Ricardo Alonso Daza
Es inevitable, me siento un depredador, en nueve meses de su embarazo deformé y casi destruyo el cuerpo de mi mamá, en los cuatro años posteriores terminé por devorar sus pechos acabando con todo lo que le quedaba de maternidad. Es imposible hablar de la muerte sin pensar con preocupación en mi mamita, sí, la que ha cargado con el peso de mi existencia, la responsable de engendrar un ser humano más en el mundo. Posiblemente mi mamita linda nunca me vea morir y espero que nunca lo haga, pero, yo tampoco quiero que ella muera, no soportaría ver que ella no fuera parte de mi existencia, por eso cuando vi a la madre de N.N casi se me revientan las entrañas del dolor.
Recuerdo de esa noche el frío que hacía méritos suficientes para tomarse un tintico, yo estaba sentado en la sala de visitas, observando desapercibido la pasarela de familiares sin rostro, lo normal en cualquier velorio. Sin alterarme, la vi más bella que nunca, la luz de las bombillas iluminaba las raíces de su vejez, la madre de N.N encogía sus ojitos y miraba para el suelo, las otras mujeres se juntaban a ella y comenzaban a rezar mientras le acariciaban la espalda. Para ese momento, yo ya lograba dimensionar la soledad que sentía la pobre.
Respiré profundo, anoté mi nombre y un mensaje banal de esperanza en la libreta de las visitas, caminé en pasitos cortos y me retiré con más pena que gloria del recinto. Por un momento me dio la sensación de volver al lugar y darle un abrazo fuerte, pero la cobardía me ganó el pulso ¿Qué más podía hacer?
De camino a casa no podía escapar a esa desastrosa sensación. Escribir en mi libreta palabras nuevas que aprendí en algún libro de Márquez o de Borges, mirar con lascivia a las mujeres, coleccionar fichas de parques y ver partidillos de fútbol, son las pasiones banales a las cuales me aferro para olvidar que algún día llegará mi muerte. Tengo atrincherado en la garganta la sensación de que estos refugios temporales no son garantías del olvido, la muerte llegará y con ella veremos como fracasa el amor, como fracasa la esperanza, como fracasan los intentos lívidos de subsistir en este espacio temporal de eternidades corticas.
En mi casita, y con esto del coronavirus, he tenido suficiente eternidad para analizar las muertas y los muertos que aquí, en estas cafeteras tierras son el pan de cada día. Sí, he pensado mucho en la muerte de Joncito por cáncer, la muerte de Ana por vejez, la muerte de mi perro por la eutanasia, la muerte del hombre del servicio eléctrico que arreglaba un poste de luz, la muerte de los que recogían gasolina en Tasajera, la muerte de los jóvenes de Soacha por los militares o paracos que es casi lo mismo, la muerte de los secuestrados por la guerrilla, la muerte de los campesinos inocentes por más paracos, la muerte del ladrón de mi barrio mientras robaba a un ex policía y paradójicamente la muerte del señor N.N que, según la “justicia”, fue una muerte por accidente.
Recuerdo de ese día que al amanecer el sol estaba lindísimo, N.N no sabía, incluso antes de salir casi olvida el casco, yo no sabía, nadie lo sabía, él pedaleaba su bicicleta con tranquilidad, yo te digo de corazón que no sabía, ¡enserio! de saberlo, yo te rogaría que no salieras de casa ese día domingo 11 de septiembre, yo te gritaría hasta que te enfurecieras y no salieras, te arrancaría las tetillas de un pellizco, si con eso lograría que te encerraras en tu cuarto.
Me duele profundamente recordarlo, tú ibas pedaleando la cicla mientras subías el puente, mirabas tranquilamente el horizonte, tú no sabías, pero atrás tuyo venía ese camión a toda velocidad y yo te juro que hice toda la fuerza que me quedaba en la garganta, te grité, te grité con impotencia, pero no alcanzaste a escuchar. De un abrir y cerrar de ojos el camión te arrastró, lentamente te arrinconó hacia la orilla y caíste con violencia del puente.
No me digas que caíste de cabeza porque me muero. Me asomé a ver como caías lentamente y no lo soporté, no lo soporto. Me hierve el cuerpo de dolor, estás muerto. Caíste sin dejar ni una sola gota de sangre por la carretera, yo corrí hacia tu cuerpo con la última gota de esperanza que estaba atrincherada en el vientre, pensé que aún seguías vivo o aunque fuera te alcanzarías a despedir, pero tú no lo hiciste, te moriste, el camión siguió su camino, ni cuenta se dio que te había matado, te mataron amigo, mataron a tu mamá que te esperaba en casa, mataron a el ingrato de tu hermano a quien siempre reprendías para que cumpliera con las asignaciones del hogar, mataron a tu papá que estaba trabajando en ese momento. Yo quería morir, pero estoy vivo, lastimosamente más vivo que nunca.
Cuando le conté a tu mami lo que ocurrió, ella no lloró, parecía no entender mis palabras, parecía que se había vuelto sorda, me ofreció un tinto y nos quedamos durante cinco minutos mirándonos los pedazos de cara en silencio. Ninguno lloró, en realidad todos nos quedamos sin palabras.
La última vez que fui a visitar el lugar donde están tus cenizas, caminé de la mano con Estefanía M. y mientras miraba tu nombre y el día de tu muerte, Estefanía me mostró la legión de muertos que comparten contigo el recinto. Están las lápidas de los indígenas que habían desplazado desde el 2002, también miré uno que otro líder social recién muerto y justo al lado de ellos el retrato de Jesucristo con la frase: “yo reinaré”
N.N, los sucesos posteriores a tu muerte se reducen a ver como tu mamá siempre retrata fotos tuyas por las redes sociales, “ayer vi una foto tuya cuando estabas niño disfrazado de torero”. El hombre que te mató fue demandado, pero dice que fue sin culpa y que no vio cuando te mató. Al parecer no pagará ninguna condena, pero el proceso sigue.
Tu papá se consiguió una mosa y se marchó lejos, dicen las malas lenguas que está viviendo en Guateque. Tu hermano habla conmigo de vez en cuando, me nombra nombres de mujeres a las cuales casi ya no recuerdo y de los partidos de fútbol que jugábamos cuando niños, tú imitando a Ronaldinho, tu hermano a Ronaldo, y yo de arquero imitando a Dida.
N.N. te aseguro que el dolor sigue presente… pero bueno, tú vas a la eternidad, algo que realmente me atemoriza mucho más, los psicólogos dicen que tengo apeirofobia y yo les creo, porque me da pánico pensar en cuanto dura una eternidad, la muerte es segura y siento que la estoy asumiendo con menos angustia, pero dime si la eternidad se acaba, ¿entonces qué puedo hacer? ¿Asumir todo?
Tengo el presentimiento de que mi muerte será mirando un inmenso jardín, mientras llueve, si llego a morir y desaparecer creo que ya no vale la pena ser en las acciones buenas o malas, de pronto pasarán sin pena ni gloria por mi mente los recuerdos que definieron lo bueno y lo malo en mí, como comer con la boca llena o chasquear, fornicar, robar, matar, sorber con rudeza una sopa caliente o hacer burbujas con un pitillo, nada será sino un simple paso al colapso, porque ahora mismo pienso que la existencia misma está diseñada para el desastre, pero pienso con ligereza que también existe la posibilidad de que me equivoqué y sucedan cosas inesperadas. En esta ocasión no quiero pensar, pero sé que tendré que afrontar con coraje estas muertes que me vienen cada vez que pienso en la eternidad.
Es decir, me veo en la forzosa necesidad de saber que en algún momento todo se acabará. Si asumo todos estos pensamientos no tengo más remedio que esperar con los brazos abiertos a que todo ocurra, mientras tanto intento cocer una sonrisita para cuando me vean pueda disimular esta angustia.
Comments