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Sade y las desdichas del libertinaje

Nada es sagrado: todo en este universo

debe ceder al yugo de nuestras fogosas tendencias.

La verdad, Marqués de Sade



Ivonne Zarazúa



Sade, el hombre de la imaginación más depravada, el cobarde que no se atrevió a llevar a cabo las abominaciones relatadas en sus obras, el divino marqués que, a fin de consolidar una verdadera república, insta no sólo a decapitar al rey, sino también al papa; su nombre, cuyo recuerdo, como lo señala Simone de Beauvoir, ha sido desfigurado por leyendas estúpidas, referente ineludible de los términos sádico y sadismo, se relaciona casi de inmediato con la infame novela Justine, en la cual se muestran los infortunios del virtuoso y en donde la llave para acceder al goce resulta del dolor infligido al otro.


En gran parte de la obra sadiana resalta un despliegue erótico marcado por el dolor infligido sistemáticamente al otro, aspecto por el que sus coetáneos huían de él, sus libros fueron prohibidos y fue considerado apologista del crimen y del vicio; sin embargo, la abundante obra del marqués no constituye, simplemente, una impronta sádica en donde las innumerables perversiones y actos de violencia extrema ejecutados por los libertinos se ven ampliamente recompensados.


En efecto, Oxtiern o las desdichas del libertinaje, drama en tres actos y en prosa, se encuentra lejos de poseer las características que, de ordinario, suelen atribuirse a las obras del marqués pues, pese a que el libertino sacrifica todo a la voluptuosidad, no logra sembrar rosas en las espinas de su vida; no obstante la suerte del libertino de este peculiar drama, la cual se atisba desde el título, podemos encontrar un elemento que, desde mi lectura, resulta fundamental en la obra de Sade, a saber, que quienes han nacido en medio de los dones más brillantes de la fortuna a menudo no ofrecen a su lado sino vicio o corrupción. Quisiera explorar esta idea en el drama aludido.


El conde Oxtiern, senador sueco, ha robado a Ernestine, hija de un coronel y relacionada amorosamente con un joven llamado Herman. Aprovechando la ausencia del padre, el conde secuestra a la joven con la finalidad de hacerla su amante, encarcela a su amado y amenaza a su hermano. Ernestine, lejos de resignarse a ser la víctima del libertino, decide recuperar por ella misma el honor que le ha sido arrebatado, para llevar a cabo tal efecto, pretende hacerse pasar por varón y enfrentarse a duelo con su raptor, quien al darse cuenta de la treta y a sabiendas de que el padre ha llegado a la posada para vengar a la joven, planea que ésta y aquél se enfrenten y, con ello, lograr que se cometa un filicidio. Tal intriga asusta, incluso, al amigo de Oxtiern, quien no puede concebir un acto más cruel que el tramado por el conde; sin embargo, en el momento justo de concretarse la fechoría, aparece Herman que ya ha asesinado al conde y evita que el coronel mate a su propia hija. El drama termina con la promesa en matrimonio de los jóvenes y la muerte del libertino.


Extraña suerte la de Oxtiern, libertino sadiano cuyos planes se ven frustrados por la muerte, la cual representa, además, la restitución del honor de su víctima; no obstante la divergencia que el desarrollo de este drama muestra con respecto a la tradicional obra de Sade, podemos encontrar un elemento convergente con ella, el cual, en palabras de Ernestine, reza de la siguiente manera: ¿Acaso no sabes hasta qué punto el prestigio y la riqueza degradan el alma de los hombres?


En efecto, de acuerdo con Marcel Hénaff[1] los libertinos sadianos tienen al menos tres características: son o deben convertirse en inmensamente ricos, son hombres maduros y sus crímenes se encuentran envueltos por la impunidad.


El libertino sadiano debe ser o convertirse en inmensamente rico porque la riqueza es reconocida como fuente privilegiada de poder; el poder económico, en este sentido, le garantiza la posibilidad de acceder ilimitadamente a cualquier recurso, de adquirir cualquier mercancía por lo cual, la posesión de los bienes materiales incluye, irremediablemente la posesión del cuerpo del otro, el cual, visto como una mercancía es “manipulado, gozado, maltratado, suplicado, agotado, y finalmente rechazado después del uso, es decir, cuando su rendimiento erótico se hace nulo”[2]; así, en los amos del Capital y de la Ciudad el deseo de poder se encuentra imbricado con el deseo erótico.


Asimismo, gran parte de los libertinos sadianos se nos muestran como hombres maduros, puesto que la riqueza y el prestigio llegan tarde, sin embargo, dado que la madurez se encuentra marcada, la mayoría de las veces, por una débil potencia sexual, a la experiencia erótica se impone la perversión extrema, la sensación violenta, misma que representa la puerta del goce.


Tal goce se encuentra enmarcado, además, por la impunidad pues, el crimen, “el más poderoso de los afrodisiacos: conforme a las intenciones sagradas de la Naturaleza”[3], se encuentra cobijado por las leyes y es auspiciado por jueces corruptos, los cuales no pueden resistirse al poder del oro.


Oxtiern, el libertino que nos ocupa, cumple con las características señaladas por Hénaff: es un hombre maduro, política y económicamente poderoso, capaz de burlar e, incluso, de comprar la ley para poseer a Ernestine, quien debería no sólo satisfacer los deseos del conde, sino también, lo llevará a la miseria.


En efecto, a lo largo del drama que nos ocupa, la joven, presunta mercancía lúbrica, se niega a ser considerada como un objeto: primero sufre por su cautiverio y nos deja en claro que el oro y los crímenes de Oxtiern han manejado todo pues éste, al amparo de su poder, ha acusado sin fundamento al desdichado de Herman, quien se encuentra prisionero y tal vez condenado; en seguida, Ernestine declara que es preferible la muerte antes de vivir con el conde, pues ni siquiera su liberación lograría restablecer el honor perdido. Finalmente en una discusión con Oxtiern, la joven experimenta un cambio decisivo:


Ernestine: ¡Encadenarme a mi verdugo…! ¡Jamás, jamás!

Oxtiern: ¿Hay, acaso, alguna otra solución?

Ernestine: Sí, sin duda, las hay… ¿No lo sospecháis, señor? ¿Ignoráis que me queda un padre… y un hermano? (Con el máximo orgullo) ¿Ignoráis que todavía respiro?[4]


A través de este revelador diálogo podemos observar que, ante la falta de protección, Ernestine advierte que la recuperación de su honra depende, exclusivamente, de sí misma, esto es, la joven se niega a ser vista como un objeto de tal suerte que, consciente de su libertad, está dispuesta a destriur y pisotear, los preceptos ridículos que el poder de Oxtiern pretende ejercer sobre ella.


Tal actitud nos recuerda a Juliette, quien sabiéndose dueña de sí, da rienda suelta a su deseo y elige los medios más adecuados para cumplirlo; asimismo, nos recuerda el consejo que el mismo Sade brinda a las jóvenes lúbricas: sean dueñas de sí mismas, destruyan y pisoteen todo precepto ridículo. Ernestine, dueña de sí, decide no ceder ante el plan del libertino, aunque en ello le vaya la vida: elige tomar su destino entre sus manos y, para ello, está dispuesta a asesinar al conde.


Ahora bien, la muerte de Oxtiern resulta una verdadera sorpresa para el lector pues, lejos de que el libertino vea satisfechos sus deseos, recibe un castigo por su crimen: he aquí el elemento que, a mi juicio, causa más extrañeza en esta obra de Sade; a este respecto, Simone de Beauvoir sugiere que cuando el marqués se encuentra en libertad en 1790, espera integrarse a la sociedad que lo trató como un paria y pretende recuperar su dignidad de ciudadano: es en este contexto que Oxtiern es interpretado, ¿acaso podemos suponer que el marqués decide escribir una obra aparentemente contrapuesta a las que había escrito en antaño con la finalidad de agradar a sus conciudadanos y, con ello, borrar su mala fama?, probablemente, sin embargo, años más tarde, se publica La filosofía en el tocador y una segunda versión de Justine, obras en las que la inconfundible pluma sadiana se encuentra presente.


Es posible que con Oxtiern Sade intentara recuperar su lugar en la sociedad que lo había excluido, sin embargo, no puede considerarse únicamente como una obra cuya finalidad sería restituir el honor perdido del marqués, pues en ella encontramos lo que, a nuestro juicio, representa una honda preocupación sadiana, misma que, al estilo rousseauniano puede formularse de la siguiente forma: la propiedad y el deseo de posesión, origen de todo mal, constituyen la corrupción de la sociedad.





[1] Cfr. Hénaff, Marcel, La invención del cuerpo libertino, Ediciones Destino, España, 1980, pp. 178-180.


[2] Ibíd., p. 181.


[3] De Sade, Marqués D. A. F., La verdad, Letra E, Buenos Aires, 1995, p. 11.


[4] De Sade, Marqués D. A. F., Oxtiern o las desdichas del libertinaje, Digitalizado por Dolmancé, http://www.sade.iwebland.com, p. 21.

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