Marlene Díaz
(UNAM)
Aunque a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el día de muertos se consideraba un día solemne, llenó de lágrimas, melancólico, ello debido a la añoranza de los parientes y amigos muertos, tenía también otra cara, la cual consistía en un día de fiesta, con aires carnavalescos, lleno de alegría, gozo y comida.
Algunas crónicas decimonónicas señan que la naturaleza se vestía a tono para celebrar a los muertos; así rememoraban el otoño como un mes melancólico, frío, triste, donde el amarillo de las hojas caídas enmarcaba la desnudez de los árboles, afreciendo el paisaje perfecto para recordar a los muertos. Es así que la celebración del día de muertos se sitúa antes de las dos grandes fiestas de invierno, la de la Virgen de Guadalupe, y la de Navidad.
Así, la fiesta popular del dia de los difuntos es establecida por la iglesia, por el benedictino San Odilón, Abad de Cluny, quien en el 1049, a través de una revelación, fija el dos de noviembre para dedicarlo a las ánimas del purgatorio, lo cual fue apoyado por los pontífices.
El ritual católico para celebrar a los muertos, desde San Odilón, consistía en la aplicación de misas, sufragios, oraciones de diversos tipos, siendo las plegarias la forma activa que tenían los vivos para ayudar a los muertos.
En el siglo XIX, había diferentes formas para recordar a los muertos, según el país y la región, aunque las costumbres confluían prácticamente en la visita al espacio terrenal de los difuntos: los cementerios.
Muchos son los cronistas del dos de noviembre que aluden a la gran cantidad de personas que visitan los panteones, tanto como un paseo o como punto de encuentro para distintos sectores de la población.
Así, si a lo largo del año los cementerios eran espacios donde los muertos reposan solitariamente, resignados al abandono, el día de su fiesta se transforman en lugares de socialización, un lugar donde conviven los vivos con los muertos.
Por lo anterior, el dos de noviembre los panteones cobraban una animación inusitada, donde el amarillo de las flores de muerto le otrogaba un colorido y vitalidad singular, lo que contrastaba con la frialdad comúnmente del lugar. La tradición de la ofrenda procede de las antiguas ceremonias prehispánicas; en el siglo XIX la costumbre aún estaba viva, pero sólo mantenida por los indígenas y la clase baja, ya que no era aceptada por la iglesia.
En cuanto al mundo prehispánico, la ofrenda derivaban de las creencias que tenían sobre los muertos, en el caso de los mexicas, en su creencia de que el alma que sobrevivía conservaba aún muchos atributos materiales, por lo que se tenía que alimentar, de ser el caso, usar sus armas, y por supuesto, beber agua.
Para el siglo XIX, los indígenas aún conservan algunas de sus costumbres que poco a poco irán ganando terreno, por supuesto que desplazan las creencias cristiano-católicas, sino que se combinan, se fusionan.
En aquel siglo había también dos tipos de ofrendas, la que se tendía sobre la tumba, y la que se ofrecía en las casas, misma que se colocaba improvisando un altar con agua, veladoras, flores, y algunos alimentos según la posibilidad de cada familia.
En cuanto a los panteones, cuando la gente los visitaba no almorzaba en torno a la tumba, sino que se compraban los alimentos en los puestos, con comida típica de temporada, de modo que, el comer y beber significaba un acto ritual, más allá de la simple gula. Es más, la comida preparada se ha tomado como una parte esencial del festejo.
La fiesta del día de muertos naturalmente va cambiando en algunos detalles según la región, la comida típica es un caso específico, no obstante, en lo esencial es una misma conmemoración donde intervienen la fusión de la cristiandad y las creencias rituales prehispánicas.
Actualmente, el día de muertos mantiene una expectativa enorme, por ser un día especial en donde los muertos son recordados con el cariño y la alegría que los vivos les pueden otorgar.
Comments