de occidente, negadoras de toda forma cultural que no sea la propia. Mediante la pertinencia del diálogo, somos y nos reconocemos siempre en relación con los otros, nos constituimos a partir de relaciones dialógicas, nuestra identidad se define por la contribución de otros significantes en un cambio continúo, más allá de las posturas defensoras de la elasticidad o pureza cultural.
El carácter dialógico del reconocimiento, como parte de una necesidad para las formas de vida democrática, contiene dos dimensiones que vale la pena mencionar: autorreferencia (autoanalisis) y proyección. Si la identidad y la comunidad se construyen a partir de las relaciones con otros significantes, por no ser estáticas, el continuo movimiento dialéctico requiere de un auto-examen crítico que muestre los elementos a ser transformados, al mismo tiempo que se proyectan nuevas determinaciones. Dicho de otra manera, el diálogo necesita de la diferencia para su operatividad crítico-transformadora y no sea un mero monólogo.
Taylor entiende las relaciones dialógicas como una fusión de horizontes. Bajo esta concepción, el contacto con una cultura o comunidad extraña a nosotros ofrece la pauta para una apertura más vasta de nuestro propio horizonte, sea individual o colectivo, incorporando nuevos elementos para una semiótica y simbólica distinta a la original. Dado el rumbo de los debates políticos en el plano de las ciencias sociales y humanas con perspectivas multi-inter-transdisciplinarias.
Como puede verse, el punto central de la reflexión de taylor en los temas de identidad y comunidad, es la exigencia de reconocimiento que ofrezcan soluciones efectivas a las demandas sociales del presente. La ceguera a las exigencias no atendidas que provocan los conflictos sociales no es una actitud permisible, menos cuando están en riesgo las democracias mismas.
El camino esbozado nos lleva a la negación de la sobredimensión de unos de los principios clásicos de la tradición filosófico-política occidental: la individualidad, lo cual, no supone su desaparición. Se trata de incorporar el terreno colectivo a las necesidades individuales. El reconocimiento igualitario de la diferencia a través del diálogo exige más que una lectura de corte exclusivamente político para dar lugar al análisis del lenguaje y la tradición, tal como sugiere Taylor, es decir, desde las distintas posibilidades que ofrece las hermeneutica.
[1] Apoyado en el cuerpo de conocimiento dado por algunos “expertos” se diseñaron planes y estrategias orientadas a la solución de estos problemas económicos. Muchos de ellos se vieron reflejados en la creación de aparatos institucionales como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), quienes se encargaban de ayudar y dictar las políticas económicas a seguir para el desarrollo y el progreso de la región. [2] Magallón Anaya, Mario, La democracia en América Latina, México, CIALC-UNAM, 2008, p. 286 [3] Ibid, p. 288 [4] Respecto a las categorías “modos de objetivación” y “moralidad emergente”, cfr. Roig, Arturo Andrés, “Ética del poder y moralidad de la protesta”. La moral latinoamericana de la emergencia, Ecuador, Corporación Editorial Nacional, 2002. En el ejercicio para la construcción y reconocimiento de subjetividades negadas por una totalidad dada, ambas categorías se complementan al intentar dar cuenta de cómo los sujetos se objetivan con su realidad, lo cual implica un ejercicio de reflexión cuyo resultado de valoración es buscar la transformación de la propia situación a distintos niveles. [5] Cfr. Taylor, Charles, Imaginarios sociales modernos, Barcelona, Paidós, 2004. Cap. 6 y 7
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