Por Alejandro Olvera
Algunas personas piensan que un problema cualquiera puede acabar con sus expectativas, otras desean tener fama y que su nombre sea recordado de cualquier forma. Bastante elevada es la tasa mundial de suicidios, de depresión, ansiedad, adicciones y trastornos psicosomáticos. La tensión nerviosa por largas jornadas de trabajo, discusiones y la necesidad de adaptarse a múltiples exigencias en el entorno ocupacional más otras presiones de diversa índole someten a una vida de cansancio. Demasiadas personas se sienten obligadas a realizar actividades que no les interesan y muchas otras no piensan más allá que pasar los días tolerando el peso con que estos llegan. No son pocas quienes con frecuencia enfrentan un precario equilibrio en la cuerda floja existencial.
Si lo pensamos con calma, las personas con enfermedades mentales especificas no representan un serio peligro para la comunidad pues son víctimas definidas y no son victimarias; en cambio, las personas inteligentes que actúan con premeditada maldad, auspiciadas por un entorno social permisivo con valores incoherentes, pueden llegar a ser perversas personas que destacan en la política, en el mundo empresarial, o en los círculos del arte, en cualquier parte; incluso pueden ser nuestros compañeros de trabajo e interactuar con intencionada maldad, a menudo, hasta en el ámbito familiar.
Nos damos cuenta que en la sociedad hay personas buenas y malas, la maldad no es una enfermedad mental propiamente dicha, pero algo hay en la elemental naturaleza humana que se ajusta y confluye con otros factores para constituir enfermedades, digámosle así, sociales. Hostilidad y fricción racista, sexista y de clase, se manifiestan a través de la natural perversión y trastornos de personalidad que directa e indirectamente impactan en el ámbito social. La brutal competencia por el éxito y la supervivencia económica incide en: intolerancia a la frustración, ansiedad, incertidumbre, fobia y otros malestares que conforman un mosaico de padecimientos de tipo social que no competen al campo de la medicina sino al ámbito político-cultural.
Los valores culturales en la dinámica de las sociedades occidentales dan cabida al narcicismo desbordado y propician la falta de sentido de vida donde predomina la pluralidad de sentidos en la búsqueda del disfrute inmediato, dada cuenta de su inserción dentro de una cultura secular caracterizada por la saturación del yo y el desapego en la construcción de futuros. Hay una nada que se suple con la exigencia del "aquí y el ahora" como búsqueda de afirmación, la satisfacción del interés individual de corto plazo y sobre todo en la excesiva búsqueda de felicidad y placer. Sin percibirlo, esta situación propicia un continuo estado de angustia que se manifiesta bien en tristeza, o bien, en hostilidad. Esta pérdida de un sentido de familiaridad con el mundo genera y alimenta la sensación de un vacío existencial extendido, un hueco que no es fácil de llenar y que propicia otros engendros.
Un abismo entre las fronteras de la incertidumbre y la certeza deja a las personas sin un norte cultural que pueda servir de respuesta a sus dilemas existenciales. Todas las luces singulares de la existencia están recubiertas por formas de valoración capitalista. Bajo el dominio de la equivalencia general y la semiótica reduccionista, el mercado capitalista tiende a someter y aplastar otros valores no utilitarios. Hoy predomina una sociedad proclive al individualismo depresivo y alienado, en donde cada uno niega la existencia del otro y, por ende, se hace extensivo un sentido de cosificación incoherente. Cuando un ser humano se desvincula de la sociedad, carece de empatía y se individualiza más allá de cierto punto, esta separación radical progresivamente lo incomunica de los demás y en consecuencia de las fuentes primarias, que por lo regular son las que alimentan la creatividad y el amor como elementos culturales de gran valor para su enriquecimiento funcional en todos los ámbitos.
De manera paradójica, la excesiva estimulación mercantilista del individualismo merma la posibilidad de establecer un yo auténtico que a su vez opere de llave de acceso honesto con el ambiente social. El incesante bombardeo de imágenes con diversos estilos de vida, gustos, criterios y valores difusos, ofrecen una herencia cultural que no posibilita la comunicación efectiva entre las personas.
Por generaciones la aceptación autómata de premisas y la réplica de conductas sociales, desde la comodidad o la desidia existencial, son parte de los ingredientes que culminan en pautas deplorables, completamente desapercibidas, ante las cuales sometemos nuestras circunstancias particulares sin la menor objeción y que se insertan e impregnan miserablemente nuestra cotidianidad.
Cuando alguien tiene buenas ideas se suele evitar que los demás obtengan provecho de ellas puesto que se piensa que son susceptibles apropiación de derechos monetarios. Luego entonces proliferan conductas nocivas, como la desmedida ambición y la competencia pues están valoradas como más importantes que la colaboración y la generosidad. Así, el dinero y la economía individual tienen prioridad sobre los elementos naturales de la existencia humana puesto que la lógica de mercado intencionalmente ignora las repercusiones que atentan contra el bienestar general y lesionan la calidad de vida. Se han creado y se defienden acremente terrenos y divisiones ideológico-políticas. Existen roles de identidad que facultan en algunas personas acciones de violencia, perversión y guerra, justificando la muerte y negando la vida de aquellos que no son parte de la misma identidad. Generaciones y generaciones de hijos pasan sus vidas adheridos a programas escolares caducos, memorizando repetida información y adquiriendo habilidades que no concuerdan con las necesidades funcionales de la vida real de su momento vital. Como padres nos vemos sometidos a una demencial presión socioeconómica que nos obliga irreversiblemente a estar ausentes durante las etapas de crecimiento de nuestros hijos. Por si fuera poco, se profesa una gran cantidad de religiones que son excluyentes de las otras asumiendo que las nuestras, por ser nuestras, son las únicas poseedoras de la verdad absoluta. Muchos se sienten seguros con los elevados niveles de agresividad derivados del contraste de sus posturas; las consideran parte de su naturaleza y, por costumbre, se mueven a gusto exhibiendo y ejerciendo su hostilidad. Por lo regular desconocemos y desconfiamos, sin el menor interés por analizar, las creencias y el pensamiento de otras culturas.
Cada vez se habla demasiado y se escucha muy poco a los demás, generando con ello una atmosfera de aturdimiento que aísla y empobrece. Pervertidos en su uso, múltiples conceptos que hasta la modernidad eran conocidos por todos, se han hecho laxos, se han relativizado hasta extremos desquiciantes de paranoias artificiales. En la actual Torre de Babel, conocer a personas que hablen el mismo idioma implica un reto, digno de análisis del caos y la complejidad en el uso de los significados e interpretaciones divergentes y, en consecuencia, el naufragio de la empatía. La carencia de un territorio cultural común coherente es irritante, desubica y a la vez generaliza una sensación de cansancio y frustración que retrae aún más a las personas hacia el ensimismamiento.
Lo individual se repite a lo largo de nuestras historias. Muchos momentos cuando nos preguntamos por el sentido de nuestras vidas. Una sensación de hueco en nuestras emociones, un vacío que precede la duda de lo que viene a la vuelta de las horas que se aproximan: ¿Qué nos deparan los días? ¿Qué vamos a hacer? inconscientes de las preguntas que ya nos hemos planteado con anterioridad, dejamos de respondemos con claridad y eso dificulta la construcción de aquello que haremos para trascender de la realidad cotidiana, el simple existir, hacía ideas más claras que nos vinculen con nuestros genuinos proyectos de vida.
Por costumbre social hemos elegido los días más propicios para el ritual de las crisis del sentido, por ejemplo: a finales y comienzos de año, o en la tensión nostálgica del último día de vacaciones, y por supuesto las noches de los domingos o los lunes por las mañanas.
A diferencia del resto de los seres vivos, el ser humano se interroga por el significado de su existencia. Sólo él llega a dudar de que la misma tenga sentido puesto que tiene consciencia de lo contario, es decir, más allá de lo que dicta su instinto primario conoce el significado de la muerte.
¿Qué hacemos aquí?, ¿para qué estoy?, ¿qué voy a hacer en la vida?, ¿por qué vivir?, ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿qué hacer para sobrevivir?, ¿qué camino seguir?, ¿para qué vivir?
Necesitamos construirnos un sentido de vida y darle mantenimiento haciendo ajustes periódicos al mismo, puesto que la simple existencia no nos satisface como valor esencial. Vivir y existir no representan lo mismo puesto que le otorgamos un significado más amplio y de mayor plenitud al concepto de vida. A pesar de estar en todo momento marcados por la finitud, damos por hecho una marcada diferencia entre existir y vivir. Nos hemos hecho a la idea que vivir bien es algo placentero, o por lo menos intenso, es así como lo escenificamos; y que lo contrario, en la valoración capitalista, un desperdicio de vida equivale a una existencia sin éxito material o que de la apariencia de ser sosa o aburrida.
Desde una perspectiva existencial, el hombre es una nada que aspira a ser, esta aspiración conlleva el establecimiento de una familiaridad con el mundo que habita y el amor hacia ese mismo mundo y a los otros seres existentes. Cuando esto desaparece o se complica, la sensación de la nada se hace más fuerte que nunca. De ahí que el acto de amar y de crear un sentido de vida sea más que necesario, indispensable.
La vida cotidiana nos envuelve y necesitamos vivirla siguiendo aquellos pasos que nos ubiquen en un lugar habitual, en una forma coherente de realidad interpretada en términos de estabilidad para no existir en continua incertidumbre. El sentido que damos a nuestras vidas es una responsabilidad individual que sirve para dar solución a los problemas que se nos presentan y respuesta a nuestras preguntas existenciales. Este sentido es también un esquema que modela y orienta nuestro comportamiento en las diversas líneas de actuación con las que interactuamos con otras personas en familia, en comunidad y como ciudadanía. Por desgracia, demasiadas veces creemos tener resuelto el sentido de nuestras vidas; sin embargo, en la realidad estamos replicando sin darnos cuenta los modelos impuestos por la sociedad. De tal suerte que no es infrecuente que lleguemos a sentir un tipo de angustia generalizada y caracterizada por las diferencias y desbalances que la vida real nos presenta en contraste con las expectativas que estos modelos generan.
Teniendo en cuenta que nuestras vidas corren hacia la muerte, que día con día la finitud está latente, el sentido de la misma busca la realización de las cosas que anhelamos. Pero esta consciencia no siempre está presente en las personas. Día con día vivimos el trayecto hacía nuestra muerte, perder de vista esta realidad nos proyecta a la desidia existencial, vacío que ocurre cuando se nos pasan los días viviendo por vivir o imitando la manera de vivir de los demás. Si no se consigue cierta emancipación de las valoraciones de moda, es decir, si se deja de construir o se posterga la forma de trascender la realidad a través de un genuino proyecto que nutra de razón e importancia la existencia, es inevitable quedar a expensas de la desesperación o del aburrimiento.
Construirse una personalidad y ser, no es algo que suceda de manera natural por el sólo crecimiento o el trascurso del tiempo, hacen falta muchos más elementos para llegar a tener una vida auténtica. Siempre será necesario nutrir el espíritu de lucha con un sentido de vida que sirva de vínculo entre la propia individualidad y el arraigo social necesario, para así evitar quedar expuestos a la constante angustia de la soledad y la nada.
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