Umberto Eco
Junio, 1995
Querido Carlo Maria Martini
De acuerdo con las propuestas iniciales de esta revista, se vuelve a presentar la ocasión de nuestro coloquio trimestral. El objetivo de estos intercambios epistolares es individuar un terreno de discusión común entre laicos y católicos, en donde usted, lo recuerdo, habla como hombre de cultura y creyente, y no en su carácter de príncipe de la Iglesia. Pero me pregunto si debemos encontrar sólo puntos de consenso, ¿vale la pena que nos preguntemos recíprocamente qué pensamos sobre la pena de muerte o sobre el genocidio, para descubrir que hay un acuerdo profundo sobre ciertos valores? Si debe haber un diálogo, deberá sin embargo realizarse también en aquellos confines en los que no existe consenso. Pero no basta; que un laico no crea en la Presencia real y un católico obviamente sí, no constituye una causa de incomprensión sino de un mutuo respeto por las respectivas creencias. El punto crítico está ahí donde, a partir del desacuerdo, pueden surgir choques e incomprensiones más profundos, que se traducen en el plano político y social.
Uno de estos puntos críticos es el reclamo al valor de la vida frente a la legislación existente acerca de la interrupción del embarazo.
Cuando se enfrentan problemas de este alcance, es necesario poner las cartas sobre la mesa para evitar equívocos: quien hace la pregunta debe aclara desde qué perspectiva la hace y qué se espera el interlocutor. He aquí, por lo tanto, la primera aclaración: a mí no me ha sucedido jamás aconsejarle el aborto a una mujer que se declara embarazada a causa de mi colaboración. Si me hubiera sucedido alguna vez, habría hecho todo por persuadirla para dar la vida a esa criatura, sin importar el precio que juntos hubiéramos tenido que pagar. Y es así porque considero que el nacimiento de un niño es una cosa maravillosa, un milagro natural que se debe aceptar. Y, sin embargo, no me sentiría capaz de imponer mi posición ética (esta disposición pasional mía, esta persuasión intelectual mía) a cualquiera. Me parece que existen momentos terribles, de los que nosotros sabemos poquísimo (por lo que me abstengo de hacer ninguna tipología o casuística), en los que una mujer tiene derecho a tomar una decisión autónoma que concierne a su cuerpo, sus sentimientos y futuro.
Sin embargo, otros recurren a los derechos de la vida: si en nombre del derecho la vida no podemos permitir que nadie mate a su semejante, y ni siquiera que se mate a sí mismo (no me meto a discutir los límites de la legitima defesa), de la misma manera no podemos permitirle detener el camino de una vida iniciada.
Vayamos a la segunda aclaración: sería malicioso si yo —en esta sede— lo invitara a expresar su opinión o a recurrir al magisterio de la Iglesia. En vez de eso, lo invito a comentar algunas de las reflexiones que le propongo y a aportar aclaraciones acerca del estado de la doctrina. La bandera de la Vida, cuando ondea en el aire. Conmueve a todas las almas. Más que ninguna, querría decir, las de los no creyentes, incluso de los ateos más “fideístas”, porque ellos son quienes, no creyendo en ninguna instancia sobrenatural, encuentran en la idea de Vida, en el sentimiento de Vida, el único valor, la única fuente de una ética posible. Y, sin embargo, no existe un concepto fugitivo, vago o, como suelen decir ahora los lógicos, fuzzy. Como ya sabían los antiguos, se reconoce que hay vida no sólo donde hay apariencia de alma intelectiva, sino también la manifestación de un alma sensitiva y vegetativa. Es más, existen ahora los que definen como ecologistas radicales, para quienes existe una vida de la madre Tierra misma, incluidos sus montes y sus volcanes, a tal punto que se preguntan si la especie humana debería desaparecer para que sobreviva el planeta —que esta amenaza. Están los vegetarianos que renuncian al respecto de la vida vegetal para proteger la vida animal. Están los ascetas orientales que se protegen la boca para no tragar o destruir microorganismos invisibles.
Recientemente, en un congreso, un antropólogo africano, Harris Memel-Fote recordaba que la actitud normal del mundo occidental ha sido cosmofágica (bello término: tendíamos o tendemos a devorar el universo); ahora bien, debemos disponernos, y algunas civilizaciones lo han hecho, a una forma de negociación: se trata de ver qué puede hacer el hombre a la naturaleza para sobrevivir, y qué no debe hacerle para que ella sobreviva. Cuando existe la negociación, es porque no existe aún una regla fija; se negocia para establecer una. Pues bien, yo creo que más allá de ciertas posiciones extremistas, nosotros negociamos siempre —y con frecuencia, más emotiva que intelectualmente— nuestro concepto de respeto a la vida.
La mayoría de nosotros sentiría horror al degollar un cerdo, pero comemos tranquilamente jamón. Yo no aplastaría jamás a un ciempiés en el prado, pero me comporto con violencia frente de una avispa (a pesar de que las dos puedan amenazarme, quizás porque le reconozco virtudes a la primera que no reconozco en la segunda). Se debería decir que, si bien nuestro concepto de vida vegetal y animal es vago, no lo es el de la vida humana. Y, sin embargo, el problema ha perturbado a teólogos y filósofos en el curso de los siglos. Si por casualidad un simio, oportunamente educado —o genéticamente manipulado— se demostrara capaz, no digo de hablar sino de escribir en una computadora proposiciones sensatas, sosteniendo un diálogo, manifestando afectos, memoria, capacidad de resolver problemas matemáticos, reactividad a los principios lógicos de la identidad y del tercero excluido, ¿lo consideraríamos un ser casi humano? ¿Le reconoceríamos derechos civiles? ¿Lo consideraríamos humano porque piensa y ama? Y, sin embargo, ¿no consideramos necesariamente humano a quien ama?; de hecho, matamos animales a pesar de saber que la madre “ama” a sus propios hijos.
¿Cuándo comienza la vida humana? ¿Existe —en la actualidad, sin volver a las costumbres de los espartanos— un no creyente que afirme que un ser es humano sólo cuando la cultura lo ha iniciado a la humanidad dotándolo de lenguaje y pensamiento articulado (únicos accidentes externos de los cuales, a decir de Santo Tomás, se infiere la presencian de racionalidad y, por lo tanto, de una de las diferencias específicas de la naturaleza humana), por lo que no es delito matar a un niño recién nacido, que es precisamente sólo un “infante”? No creo. Todos consideran ya un ser humano al recién nacido, aún ligado al cordón umbilical. ¿Hasta dónde se puede ir hacia atrás? ¿Si la vida y la humanidad están en el semen (o incluso, en el programa genético), consideramos acaso que el derroche de semen es un delito semejante al homicidio? No lo diría el confesor indulgente de un adolescente tentado, pero lo dicen ni siquiera las Escrituras. En el Génesis se condena el pecado de Caín a través de una explícita maldición divina, mientras que el de Onán comporta su muerte natural por haberse sustraído al deber de dar vida. Por otra parte, y usted lo sabe mejor que yo, el traducianismo practicado por Tertuliano, para el cual el alma —y con ella, el pecado original— se transmite a través del semen, ha sido repudiado por la Iglesia. Si aun san Agustín trataba de mitigarlo en una forma de traducianismo espiritual, poco a poco se impuso el creacionismo, según el cual el alma es introducida directamente por Dios en el feto en un momento dado a su gestación.
Santo Tomás tiene a menudo tesoros de sutileza para explicar cómo y por qué debe ser así; de ahí surgió precisamente una larga discusión sobre cómo el feto para a través de frases puramente vegetativas y sensitivas y solo al realizarse se dispone a recibir el alma intelectiva en acto (he releído apenas la bellas cuestiones de la Summa y del Contra Gentes) y no voy a evocar de nuevo los largos debates que se desarrollaron para decir en qué fase del embarazo se llega a esta “humanización” definitiva (también porque no sé hasta qué punto la teología de hoy esté aún dispuesta a tratar la cuestión en términos aristotélicos de potencia y acto). Lo que quiero decir es que el problema del umbral (sutilísimo) más allá del cual aquello que era una hipótesis, un germen —un oscuro articularse de vida ligado aún al cuerpo materno, un maravilloso anhelar la luz, no distinto del semen vegetal que trata de convertirse en flor en las profundidades de la tierra—, deber ser reconocido en un cierto momento animal rationale, aunque mortale, se ha planteado en el interior mismo de la teología cristiana. El mismo problema se plantea el no creyente, dispuesto a reconocer que de esa hipótesis inicial nace siempre un ser humano. No soy biólogo (como tampoco soy teólogo) y no me siento capaz de hacer ninguna afirmación sensata acerca de este umbral, y si existe en verdad un umbral. No hay una teoría matemática de las catástrofes que sepa decirnos si existe un proceso, que su resultado final es el milagro del recién nacido, y que decidir en qué momento se tiene el derecho de intervenir en ese proceso, y en qué momento no, no puede sernos aclarado ni se puede discutir. Y, por lo tanto, la decisión no debe tomarse jamás, o tomarla es un riesgo del que responde la madre sola, o ante Dios o ante el tribunal de la propia conciencia y de la humanidad.
He dicho que no pretendí pedirle de nuevo un pronunciamiento. Le pido que comente el apasionado tema de algunos siglos de teología sobre una pregunta que está en la base de nuestro reconocimiento como consorcio humano. ¿Cuál es el estado actual del estimando debate teológico, ahora que la teología no se mide más con la física aristotélica sino con las certidumbres (¡y las incertidumbres!) de la ciencia experimental moderna? Usted sabe que estas cuestiones no implican sólo una reflexión sobre el problema del aborto, sino una serie dramática de cuestiones muy nuevas sobre la ingeniería genética, por ejemplo, y que actualmente todos, creyentes o no creyentes, discuten de bioética. ¿Cómo se coloca hoy el teólogo frente al creacionismo clásico?
Definir qué es y dónde comienza la vida, es una pregunta que nos llevaría nuestra vida entera. Hacerme esas preguntas, créame, es un duro peso moral, intelectual y emotivo, también para mí.
Tomado del libro ¿En qué creen los que no creen?
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