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Democracia liberal versus democracia radical: hacia un encuentro con la ética-política




El logro de la democracia presupone que los hombres asociados entre sí se vuelvan tan fuertes, estando juntos, que no sean obligados, con el miedo y con la esperanza, a renunciar a la propia autoconservación bien entendida.


Remo Bodei




Por: Luis Veloz






La enorme aceptación que existe por la democracia se debe, fundamentalmente, porque representa una de las luchas políticas más añejas hasta la fecha; su pasado histórico va ligado al poder ampliado, la desobediencia y, en efecto, a la resistencia a todo tipo de opresión. Ya sea al mando de un sólo gobernante, o a una elite centralizada en el uso no ético del poder. Sin embargo, su instrumentalización y la manera en la cual se expresa coloquialmente le añadió a la democracia equivocidad en cuanto concepto. ¿Qué es la democracia y qué la distingue de otras formas de gobierno?



De la tipología clásica a la democracia liberal.



Aristóteles en su Política propuso una tipología que hasta hoy sigue siendo un punto de referencia. Describió, en efecto, seis formas en las cuales se estructura un gobierno, las primeras son, con base en un criterio axiológico y jerárquico, buenas: el gobierno de uno (monarquía), el gobierno de pocos (aristocracia), el gobierno de muchos (politia). Esto, a la vez, deviene en sus tres formas malas: tiranía, oligarquía y, por último, la democracia. Aristóteles no fue un partidario de la democracia aunque, al momento de cruzar politia y democracia, lo hace en un punto medio. Es decir, se colocan a la par la peor de las buenas y la mejor de las malas. Mientras que los extremos no se cruzan, los medios sí. De ahí el sustento razonable que la sostiene. Ahora bien, pese a que no es la única tipología, ya que también contamos con la de Maquiavelo y Montesquieu, en el ámbito clásico la de Aristóteles permite apreciar una completa correlación entre la forma y el criterio axiológico, de modo explícito. Siendo además, el primero en hacerlo.



Sin embargo, la historia en su devenir cambia en grados importantes. Ésta es la razón por la cual requerimos de otros elementos de estudio, porque ahí donde la democracia etimológicamente se entiende como el gobierno de muchos, o del pueblo (demos/kratos), también muestra algunas singularidades que son importantes resaltar, como bien mostro David Held en su ya clásica obra Modelos de democracia. En la actualidad, afirma el autor:



Hay dos hechos históricos sorprendentes. En primer lugar, hoy día casi todo el mundo se dice ser demócrata, ya sean sus posturas de izquierda, centro derecha. Los regímenes políticos de todo tipo en, por ejemplo, Europa occidental, el bloque del Este y América latina dicen ser democracias. Sin embargo, lo que cada uno de estos regímenes dice, lo que hace, es radicalmente distinto. La democracia parece dotar de un aura de legitimidad a la vida política moderna: normas, leyes, políticas y decisiones parecen estar justificadas y ser apropiadas si son democracias[1].



Así pues, a más de dos mil años que nos separan de Aristóteles, es decir, con la llegada del siglo XX, la democracia que se va a extender en las principales naciones de Occidente, bajo una atmosfera de relativa paz pos-bélica, estará ligada al liberalismo, una doctrina originada en el siglo XVII, cuyo principal objetivo atiende la salvaguarda de los derechos del ciudadano (libertad negativa) con respecto al poder del Estado. Y si bien por un lado democracia y liberalismo son instancias distintas u opuestas, se complementan dada la necesidad sujeta a la nueva política instrumental y la economía capitalista que toma fuerza desde el siglo XIX. La democracia es una “forma de gobierno”, el liberalismo una ideología, una visión del mundo que en su origen es disruptiva, al tratar de poner un freno al poder del Estado.



Así pues, contamos en la actualidad con una democracia de corte liberal, a la que también se le pueden asociar otros adjetivos, como: moderna; burguesa, representativa, procedimental, o formal. Sin embargo, justo por su fuerza semántica, la democracia tiene otro horizonte, al que algunos autores le califican como: antigua; sustancial, social, comunitaria, consensual, ética, o radical. Lo anterior, hay que subrayar, no significa que los adjetivos establecen una correspondencia exacta, es decir, el reflejo preciso de un modelo teórico con la práctica política, pero implementamos los usos conceptuales por lo que explican o aclaran, en este caso, para el campo epistémico-político.



Nuestra democracia, que toma rumbo en el siglo XVIII y se asienta en el XX, se concibe principalmente como un método que tiene por función, groso modo, que un candidato (elegido entre un pequeño círculo) llegue a ocupar un cargo político (público) con base en un sustento de elección popular acorde a la condición de la mayoría cuantificable. Éste será el modo en que se demarca la democracia moderna, una democracia en donde las reglas que se requieren para efectuarse son relativamente simples. Norberto Bobbio, en El futuro de la democracia, postuló una definición mínima de democracia de la cual se pude extraer lo siguiente:



1) Todos los ciudadanos que cumplan con mayoría de edad (con base en su criterio ciudadano) tienen derecho a que con el voto expresen su voluntad.

2) No hay voto que valga más que otro, es decir, cada voto tiene el mismo peso.

3) No debe haber condiciones para otorgar un voto, esto significa que cada ciudadano ha de estar en completa libertad de ejercer su derecho a elegir según su propia opinión.

4) El voto debe ser necesariamente una elección en donde ha de haber alternativas reales para elegir; es decir, antagonismo.

5) El principio de mayoría regirá para las deliberaciones colectivas y para las elecciones en específico

6) Las decisiones tomadas por mayoría no deben limitar los derechos de la minoría.



Ahora bien, esta definición mínima presentada por Norberto Bobbio, procede de un examen analítico que extrae lo que en términos generales representa el esqueleto de cualquier democracia moderna. No obstante, el aporte explicativo se ciñe a la estructura sistémica de un modelo democrático-representativo adscrito a los Estados-nación modernos. Por esta razón, la definición mínima, con su simpleza formal, no agota los diversos escenarios en los cuales se adopta la democracia. Esto significa que, una cosa compete a las condiciones fundamentales, y otra, a las circunstancias que le otorgan cabida a la democracia realmente existente.



Es preciso, por lo tanto, contemplar las contradicciones dadas por los constantes choques de intereses sectarios o de grupos que subyacen en una asociación política. En una democracia que alienta el tránsito de poder de manera pacífica, bajo los términos antes dichos, se requiere desarrollar una estructura “democrática formal” demarcada por las condiciones de un Estado y, en consonancia con la maquinaria burocrática que crea para que lo haga efectivo.





En este sentido, una democracia liberal va a poner el énfasis en el voto y la “libertad” del ciudadano para expresar su decisión sobre quién va a gobernar. No es cosa menor. Sin embargo, durante el lapso que va de la Independencia Estadounidense y la Revolución francesa a nuestros días, la concepción que se tiene de la democracia dibujada bajo el sustento numérico, lleva a colación escenarios sumamente complicados y restringidos.



La libre asociación, garante del liberalismo, nos dice que para que una voz demandante tenga fuerza, es menester la constitución de grupos. Como por ejemplo los organismos civiles, sindicatos, frentes populares, etc. Entre ellos, surge también la política manejada por un sistema de partidos. Esto es, un organismo que tiene por fin aglutinar un número considerable de personas con intereses ideológicos similares. Surgen pues, las contradicciones. Porque, como comenta Luis Villoro, los partidos políticos, lejos de representar al pueblo, lo suplantan: “(Los partidos políticos) son lo más parecido a una empresa dedicada exclusivamente a la conquista y mantenimiento del poder”[2]. Sin duda aquí hay un repunte que nos recuerda a Schumpeter, quien sostuvo que la democracia fundamentalmente es un proyecto, o mejor, una carrera competitiva con la cual se regula la lucha entre caudillos por conseguir el voto popular. A costa de lo que sea.



El dominio de los grupos partidistas, en este sentido, se ha vuelto prioritario en tanto reflejo de la democracia moderna. De ahí que Rousseau arremetiera contra ella por encontrar que su objetivo principal consiste únicamente en ser un vehículo para acceder al gobierno y así, ser redireccionado a los intereses de una oligarquía. En ese sentido, y al estudiar la soberanía y argumentar por qué ésta no puede ser enajenada en tanto que es la esencia de la voluntad general, el filósofo ginebrino escribió una crítica en respuesta a la representación democrática:



Los diputados del pueblo no son, por tanto, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus delegados; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula; no es una ley. El pueblo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada[3].



La especificidad de la democracia moderna, con todos los enunciados que la acompañan, e incluso sus límites, alienta a llevar a cabo una reflexión que permita fraccionar el proyecto sobre el cual se escuda, es decir, el de una asociación que busca únicamente el poder. Rousseau nos da el pretexto perfecto para contrastar dos horizontes, el representativo y el directo. No obstante, también fue consiente que las condiciones que subyacen en los estados modernos es ajena a la situación reducida de los poblados o pequeños municipios, donde se puede llevar a cabo la democracia directa, pero aun así, deja abierto el camino para introducir un estudio que dé pie a la conciliación. Apreciado de esta manera, lo anterior supone deliberar de nueva cuenta sobre la teoría opuesta, en este caso, el de la democracia radical.



Democracia radical y ética-política



Retornar a la vena subversiva de la filosofía política obliga necesariamente a oponer los modelos de democracia. La tradición que se introduce en Rousseau tiene como antecedente no sólo a Hobbes y Locke, sino también a Maquiavelo y Spinoza, el primero con la recuperación de la República (el gobierno mixto), el segundo con su negativa en adoptar el criterio racional-contractualista como fundamento del poder político y su declarado énfasis en llevar a cabo una democracia absoluta.



Actualmente el análisis crítico de la democracia exhorta a poner en evidencia sus contradicciones con base en un horizonte propio. Es verdad, Rousseau aporta una rica fuente de argumentos que son clave para articular la crítica a la democracia representativa. Tiempo después, Tocqueville hizo lo propio al examinar la base en la que descansa la democracia en América, aportando uno de los análisis más notables en torno al individualismo egoísta, que permea la democracia moderna. Pero aún falta por revisar cuáles serían entonces las condiciones del otro polo, es decir, de la democracia radical. Si lo vemos así, parece claro que el adjetivo propone una vuelta a otro espacio por demás distinto. Y en efecto, la democracia radical, a diferencia de la liberal representativa, toma como punto de apoyo una perspectiva ético-normativa del poder. ¿Qué significa esta afirmación?





Digamos pues, que la democracia radical intenta nuevamente recobrar el ideal democrático que originalmente se forjó en la lucha sujeta a la base popular cuando ésta se opone o resiste al poder de Uno. En Roma el origen de la Republica está asociado a este elemento subversivo. Fue, digamos, la ruptura con el gobierno de Uno, al que se le resistió con la implementación de un Senado en tanto delegación de los diversos bloques sociales que componían la asociación política, lo que marcaría nuevos escenarios políticos hasta hoy vigentes. Después del siglo XVIII, y naturalmente con el salto al siglo XX, la democracia va a cruzar otro umbral: mantenerse por no desaparecer. Esto porque se anula, se le pone una contención, pero vuelve a resurgir en distintos tiempos y bajo nuevos bríos.



Para Douglas Lumis, la democracia radical mantiene vivos los preceptos éticos sujetos a la polis, porque pese a su reducción formal, el ideal de igualdad, justicia y resistencia siguen siendo el contenido principal de la democracia. Por ello escribe Antonio Negri: la democracia es el gobierno de todos para todos[4]. Por esta razón se concibe como un horizonte en el cual se regula una práctica a partir de elementos axiológicos. La democracia radical recuerda en este sentido a la raíz misma: el poder de muchos. Por ello su énfasis en la igualdad, pero no formal sino concreta (igualdad en la diferencia). Gustavo Esteva, por otro lado, dirá que la democracia radical es la condición de posibilidad que en tiempos de crisis resurge para poner un coto a la maquinaria del Estado y sus élites que intentan anular la activa participación ciudadana, fuera de tiempos electorales.



Una democracia radical, sin embargo, no puede hacer que su modelo se establezca en su especificidad para ejercerse tal cual en la política moderna. Al menos, desde el punto de vista del voto directo. Esto por lo mismo que ya Rousseau señalaba, la complejidad y amplitud de las ciudades. Sin embargo, puede darse una combinación. Y esto es por lo que se confrontan las posturas, por ejemplo, del republicanismo renovado. Incluso desde la filosofía política anglosajona se ha visualizado una fuerte oposición a la política neoliberal partiendo de una línea republicana. Autores como Michael Sandel o M. Walzel sintetizan el renuevo de la filosofía política de Aristóteles y Ciceron, aunque actualizados a las circunstancias propias de los tiempos modernos. El objetivo consiste en posibilitar otra manera de entender la asociación política, críticamente, a fin de no aislarse a una sola versión.



En cuanto a la democracia, la coincidencia parece ser unánime, esto es, la democracia no debe quedar estacionada en las urnas, sino que se debe ir más allá de ellas. Lo cual también coincide con filósofos políticos que piensan o han tocado el poder ampliado a partir de la tradición republicana pero vista desde Latinoamérica. Tal es el caso de Laclau, Boaventura, Garzón Valdez, González Casanova, Luis Villoro, Horacio Cerruti, Ambrosio Velasco, Mario Magallón, entre otros.



La preocupación por ubicar nuevamente el acento en la democracia como idea-fuerza, en tanto que regule no una práctica establecida cada determinado tiempo por una maquinaria burocrático-institucional, sino ante todo como una estancia que permita sostener los consensos y los disensos de la sociedad civil, puede derivar hacia un proyecto de gran impacto por su determinación a ser un contrapoder al poder establecido. La democracia radical, efectivamente, retorna a la esfera del encuentro. El otro como ente de carne y hueso es aquí una pieza clave, por ser el otro no reducido a un número, es decir, vacío de toda diferenciación en tanto singular.



Nuevamente, para el filósofo mexicano Luis Villoro, la democracia radical contempla una ética-política anclada en la equidad, y sostenida como un valor objetivo. Por ello insiste como su centro de operación, al otro como otro diferenciado. Ya que, mientras que el Estado moderno opera bajo la idea de la homogeneidad, ya que solo ahí la democracia representativa puede funcionar, la democracia radical enuncia la heterogeneidad. Es decir, reconoce la pluralidad de quienes engloban una asociación política para volver a la noción fundamental del poder desde abajo en concordancia a la autonomía no sólo individual sino también comunitaria: es la construcción de lo común. Éste es el peligro que guarda la democracia radical para los bloques hegemónicos. Así pues, y al considerar que no hay democracia perfecta, la democracia radical debe expresar un plan razonable acorde a un poder que descansa siempre en los muchos: horizontal, no vertical. Con formas de organización autónomas y de autogestión colectivas.



Hay aún distintas variables que se pueden considerar una vez que se tome con seriedad una ética regulativa de la democracia en estos términos. Pero los esfuerzos que se han hecho hasta hoy son verdaderamente notables. El proyecto por lo tanto es claro, ampliar la democracia a instancias más diversas que las que se proponen cada determinado tiempo con los comicios, es decir, en los días previstos para una elección. Gurutz Jauregui señala, por ello, una verdadera aporía cuando todo se reduce a colocar un voto en la urna:



El ciudadano deviene en un ente pasivo con derecho a la aprobación y el rechazo en el bloque de los hechos consumados. De este modo se evita al ciudadano democrático a perseguir fines contradictorios: debe mostrarse activo, pero pasivo; debe participar, pero no demasiado; debe influir, pero aceptar; no puede participar fuera de las elecciones, pero le está vedado abstener en éstas. Aquel que se abstiene de toda actividad política en el periodo entre elecciones es un ciudadano ideal, pero si se abstiene en los procesos electorales deviene en un ciudadano no responsable[5].



El bien común y la construcción de lo común debe ser una máxima de toda asociación política, que comprenda un proyecto político más justo y desde abajo, incluso, pese a los obstáculos que mantiene. La democracia radical, naturalmente guarda una relación inmediata con las actuales luchas libertarias o los movimientos socialistas no ortodoxos (no del socialismo real). Y aunque sea un ideal, no porque sea irreal, sino por ser perfectible, un horizonte a seguir éticamente y políticamente posible con una sustancia revolucionaria, cobra actualidad porque estimula otra asociación política sujeta a una sociedad civil más robusta y equitativa.

[1] David Held, Modelos de democracia, ed. Alianza, Madrid, 1992, p. 16 [2] Luis Villoro, El poder y el valor, ed. FCE. México, 1997, p. 341 [3] Jean Jacques Rousseau, Del contrato social, ed. Alianza, Madrid, 1980. p. 98 [4] Crf. Antonio Negri, La fábrica de porcelana, ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 151 [5] Gurutz Jáuregui, La democracia en la encrucijada, ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 103

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